El sueño era el siguiente: Mirta y yo caminábamos cogidas de la mano por un campo de amapolas. A nuestro alrededor zumbaban millones de abejas recogiendo polen entre las flores, pero a nosotras no nos asustaban pues sabíamos que nunca nos picarían. Por todas partes, el paisaje circundante ofrecía a la vista hermosos árboles frutales cargados con sus apetitosos manjares: melocotones, mangos, papayas, peras… Todos maduros y jugosos. En un momento dado, yo me detenía a comer un albaricoque y el jugo me caía por la boca. Cuando lo acabé enterré el hueso en la tierra y en ese momento empezó a caer un aguacero de verano, una lluvia fina que más que mojar refrescaba. Entonces Mirta me cedió el abrigo que llevaba puesto, que era azul, yo me lo puse y le dije algo así como «Muchas gracias, Mirta, necesitaba un abrigo para mi viaje». Y allí nos separábamos, bajo el árbol, y yo seguía camino hacia la línea del horizonte.
Mirta había insistido a Nenuca en que me hiciera notar que la letra «A» se repetía constantemente a lo largo del sueño: amapolas, abejas, árboles, albaricoque, aguacero, abrigo azul…
– ¿Este sueño tiene algún sentido para ti? -me preguntó Nenuca.
– Mucho. Díselo a Mirta. Y dile también que le agradezco mucho que te haya insistido para que me lo cuentes.
¿«A»? Avión, América y Anton.
Así que le escribí un mail al rumano y le dije que aceptaba la oferta, que me presentaría en su piso el 2 de julio y que ya le podía ir diciendo a su novia que yo era lesbiana o algo así.
4 de noviembre.
Pesas 5 kg, 750 g. O sea, casi seis kilos. Imposible siquiera plantearse lo de escribir contigo en brazos. Así que te aguantas. Y deja de llorar.
5 de noviembre.
Gracias sean dadas desde estas páginas a Sonia, «Suicide Sonia», Sonia la guionista (no confundir con las otras Sonias),
que me regaló la hamaca para bebés en la que estás durmiendo ahora. Así puedo balancearte con el pie mientras escribo. Entre eso y las sonatas de Bach, pareces bastante calmadita.
Ayer alquilé el vídeo de Thelma 8c Louise y tuve ocasión de comprobar, una vez más, cómo la ficción no es más que un espejo en el que nos vemos reflejados nosotros mismos, y así nuestra opinión sobre una obra dice en realidad más sobre nosotros que sobre quien la creó. Por ejemplo, la primera vez que vi la película (en el Alphaville, última fila, tenía yo veinticuatro años) me pareció que Louise era una estúpida por rechazar al buenorro de Michael Madsen en esta escena:
Louise y Jimmy, su novio, en una habitación de motel. Ella le ha llamado diciéndole que necesita dinero y pidiéndole un favor: que saque dinero de su cuenta (de ella) y le envíe un giro. En lugar de enviarlo, Jimmy se ha presentado en persona.
Jimmy: Vale, vale, dime cuál es el problema.
Louise se queda mirándole un momento.
Louise: Jimmy, ahora no puedo decírtelo. Algún día lo entenderás, pero ahora no puedo decírtelo, así que mejor no preguntes.
Jimmy alucina al ver lo seria que se ha puesto Louise.
Jimmy: (casi sin palabras) De acuerdo, de acuerdo, pero dime, ¿puedo preguntarte una cosa?
Louise: Quizá.
Jimmy: ¿Tiene que ver con otro? ¿Estás enamorada de otro?
Louise: No, no es nada de eso.
Jimmy explota y se dedica a arrojar objetos por la habitación en un ataque de furia.
Jimmy: (a gritos) Entonces ¿qué? ¿Qué coño pasa, Louise? ¿Dónde coño te marchas? Joder! ¿Me estás dejando o qué?
Louise: ¡Para! ¡Para ahora mismo o me marcho! Lo digo en serio.
Jimmy: (se calma)Vale, vale, lo siento.
Jimmy recupera la compostura.
Jimmy: ¿Puedo preguntarte otra cosa?
Louise: Quizá.
Jimmy se saca una cajita del bolsillo.
Jimmy: ¿Quieres ponerte esto?
Le pasa la caja a Louise, que la abre. La caja contiene un anillo.
Jimmy: ¿No te lo vas a probar?
Louise: Jimmy… ¡Es precioso!
Jimmy: No te lo esperabas, ¿verdad?
¿Aceptará Louise el anillo? Resulta evidente que no, puesto que sabemos, tras casi tres cuartos de hora de cinta, que Louise es una chica lista, y una chica lista no se casa con un tío que va por ahí destrozando habitaciones de hotel sólo porque sospecha que su chica se puede estar planteando dejarle. Aparte de que un tipo medianamente normal no se declara a gritos, ni en un momento tan poco oportuno. Es decir, a mis treintaytantos ya sé reconocer problemas en cuanto me los ponen delante. Pero a los veinticuatro aún me creía el mito del Príncipe Azul, y pensaba que si alguien con el tipazo de Michael Madsen te regalaba un anillo de diamantes, ya te podías dar con un canto en los dientes. De ahí a acabar liada con un chalado cuya vida se resumía en una exhaustiva dedicación a la nada y que se expresaba, al hablar conmigo, fonando cada palabra como si estuviera escrita en mayúsculas y en tipos negros, un paso. Mientras estuviera bueno y me repitiera quince veces al día que me quería, ¿qué importaba que me hablase a berridos y me tratase como a un objeto de su propiedad? (Miento: peor aún, a su guitarra la trataba con mimo y consideración.) Pero cuando una crece abre los ojos, y por eso ahora puedo ver la película de otra manera: con los ojos abiertos. Porque durante años he ido por la vida con los ojos cerrados de par en par, tomando por amor lo que no era más que control. Mi diferente reacción ante una misma escena explica lo mucho que yo he cambiado y cómo: a golpes.
En mi mail no había sido muy amable con el rumano, pero después de salir de Guatemala pocas ganas me quedaban de entrar en Guatepeor, y puede que a aquel chico rumano que conocí en Nueva York le sentara muy mal que le hubiera echado con cajas destempladas pero yo no me sentía con ánimos de excusarme, ni mucho menos de empezar ahora a ser simpática con él. Después de las que me había tenido que tragar, no estaba yo como para ponerme demasiado amable con quien se me acercara, por si las moscas.
6 de noviembre.
En la puerta del hospital me he encontrado con el médico residente que atendió a mi madre en urgencias. Le he reconocido al instante porque tiene pinta de todo menos de médico: lleva una coleta y un pendiente. Lo que no esperaba era que él me reconociera a mí, porque debe de estar harto de atender enfermos, y me extraña que se quede con las caras de los familiares. Le he saludado con una sonrisa y el consabido holaquetal. Él se ha detenido y me ha respondido con idéntico holaquetal.
– Aquí estamos -le he dicho-, a ver a mi madre, que sigue en la UVI.