Выбрать главу

Escribí a Sonia de nuevo. Respuesta: a esas alturas imposible encontrar en NY ningún sitio donde quedarse a no ser que estuviera dispuesta a pagar precios astronómicos. No era la única española que pretendía pasar el verano en la ciudad. Ni la única europea tampoco. Pero el rumano vivía en el Bronx Norte, no en el Sur. El Bronx Sur es el peligroso, mientras que el Norte es un tranquilo barrio de judíos ricos, un remanso de solemnes edificios Victorianos. No había visto el apartamento pero creía que, si era por esa zona, no podía estar tan mal. De todas formas, se ofrecía para pasarse a verlo. Respuesta mía: hazlo. Y hazlo pronto, que el tiempo corre. Mail de Sonia a las veinticuatro horas: ha ido al Bronx y ha comprobado que el apartamento es maravilloso, enorme y con mucha luz. Y ni rastro de novia. Inspeccionó el cuarto de baño de arriba abajo en el tiempo en el que se suponía que debía de estar haciendo pis y no encontró ni un estuche de maquillaje ni un secador ni una caja de Tampax, nada. O la novia celosa se desplazaba con su neceser cada vez que iba a visitar a su amado, o no paraba mucho por esa casa, o el rumano se la había inventado, vete tú a saber por qué. En cualquier caso, concluía Sonia, siempre te puedes venir a mi casa, pero no sé si te apetecerá dormir dos meses enteros en el sofá.

No, no me apetecía nada. Aún me quedaban marcas en la espalda de mi última visita, y además y sobre todo, por mucho que supiera que Sonia era generosa y me hacía la oferta de corazón, también sabía que mi amiga, como buena artista, era y es una neurótica muy celosa de su espacio, y comprendía que invadir su intimidad equivaldría a poner en peligro de muerte una amistad que estaba a punto de cumplir veinte años.

Atrapada en un carrusel de dudas, e incapaz de decidir por mí misma, llamé al periodista esotérico, el mismo que en su día me leyera las cartas e interpretara el aviso de la brújula.

– Te va a parecer raro -le dije-, pero me pregunto si me podrías hacer una tirada de cartas telefónica de emergencia.

– Eva, que no soy un número 908. ¿Por qué no te pasas a verme, digamos el miércoles, nos tomamos un café y te echo las cartas tranquilamente?

– Me encantaría, pero es que el tema me corre prisa y no tengo hasta el miércoles para decidir. Necesito saberlo ahora.

– Un tema amoroso, como si lo viera…

– No, nada que ver. Es sobre un viaje que tenía atado y bien atado y que se ha descalabrado en el último momento. Es largo de contar, pero… Resumiendo: no sé si cancelar el viaje o no.

– De acuerdo, pues hagamos una cosa. Voy a tirar tres cartas. Si me dan una respuesta clarísima, entonces haz caso al Tarot. Y si no, no te digo nada, porque yo nunca he hecho algo parecido a tirar las cartas por teléfono.

– Pues Rappel lo hace.

– Él no lo hace, lo hace su equipo, y no me digas que te crees esas cosas…

– Vale, pues tira tres cartas a ver qué pasa.

– Espera, que voy a por la baraja… A ver, que ya he vuelto. Estoy barajando. Ahora concéntrate en lo que quieres saber y trata de proyectar esa energía sobre las cartas.

– Vale.

– Perfecto. Pues tiro.

Se sucedieron unos segundos que cayeron como bombas de silencio en el zumbido de la línea.

– Eva, no me lo puedo creer.

– ¿El qué?

– Tres arcanos mayores… Esto es casi imposible, de verdad. Casi nunca salen tres arcanos mayores seguidos. A mí nunca me había pasado.

– Ah… ¿Y son buenos o malos?

– La Rueda de la Fortuna, Los Enamorados y La Emperatriz… Y los tres de pie… Eva, sin ninguna duda tienes que hacer ese viaje.

– ¿Sin ninguna duda?

– Sin ninguna duda.

Sin embargo, no fue la tirada de cartas la que me convenció: no es que yo sea una cobarde y una escéptica, y no es que sea tampoco una experta en estadística, pero si en la baraja del Tarot hay 78 naipes y de entre ellos 22 son arcanos mayores, las posibilidades de que en una tirada salgan tres seguidos no son tan remotas como el periodista quería creer.

Pero justo a la mañana siguiente recibí una llamada de Nenuca.

