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Era viernes, primer viernes de mes y, como era de esperar, quedé con Sonia, que me había asegurado por teléfono que se moría de ganas de verme y que quería llevarme, me dijo, a un club de jazz nuevo en el que tocaba aquella noche su última conquista, «uno de los tíos más guapos que me he tirado nunca», según aseguró, aunque lo cierto es que solía decir lo mismo de cada hombre con el que se liaba, si bien tampoco es menos cierto el hecho de que Sonia siempre se ha liado con hombres guapísimos y cualquier varón bien plantado despierta en ella el instinto adquisitivo del coleccionista de trofeos. De hecho, una de las razones por las que sigue viviendo en Nueva York a pesar de que los alquileres puedan calificarse como mínimo de astronómicos, las relaciones personales casi no existan, los inviernos sean para tártaros y la comida un asco es, según me confesó una vez -recalcando con seriedad que me lo decía muy en serio y sin atisbo de ironía-, porque en Madrid nunca tendría la oportunidad de acostarse con los hombres que encuentra en esta ciudad, ya que en nuestra capital no hay tan alta densidad de actores y modelos por metro cuadrado, ni tampoco una segunda generación del melting pot, cuya mezcla de razas ha dado como resultado especímenes de museo, ni está tan extendida la costumbre, el ritual o la imposición de la hora diaria mínima de gimnasio, motivos por los cuales Sonia, que se asume como hombreriega, sigue viviendo en Nueva York a pesar de que jure a quien quiera escucharla que echa muchísimo de menos Madrid, a sus amigos y a su familia.

El club al que me llevó, The Lenox Lounge, era un sitio bastante grande y oscuro, frecuentado mayoritariamente por negros, en el que destacábamos como dos polillas en una carbonera. El objeto de los deseos de Sonia era el bajista del grupo, que se encontraba en aquel momento interpretando una especie de free jazz de fraseos libres, flexibles, táctiles, que buscaban su lugar fuera y lejos de la dirección de su arranque y luego se perdían en una digresión armónica para volver de pronto, sin previo aviso y a la carrera, al punto de partida; y, desde luego, aquel músico era tan imponente como Sonia lo había descrito -metro noventa más o menos, rapado y con una cara plana, sin facciones especialmente marcadas, bella pero anodina, que sugería una afable satisfacción para consigo mismo- y también era buen músico, aunque sospecho que esta última virtud era la que menos podía llamarle a Sonia la atención y desde luego no le iba a distraer de otras más evidentes pues, que yo sepa, a Sonia nunca le ha gustado el jazz. Pero a mí sí, y estaba encantada y agradecida a Sonia por mucho que supiera que la razón por la que me había llevado a aquel garito nada tenía que ver con mis gustos musicales o con hacerme a mí un favor. En aquel momento, el bajista reparó en nuestra presencia y, si no fuera porque era un hombre más oscuro que el betún, habría dicho que se le iluminó la cara. Desde luego nos dedicó (bueno, más bien le dedicó a Sonia) una amplísima sonrisa y señaló con la cabeza una mesa vacía situada casi bajo el escenario que estaba reservada para nosotras. Y hacia allí nos dirigimos, presintiendo, al menos yo, que todo el local nos estaba mirando, porque al ser ambas rubias y llevar puestas, para colmo, sendas camisetas blancas (no, no lo habíamos hecho adrede), casi parecíamos luciérnagas en una noche cerrada y negra.

Para entonces el grupo había empezado a atacar algo fácilmente reconocible, Take Five, la emoción musical había alcanzado su cúlmen y casi ninguno de los allí presentes hablaba ya, todos con la mirada fija en el escenario y llevando el compás con la cabeza como si de un ejército de metrónomos se tratase. Yo sonreía de placer y buscaba con la mirada a Sonia a fin de atestiguarle con los ojos la gratitud debida por haberme llevado a un sitio que me gustaba tanto. Sin embargo, con lo que tropezó mi mirada de repente no fue con Sonia sino con… Él. Joshua Redman en persona. Aunque un examen más exhaustivo me hizo darme cuenta de que no se trataba exactamente de Joshua Redman. Era otro músico muy parecido a él y tan famoso o más que el propio Joshua [1]. Me quedé tan sorprendida y absorta en su persona que no pude apartar la vista y en seguida cayó en la cuenta de que estaba siendo observado por la boquiabierta rubia de la mesa de al lado, a la cual correspondió con una sonrisa profunda, casi fluorescente de puro blanca y cálida como el aplauso de una multitud, consiguiendo que la sangre feliz enrojeciera a la rubia -a mí- inmediatamente, hasta la coronilla. Lo primero que me llamó la atención fue el color de sus ojos, tan parecidos a los de la Nancy de mi infancia y a los de las lentillas que se ponen las starlettes: ojos de azul juguete. Y lo segundo que pensé fue que si alguna vez planeaba tener hijos, quisiera que fueran de un hombre tan guapo como aquél.

