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En fin, que qué voy a decirte. Mi padre, tu abuelo, ha sido el rey de su casa, y sus deseos eran órdenes para todos los demás, muy en particular para mi madre, que nunca jamás le ha discutido ninguna de sus decisiones, expresadas en una voz masculina, tajante, posesiva, palpante como una mano y envolvente como una bofetada de calor, seductora o amenazadora según el matiz que su dueño le imprimiera, pero siempre, en sustancia, la misma. Se trata de un hombre que ha vivido acostumbrado a imponer disposiciones con el aplomo de quien se asombra de que no se cumplan aun antes de haber sido dadas. Si íbamos a veranear a Santa Pola, por mucho que mi madre dijera que allí se aburría, era porque él compró el apartamento a través de un conocido suyo que era constructor. Si vinimos a vivir a Madrid fue porque él quiso (y porque encontró un trabajo aquí, claro), cuando se empeñó en que Alicante se le había quedado pequeño y él quería vivir en una ciudad grande, pese a que mi madre no se cansara de repetir a quien quisiera escucharla que así pasaran cien años ella nunca se acostumbraría a los inviernos castellanos. Si en nuestro apartamento de Santa Pola no se podía beber otra horchata que no fuera la que hacía Melchor -el orxatero de Almussafes-, traída expresamente en gelaora de veinte litros, era porque mi padre insistía en que no había otra mejor, y que constituía un sacrilegio probar siquiera una horchata que no se hubiera hecho conforme a la tradición artesana de siglos, y que en Alicante la costumbre ya se había perdido. Si en la despensa de casa siempre hubo reservas de botes de berenjenas en salmorra que casi se podían calificar de industriales era porque a él le gustaban, y si nunca se sirvió arroz en nuestra mesa-sacrilegio imperdonable, tratándose de una familia de alicantinos- fue porque él no lo podía ni ver (yo probé el arroz por primera vez a los seis años, en el comedor del colegio), después de que a los veinte se intoxicara por culpa de una paella d'arpó que le sirvieron en una excursión en un motor de la Albufera y le tuvieran que ingresar en el hospital. Y por eso mi madre, en las contadas ocasiones en las que salía a comer sin mi padre, acompañada por Reme o Eugenia, pedía siempre arroz, y esto lo sé porque mi tía biológica y mi tía postiza me lo contaron, cada una por su lado, rogándome que no delatara a la una frente a la otra. Y ahora, por primera vez, las cosas no le salen a mi padre como él quiere, porque en más de una y de dos ocasiones le he oído decir que él querría morir antes que mi madre, que no se imaginaba cómo viviría sin ella. Y claro que no podría vivir sin ella… ¡Si ni siquiera sabe freír un huevo o calentarse un café! De hecho, lo primero que hizo mi hermano en cuanto a mi madre la ingresaron -más bien lo segundo, lo primero fue cambiar la titularidad de las cuentas- fue hablar con la asistenta que trabaja en casa de mi madre y ofrecerle un sobresueldo para que le haga a mi padre el desayuno y la comida y le deje hecha la cena antes de marcharse.

No es que mi padre no supiera vivir sin mi madre, es que no sabe vivir solo.

9 de noviembre.

Los tubos a los que tu abuela estaba conectada le suministraban, entre otras cosas, cloruro mórfico. Morfina pura y dura para que no sintiera el dolor: no lo habría soportado. Pero, como sucede a veces, puede ser peor el remedio que la enfermedad, porque la morfina es altamente adictiva, de forma que los médicos decidieron, hace dos días, quitarle la sedación. Tu abuela debería haber vuelto en sí, pero no lo ha hecho. Sigue tan inconsciente como antes.

A la vuelta del hospital me he encontrado a Tibi -al que hacía días que no veía, porque normalmente entra a trabajar a las diez, un poco más tarde de que yo llegue a casa-, hecho un brazo de mar, vestido de traje y corbata color café, elegantísimo.

– Buenas noches, Tibi, qué elegante estás.

– Ya ves, hay que darle clase al local.

– Sí, falta le hacía.

10 de noviembre.

No me ha quedado otro remedio que llevarte de nuevo al hospital, esta vez en la mochila, porque Gabi y tu padre se iban al Rastro a buscar una estantería para tu cuarto y ya bastante difícil iba a resultar cargar con el mueble como para llevarte a ti de paso. Creía que todo iba a ser más fácil, pero he vuelto con un dolor de espalda tan intenso que hacía que se me saltaran las lágrimas. Quién tuviera morfina.

Récord de permanencia en coma en esta UVI: veintitrés días. El anterior, veintidós días, lo ostentaba una chica joven que se llamaba Nuria -según nos ha explicado Caridad-, cuyo coche fue embestido en un cruce por otro, conducido por un irresponsable que iba beodo a más no poder. Cuando llegó a la UVI nadie daba un duro por que sobreviviera. Pero sobrevivió, a los veintidós días bajó a planta y a los treinta salió del hospital.

Tu abuela sigue inconsciente, ni siquiera parpadea. Esto empieza a parecer la agonía de Franco.

