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A ti te gusta Asun, siempre sonríes cuando la ves. Probablemente te atrae su olor francés a flores, su voz dulce o sus maneras amables. Por ese motivo te he dejado con ella en la planta baja del hospital, porque los niños no pueden entrar más allá y alguien tenía que cuidar de ti. Allí había un montón de familias con críos de todas las edades que jugaban a perseguirse o se arrastraban debajo de las sillas de espera, de plástico, durísimas y bastante incómodas, por cierto. A los pequeños, al contrario que a sus padres, parecía darles igual estar en el hospital o en el cementerio. Había una señora que lloraba a lágrima viva mientras a su lado una niña de unos tres años le contaba historias a su muñeca con su lengua de trapo, tan feliz. Supongo que hay un montón de gente que tiene familiares en el hospital y que se llevan a los chiquillos porque no les queda otra, pero no debe de ser plato de buen gusto para nadie llevarlos a semejante sitio. Digo yo que tampoco costaría mucho habilitar un pequeño espacio para guardería. Pero deben de considerarlo como las rampas de la estación: un lujo prescindible.

Cuando llego a la planta nueve me llama la atención lo desértica que la encuentro con respecto a ayer. Al momento caigo en la cuenta del porqué de esa primera impresión: me falta el clan gitano. Pregunto a Caridad, a la que me encuentro al lado de la cama de mi madre, charlando con mi padre, y ella me cuenta que el joven gitano por el que la madre tanto se lamentaba sólo estuvo una noche en la UVI y al día siguiente ya estaba en su casa. Eso sí, su familia se la ha pasado entera haciendo guardia. Y cuando digo familia lo digo en el sentido más extenso de la palabra: madre, hermanos, primos, primos segundos, tías, tías abuelas… Por lo visto se trataba de un yonqui que se atragantó con su propio vómito. Dice que cuando un gitano ingresa en el hospital, el clan entero acude a su lado.

– En maternidad hemos tenido muchos problemas -nos explica-, porque aquí no nos importa que se queden pero allí molestan, y no hay forma de que entiendan que tantos no pueden estar. Nos han llegado a amenazar y todo.

Mi padre asiente con la cabeza, interesadísimo. Ya trata a Caridad como si la conociera de toda la vida. A ella y a todo el personal de la UVI, médicos y enfermeras, de los que se ha hecho amiguísimo, al igual que de los familiares de los otros enfermos. Se sabe el historial de cada uno y les pregunta a todos que cómo va su hermano, su madre, su padre o quien corresponda, interesándose por la evolución del paciente y finalizando cada miniconversación con palabras de ánimo y/o consuelo. Esta sociabilidad exagerada la he heredado yo, que soy tímida pero no maleducada (tu padre no acaba de entender por qué cada vez que salimos a la calle tenemos que pararnos cada tres metros a saludar al quiosquero, al portero del bloque de al lado, a los del mercado y a cuarenta conocidos que me paran por la calle), y la has heredado tú también, que cuando sales en el carrito le dedicas una de tus radiantes sonrisas recién aprendidas a cualquiera de las múltiples viejecitas que se paran arrobadas a repetir aquello de «¡qué niño tan guaaaaapo!» porque, como no vistes de rosa ni llevas pendientes, ninguna te toma por niña. La ha heredado hasta el perro, que cada vez que llega a casa cualquiera, ya sea amigo, cartero, mensajero o cobrador del gas, saluda moviendo la cola desaforadamente y pegando unos saltos de campeón olímpico. Es el antiperro guardián.

Sí, mi padre es y siempre ha sido el hombre más sociable del mundo, el más atento y el más seductor, al menos de puertas para fuera. Y siempre ha caído bien allá donde estuviera, todos le encuentran siempre taaaaan fantástico. Porque él es Leo, el Sol, y los demás estamos condenados a ser planetas que giramos a su alrededor. De siempre se ha dicho en mi casa que mi padre estaba más enamorado de mi madre que ella de él, a pesar de que sus temperamentos fueran diametralmente opuestos y de que raramente coincidieran en cuestión ninguna, y en el pequeño universo en el que yo vivía esta afirmación era aceptada como dogma, e incluso era mi padre el primero en proclamarla. Nunca hubo al respecto la menor sombra de duda ni nadie se planteó que las cosas pudieran ser de otra manera. Esta alianza de afectos desparejos se hizo siempre evidente en las actitudes y en las conversaciones. A mi madre le gustaba repetir a quien la escuchara, por ejemplo, la historia de aquella vez en que se hizo echar las cartas por la bruja Juli, la vidente más famosa de Elche y de Alicante toda -provincia en la que probablemente haya más videntes, brujas, curanderos y espiritistas que en ninguna otra región de España, con la posible excepción de Galicia-, y cuyo prestigio subió como la espuma desde el día en que predijo acertadamente que el gordo de la lotería iba a caer en Elche, por mucho que la señora recete cosas tan raras como ese sortilegio para ungar -atraer hombres-, que consiste en darles en el café o el chocolate sangre de la menstruación (de la menstruación de la mujer que les quiere ungar, no de la bruja, se entiende). Cuántas veces le he oído contar cómo había ido a que le leyeran las cartas arrastrada por la tía Reme (porque ella, y eso le encantaba remarcarlo, no creía mucho en esas cosas, que por algo era católica, pero fue por no hacerle un feo a su cuñada, que tanta ilusión tenía por ver a la Juli) para que mi madre le preguntase que cuánto iba a durar su matrimonio, y ésta le echó las cartas en dos filas paralelas, una que representaba a la consultante y otra que representaba a su marido, y le respondió que la relación duraría lo que ella quisiera, porque la carta que presidía la fila opuesta a la suya era la de Los Enamorados, y eso significaba que su marido nunca iba a dejarla, porque estaba y estaría siempre loco por ella.

Y sin embargo, y por mucho que esta afirmación nunca se discutiera y por mucho que repitiera la tía Eugenia que no entendía cómo su Eva había acabado casándose con semejante pelagatos cuando, con lo guapísima que había sido (ya se sabe a quién ha salido Laureta), hubiera podido elegir entre los mejores partidos de la provincia, que ofertas nunca le faltaron, el caso es que, de puertas afuera, habría parecido siempre que mi padre tenía cualidades suficientes, por no decir más que de sobra, para enamorar a cualquier mujer. Tan alto, tan fornido, tan rubio (a él he salido yo, con la sutil pero nada irrelevante diferencia de que el adjetivo fornido sólo queda bien cuando se aplica al varón), tan hombre, tan brillante e ingenioso (si bien su ingenio, de un agudo que acaba a veces por ser afilado, tiende a desembocar en el sarcasmo mordaz e inmisericorde con excesiva frecuencia, excesiva sobre todo si se tiene en cuenta que muchas veces la destinataria de sus puyas he sido yo), tan amigo de sus amigos (frase que me resulta un poco absurda, es obvio que amigo de sus enemigos no va a ser), tan, tan, tan… En fin, la lista de sus muchas cualidades, siempre destacadas en boca de los que de toda la vida le conocen, sería tan larga como su propia estatura: a mi padre le recuerdo desde la infancia rodeado perennemente de incondicionales -ellos y ellas- dispuestos a reírle las salidas y a ignorarle las mezquindades. Y mentiría si dijera que no he sospechado alguna vez que algunas de las amigas de su círculo (por lo general mujeres de sus amigos) le veían con unos ojos más tiernos de aquellos con los que se supone que está bien visto mirarse entre parejas casadas.