Convencida de que si las cartas habían dispuesto un hombre para mí con un océano que nos separaba, había de ser ése y ningún otro, apuré la copa que tenía delante de un solo trago decidida a dar el primer paso. En ese momento el grupo había empezado con So what? esto me pareció una señal divina. Me dije, voy a hablar con él, si me hace caso es él, y si no… Y si no, So what?

11 de noviembre.

Alguien ha avisado a la tía Reme y me la he encontrado hoy en la sala de espera. Sí, la misma tía Reme que se emborrachaba en las Nochebuenas y la responsable de que cada dos por tres me venga a la cabeza una letra de tango (inusual gardeliana y no porteña, ella se pasa el día desafinándolos). Como se quedó viuda relativamente joven y no tuvo hijos, el día que se enteró de que su cuñada estaba embarazada de mí y que el médico le había recetado reposo absoluto, se vino a Madrid para ayudar en la casa, porque mi madre no podía levantarse de la cama, y allí se quedó hasta que yo cumplí los seis meses, cuando regresó a Alicante. Desde entonces siempre pasaba las Navidades -y también gran parte del año- en nuestra casa. Y los veranos y las Semanas Santas también se iba con nosotros a Santa Pola.

Reme ha cogido el primer avión en cuanto le han dado la noticia y se va a quedar en casa de Asun. La he visto tan abatida que para intentar quitarle hierro a la situación he sacado en la conversación el tema de moda: la boda del Príncipe. Y antes de que me diera tiempo a hacer bromas, se me ha echado a llorar.

– Qué Príncipe ni qué niño muerto… -ha dicho entre hipidos y llevándose el pañuelo a los ojos-. ¿Te crees que a mí me importa algo que se case o se deje de casar? Y a tu madre menos aún… La pobre… ¡si tu abuelo, de puro republicano, le cambió hasta la fecha de nacimiento!

Y así me entero, justamente hoy, de que mi madre en realidad había nacido un 13 de abril, no un 14, como yo siempre había creído, y de que mi abuelo mintió intencionadamente cuando la inscribió en el Registro Civil para que la fecha coincidiera con la de la instauración de la Segunda República.

– ¿Y por qué nunca me lo habías dicho?

– Hija, porque era un secreto -inspira profundamente, como para calmarse. Más relajada, prosigue-: Como comprenderás, en tiempos de Franco mejor no decirlo. Bastantes problemas tuvo ya la familia como para sacar esa bromita a la luz. Creo que tu propia madre no supo durante mucho tiempo lo del cambio de fecha, que su padre tampoco quería meter en líos a nadie y se estuvo callado porque de sus ideas no hablaba, porque él no fue a la guerra ni se significó nunca, y además tenía un primo hermano, o segundo, no lo sé bien, al que habían fusilado los rojos, y el padre de ese señor, del fusilado, digo, que le tenía ley a tu abuelo vete a saber por qué, porque la sangre es más espesa que el agua, supongo, y porque el cariño puede más que la política, fue quien le dio trabajo en una tienda de textiles que tenían y respondió por él. Parece ser que aquellos primos tenían un instinto familiar fortísimo o que se habían hecho favores de chicos, y lo uno por lo otro. Así que a tus abuelos no los represaliaron, gracias a Dios, porque no sé si te contaron que sin embargo a la pobre Sabina, tu tía abuela, la raparon y la purgaron con aceite de ricino, hasta en la cárcel estuvo, y aún no había cumplido los dieciséis, en Benalúa, en la prisión de mujeres que se habilitó en la Casa de Ejercicios Espirituales que tenían allí los jesuitas, o eso se decía, porque de esas cosas por entonces no se hablaba, y yo tampoco sé tanto…

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[1]Piensen un momento: mulato, muy guapo, ojos azules, músico, famosísimo. ¿Lo tienen? Ese mismo. Por motivos obvios su nombre no va a figurar en esta edición impresa, aunque sí figura en la copia privada para Amanda.