Julián -el marido de Asun-, que sigue en sus trece y se niega a entrar en la UVI, nos ha contado que en los hospitales de Andalucía, cuando un señorito tardaba demasiado en morirse, la familia recurría a un truco. Me explico: imagina a un señorito andaluz poseedor de una enoooorme extensión de tierras y cortijos. Se pone enfermo y va al hospital, y allí se tira, como el barquito de la canción, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis semanas y aquel señorito sigue sin despertar. Pero es que encima no ha designado representante que pueda manejar su dinero en su ausencia, y la familia está a verlas venir porque no pueden tocar sus cuentas. Así que recurren a un muerto de hambre que entra con ellos al hospital, de visita, y pisa el tubo del respirador. Así de fácil. Parece ser que hace veinte años no había forenses que se pusieran a buscar responsabilidades. Llegó a ser tan normal el recurso que en el argot andaluz ya se ha incorporado la palabra: «pisatubos». Julián lo sabe porque tiene familia en Sevilla, aunque él sea ilicitano de toda la vida.

En tiempos modernos se abandonaron los «pisatubos» y se recurrió a lo que se llama «no asistencia». Esto me lo ha explicado Caridad. Es decir, que si está claro que un enfermo terminal ya no tiene posibilidades de sobrevivir y que se enfrenta a una agonía larga y dolorosa, los familiares pueden pedir que no se asista al paciente. O sea: adiós goteros y adiós respirador. Pero ya casi no se recurre a esta medida, ningún profesional se atreve a no prestar asistencia, porque se teme la reacción posterior de la familia.

– Yo nunca he vivido una situación así -me dijo Caridad-, pero me han contado muchas historias. Hijos o hermanos que rogaban, que suplicaban incluso, que se desconectaran los aparatos y que después, cuando el paciente fallecía, demandaban al hospital por negligencia.

– Pues hay que ser cabrón -dije yo.

– No, no es eso. -Caridad, tan buena persona como siempre-. A veces es el dolor, o el complejo de culpa, vete tú a saber… Cuando ven que su madre o su padre ha muerto, la pena les remuerde tanto por dentro que se olvidan de lo que dijeron. O a veces podría parecer que toda la familia estaba de acuerdo, pero había uno que no quería y ése es el que demanda.

– ¿La no asistencia es lo que se llama eutanasia? -pregunté yo.

– No… Bueno, no sé. La eutanasia es el suicidio asistido, otra cosa distinta. La verdad es que los conceptos legales no los tengo muy claros. Yo soy enfermera, no abogada.

No he hablado, por cierto, de tu tía Asun, la mayor de la familia, esa mujer callada y sonriente que siempre viste en tonos claros. Ella es, básicamente, una mujer sensata, equilibrada como buena Libra. Agradable, sociable, de buen gusto y muy delicada, con una manera cálida de expresarse, un poco infantil, que le permite relacionarse con facilidad aunque manteniendo sus reservas: siempre parece que esté dando más de lo que recibe. Asun es complaciente, amable y diplomática, trata de no herir los sentimientos ajenos y por ello evita los enfrentamientos directos y cuida sus expresiones al máximo, dejando de lado a veces su verdadera opinión. Se nota que se esfuerza por adaptarse y agradar a los demás. Incluso su manera tan característica y expresiva de andar con el cuerpo hacia adelante indica gentileza y ganas de complacer. Su deseo de ambientes y relaciones armónicas es tan fuerte que evita confrontaciones personales o cualquier expresión de emociones intensas y desagradables. A Asun le gustaría pintar el mundo en colores pastel, como su propia casa, para vivir en paz y armonía con los demás todo el tiempo. En realidad, tan grande es su deseo de llevarse bien que uno no sabe nunca a ciencia cierta lo que está pensando, porque se cuida mucho de expresar opiniones propias si sospecha que pueden entrar en conflicto con las ajenas. De hecho, uno de sus problemas más comunes es la indecisión que le aturde a la hora de tomar decisiones importantes, ya sea comprar un traje nuevo, escoger el colegio de los niños o cambiar la decoración del piso, porque mi hermana cae con facilidad en la inercia de la duda y la mayoría de las veces necesita apoyarse en la opinión de otro para tomar la suya propia, así que es incapaz de ir de compras sola o de elaborar el menú para una cena sin haber llamado previamente a mi madre unas quinientas veces. Internamente, casi siempre la divide la incertidumbre, y sospecho que tiene muchos más problemas consigo misma de lo que adivinarían otros a partir de una disposición tan aparentemente equilibrada y tranquila. En el fondo, todo se reduce a una grave inseguridad que se trasluce en su afán de complacer, siempre desmesurado, sobre todo cuando se compara con el alcance más bien mediano de sus obligaciones. La pobre Asun vive inmersa en una atmósfera de esfuerzo mal disimulado bajo su sempiterna sonrisa amable. Es como si desde pequeña se hubiera propuesto alcanzar la armonía suprema incluso dudando de que semejante anhelo fuese factible. Es por eso por lo que sólo se siente a gusto en los lugares sin ruido, bien decorados y armoniosos, y detesta las malas maneras, las groserías y la rudeza (se pone verdaderamente enferma si sus hijos sueltan algún taco, por ejemplo). No bebe y, por supuesto, no se droga. Y nunca o casi nunca sale por la noche porque no le gusta ir de bares, pues detesta de corazón los ambientes estruendosos y el olor a humo. Es, o al menos lo parece, una excelente madre, una muy cariñosa compañera de sus hijos y una ama de casa competente e incluso creativa, siempre anticipándose a las necesidades y hasta los caprichos de su marido y sus vástagos.