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Cuando se hartó de Ibiza, por ejemplo, eligió el camino más fácil para dejar la isla: el matrimonio. La opción parecía natural porque, a qué negarlo, la actividad laboral no iba mucho con Laureta, como si ella fuera un objeto de lujo y no de servicio. Como ella siempre ha sido para los hombres lo que la miel para los osos, no le resultó difícil encontrar un más que buen partido. Porque Laureta desprendía y aún desprende una penetrante emanación de feminidad, una aura de intensa sensualidad que los vuelve locos precisamente porque no parece ir dedicada a ellos sino que más bien los excluye, como si mi hermana perteneciese a una casta muy superior a la que deben rendir pleitesía. Esa exagerada conciencia en su propia valía prometía un despliegue descomunal de sus atributos, y fue, supongo, lo que, entre porro y porro y fiestecita en la cala atrapó al francés riquísimo y guapísimo que le propuso matrimonio en un tiempo récord. Serge, que así se llamaba aquel príncipe azul, encandiló al principio a todas las mujeres de la familia (tía Reme incluida) excepto a mí, que era curiosamente a quien más quería encandilar (ya en la misma boda el tío, borracho perdido, intentó meterme mano, imagínate, a la hermana pequeña de su novia que apenas había cumplido quince años. Esto no se lo había contado nunca a nadie excepto a tu padre). A los veintiséis años, Laureta ya tenía dos hijos (y seguía tan delgada como si ella no hubiese intervenido siquiera en su concepción), dos casas (una en Madrid y otra en Ibiza), dos coches, dos asistentas (una para limpiar y otra para cuidar de los niños), dos ojeras permanentes bajo los ojos y una cara de amargada tremenda, porque resultó que el francés, un bon vivant acostumbrado a los mejores lujos, se hartó pronto del genio de Laureta, y huyó de ella viajando sin cesar y haciéndole el más mínimo caso. Por no estar, no estuvo ni en el parto de sus hijos, pues según versión oficial en ambas ocasiones estaba en viaje de negocios (si fue capaz de tirarle los tejos a una menor el mismo día de su boda, y para más inri hermana de su futura señora, imagínate dónde podía estar, sobre todo teniendo en cuenta que sus únicos negocios consistían en hablar de tanto en tanto con el administrador encargado de gestionar sus rentas). Antes de tenerte a ti, cuando Laureta me contaba lo de la ausencia de Serge en sus partos, me parecía mal, pero no tan mal como me parece ahora que ya he vivido un parto yo misma, un parto que no sé si habría sabido sobrellevar sin la presencia de tu padre. En fin, como te iba diciendo, en su día Serge le había parecido a Laureta muy moderno y original, tan francés, tan glamuroso, tan vivido, pero en cuanto se casó con él dejó de parecérselo. Y es que a ella, independiente y muy suya, le disgusta que le digan qué y cómo hacer algo, y especialmente si lo que le dicen es cómo y en qué pensar, como él intentaba hacer. Laureta siempre había actuado siguiendo sus propias reglas y raramente obedecía órdenes. Nunca las había aceptado por parte de mi padre y, desde luego, no iba a acatar las de su marido. Una buena Acuario como ella precisa un ambiente no estructurado que le permita tomar sus propias decisiones y responder a las necesidades del momento en vez de seguir una rutina o una forma fija de hacer las cosas. Necesita vivir en una atmósfera excitante y estimulante, y el matrimonio pronto suele dejar de serlo.

Como era de esperar, Laureta se pasó años quejándose de Serge, que la tenía a cuerpo de reina pero que cada vez paraba menos por casa, hasta que un verano conoció al que sería su segundo marido, también en Ibiza y esta vez alemán, y se lió la manta a la cabeza separándose de Serge casi al mes de conocer a Christian, que así se llama el nuevo.

Y es que su mente funciona de una forma intuitiva, no lineal, y los flechazos le llegan de golpe, de la nada. El problema es que Christian adora a Laureta y a los niños, pero no tiene un duro. En Ibiza se ganaba la vida limpiando barcos (limpiaba, por ejemplo, el yate de Serge; así fue como le conoció) y poniendo copas, y cuando se enamoró de ella se vino a Madrid porque mi hermana no quería cambiar a los niños de colegio y de rutinas, pero ya no pudo seguir trabajando de camarero porque su recién estrenada novia no quería que pasara las noches fuera de casa. De modo que Christian acabó encontrando un trabajo de profesor en el Instituto Alemán. Bien pagado, en mi opinión, pero que no da para mantener el nivel de vida al que mi hermana estaba acostumbrada. Así que se acabaron los veranos en Ibiza y hubo que vender uno de los coches y despedir a las chicas.

Y más tarde cambiar de casa, porque la antigua estaba alquilada, aunque en realidad fuera propiedad de Serge, que la había puesto a nombre de una sociedad. Y claro, una cosa es vivir una pasión prohibida en un entorno paradisíaco y otra muy distinta vivir una vida normal con un profesor de alemán que está buenísimo (porque lo está), pero no más que lo estuviera el primer marido, y que encima es, como buen alemán, bastante previsible y aburrido.

Hoy, en el hospital, nos han hecho esperar más que de costumbre y a Laureta le ha dado tiempo a desgranarse en confidencias, pasillo va pasillo viene, mientras esperábamos a que los médicos acabaran con lo que estuvieran haciendo dentro ¿un respirador que falla?, ¿un monitor cuyas constantes descienden? Laureta dice que se separaría ahora mismo si pudiera comprarle a Christian la mitad de la casa (que compraron a medias tras el divorcio de ella), pero no puede, y ¿adónde va a ir ella con dos niños y al precio que se han puesto los pisos? Como los hijos son de su primer marido y al segundo no le corresponde garantizar su bienestar, ella está segura de que un juez no le daría la casa, de forma que parece que la burbuja inmobiliaria es la responsable de que viva atrapada en un matrimonio infeliz.

– He estado tan desesperada que he llegado a pensar que si mamá muriera al menos podría separarme. Con la herencia, ya sabes.

– No, si te entiendo. A mí se me pasó lo mismo por la cabeza, que podría pagar la deuda de Hacienda y cancelar la hipoteca.

– Se lo dije a Vicente y me dijo que él pensó lo mismo, que con la herencia podría pagar por fin la reforma de su casa.

– Somos unos hijos horribles…

– Sí…

Es el síndrome de Pollyanna, la niña que vivía en un orfanato esperando una muñeca y que recibió, por equivocación, un par de muletas de regalo de Navidad: dijo que se sentía feliz porque no tendría que usarlas.

De todas formas, la herencia no daría para tanto.

O sí. Me esfuerzo en alejar malos pensamientos, la imagen, por ejemplo, de una comida familiar en la que, cotilleando sobre las peleas familiares de unos vecinos, mi madre le dijo a Reme: «Yo siempre pensé que mis hijos tenían sus diferencias, pero cuando me entero de cosas así, me doy cuenta de que no se llevan tan mal», y Vicente intervino, medio en broma, medio en serio: «Ya, ya, espera a que tú te mueras y nos empecemos a pelear por tu dinero.»