Nenuca todavía no se había retirado al chalecito familiar de Marbella y por entonces aún vivía en Madrid. Como no hacía nada la mayor parte del día se aburría muchísimo y le concedía a sus problemas amorosos (los únicos que tenía, porque los económicos o laborales no los había conocido nunca) una importancia exagerada. En ese sentido, era como si todavía tuviera quince años. Yo temía sus llamadas telefónicas, porque era capaz de tirarse horas al teléfono (y lo digo literalmente, alguna noche me había tenido tres horas al aparato, cronometradas en mi reloj de pulsera) analizando exhaustivamente los pormenores de su relación con Mirta, la chica con la que llevaba tres años saliendo, una cubana que trabajaba de cuando en cuando de camarera en un bar de la calle Argumosa, aunque en realidad viviera del dinero de su novia que era, a su vez, el dinero de los padres de Nenuca, en una curiosa reinterpretación de la doctrina de la redistribución de la riqueza Norte-Sur. Yo pensaba entonces, y todavía pienso, aunque siempre me guardé muy mucho -con esa hipocresía que albergamos todos, hasta las personas más sinceras, cuando hablamos con un amigo y omitimos voluntariamente la opinión que nos inspiran sus actos o, en este caso, sus relaciones- de explicarle a Nenuca mi teoría de que la cubana en el fondo albergaba un resentimiento enorme hacia la mano que le daba de comer, porque el saberse mantenida la hacía sentirse inferior; pero por otra parte, evidentemente, Mirta necesitaba a Nenuca, pues no podía vivir sin ella en el sentido más literal y menos romántico de la palabra, y era por eso por lo que le alicortaba cualquier conato de ligereza y la sometía al sistema ducha escocesa en la relación amorosa: ahora frío y ahora calor, hoy vienes al bar y ni te miro, mañana me paso el día diciéndote que eres la más linda y que dónde has estado tú toda mi vida y pasado mañana te monto un número de celos tremendo sin venir a cuento, asegurando a gritos que te has pasado mi turno en el bar haciéndole ojitos a una chica que estaba al final de la barra en la que hasta entonces ni habías reparado. Y, por supuesto, cuanto peor la trataba Mirta, más enganchada estaba Nenuca, totalmente obnubilada por una especie de síndrome de Estocolmo por el que se había enamorado de su propia torturadora. El culebrón de Mirta era de lo más previsible, y si al principio yo creía de verdad, cuando Nenuca me llamaba, en los sufrimientos de la una y la devoción de la otra, al cabo de unos meses la historia me tenía tan harta como para no coger el teléfono móvil si veía el nombre de Nenuca parpadeando en la pantalla. Pero ese día en particular respondí a la llamada porque llevaba semanas evitando a mi amiga y me torturaba cierto complejo de culpa y de mala persona. Para mi sorpresa, Nenuca no llamaba para quejarse, porque en las últimas semanas la relación con Mirta atravesaba por uno de aquellos períodos de luna de miel que sucedían inevitablemente a las broncas más sonadas (en este caso la bonanza relevaba a una tormenta en la cual Mirta llegó a levantarle la mano a Nenuca, y como probablemente ahí se dio cuenta de que se había pasado de verdad y podía llegar a perder a la víctima de la que dependía, la cubana se había estado esmerando desde entonces y nunca había sido más amable y entregada que desde la reconciliación posterior a aquella discusión), esta vez me llamaba para contarme un extraño sueño de Mirta que se refería a mí. «A ver si tú lo sabes interpretar, porque no me dice nada, pero Mirta insiste en que te lo cuente, ya sabes el valor que le da ella a sus sueños.»

Al principio nosotras nos reíamos de los sueños de Mirta, que era capaz de no dejarle coger el coche a Nenuca y obligarla a ir una semana en metro si soñaba con un accidente (¡A Nenuca!, ¡a la pija más pija de Madrid, que antes del encontronazo con Mirta, no había usado un transporte público en su vida!), pero con el tiempo aprendimos a fiarnos de sus visiones después de que predijera acertadamente que el gordo de la lotería acabaría en 103 y de que anunciara la muerte de su tía Kerly en La Habana, que ella había soñado con dos días de antelación. A Mirta le sorprendía que nos asombráramos tanto de la precisión de sus sueños proféticos, puesto que al fin y al cabo en su familia, de larga tradición santera, estaban más que acostumbrados a lo paranormal y lo tenían integrado en el día a día, moviéndose entre lo visible y lo invisible con la facilidad con la que una rana salta de la tierra al agua. Y por lo visto Mirta había soñado conmigo, y se había levantado excitadísima, insistiendo una y otra vez en que Nenuca tenía que llamarme y contármelo. Deduje que no me llamaba Mirta misma porque, merced a su intuición privilegiada o paranormal, o simplemente gracias a su sentido común y viendo las malas caras que yo le ponía siempre, había adivinado lo mal que me caía.