Se desabrocha un botón de la camisa y señala con la cabeza una camiseta gruesa que hay debajo.
– Aislamiento térmico -aclara.
13 de noviembre.
Sigue sin despertar. Los médicos nos han dicho que no es buena señal y que hay que hacerle un electroencefalograma.
Es un dolor estable, como su condición, que no se manifiesta ni a gritos ni a lágrimas, que se lleva por dentro sin enseñarlo por fuera, cuando el corazón se va derramando poco a poco y sin querer, como una olla rota.
14 de noviembre.
Son casi las dos de la mañana y aquí me tienes frente al ordenador, maquillada con esmero y vestida con el único traje elegante que todavía me cabe, un trapo negro de Schlesser al que suelo llamar el traje ilusión óptica, porque me hace perder tres kilos por arte de magia. Te preguntarás para qué diablos me he puesto hecha un brazo de mar si no voy a hacer otra cosa que quedarme en casa aporreando teclas. Pues bien, te explico:
20.45 h. Consuelo se presenta en casa para recogerme. Vamos a una cena, ocasión largamente esperada por mí, que me muero de ganas de salir y ver gente.
21.30 h. Mi amado retoño empieza a llorar como una magdalena. Justo cuando ya nos estábamos acabando de pintar el ojo y yo me había enfundado en mis mejores galas, lo cual no es mucho decir, porque mis mejores galas siempre son un poco desastradas, y ahora más aún: posparto y glamour son incompatibles.
Por la mañana habíamos ido al pediatra y el médico nos había dicho que tenías una infección en el oído, nada grave, que te pusiéramos unas gotas, pero que de ninguna manera cogieras frío. El listo de tu padre, sin embargo, te sacó a la calle sin gorro cuando hacía un viento de los que hielan el café.
21.35 h. Continúa la crisis de llanto inaplacable. Doy por hecho que la otitis ha empeorado. Se supone que si un bebé tiene fiebre y llora más de una hora seguida hay que llevarlo de inmediato a urgencias. Te tomo la temperatura. Tienes unas décimas.
21.45 h. Abort mission. Consuelo se va a la cena. Yo me quedo en casa, complejo de culpa obliga. Tú sigues llorando.
21.50 h. Decidimos llevarte a urgencias.
22.00 h. En el preciso y justo instante en el que salíamos los tres (padres y bebé) por la puerta (y tras el consiguiente zafarrancho de preparar bolsa de niña: pañales, biberón, cambiador, muda de repuesto, bla, bla, bla, buscar mi cartilla de la Seguridad Social, tu cartilla de vacunación y libro de familia), te callas de golpe. Me planteo entonces salir corriendo y coger un taxi a ver si llego a tiempo, pero no tengo coche y la casa donde se celebra la cena está en Aravaca. Si te pasara algo, tu padre puede avisarme al móvil, pero ¿es factible encontrar un taxi por aquellos lares?
22.10 h. Asumo que me tengo que quedar en casa con el pelo recién lavado, el ojo pintado y mis galas puestas. Recuerdo aquella frase de que la frustración fortalece el carácter. No me sirve de nada.
Te odio.
Fue llegar y besar el santo. Prácticamente desde mi llegada a NY ya me había convertido en la acompañante oficial de un hombre talentoso, guapo, rico y despampanante: el Famoso Músico Negro [2], que me gustaba como no me había gustado nadie en la vida. Apenas pisaba la habitación que había alquilado excepto para cambiarme de ropa al principio y, más tarde, ni siquiera para eso desde que el FMN me compró ropa suficiente como para no tener que tirar de la antigua. Dicen que el dinero no hace la felicidad, pero desde luego ayuda mucho una vez que alguien la ha encontrado, porque hay una diferencia abisal entre quedar con tu amor y salir al cine y a tomar dos cañas y quedar con tu amor y salir a cenar a Bouley o Le Bernardin y luego hacerte un recorrido por los mejores clubs de la ciudad en los que, por supuesto, no tienes que esperar en la inmensa cola que hay en la puerta porque basta con que inclines ligeramente la cabeza para que el portero te deje pasar, y en los que sabes que siempre puedes pedir lo que quieras, todas las copas que desees o hasta champán si te viene a la cabeza, sabiendo que no hay problemas de presupuesto, porque para eso está la Visa Platino de tu acompañante (vale, yo nunca pido champán ni insisto en que sea de verdad francés, menuda horterada, pero eso no quita que sea un alivio saber que si te apetece puedas hacerlo). Ya sabemos que el amor es amor en cualquier parte, pero reconozcamos que, cuando existe, ayuda mucho a vivirlo el disponer de un foft en Tribeca (concretamente en el mismo edificio en el que habían vivido John John Kennedy y su mujer), un pequeño paraíso urbano impoluto, inmaculado (gracias al buen oficio de una asistenta que se pasaba a limpiar cada mañana, pero a la que sólo vi una vez, porque normalmente para cuando nos levantábamos ella ya se había ido, dejando, eso sí, unas sábanas limpias y planchadas para que pudiéramos mudar la cama), como una imagen del Architectural Digest hecha realidad, y también es cierto que cuando hace un calor húmedo que se te pega en la piel ayuda mucho el que el loft disponga de aire acondicionado regulado, por cierto, por un diminuto ordenador que habla, sí, habla, y con seductora voz femenina te ruega que le indiques la iluminación deseada, temperatura ambiental adecuada y el tipo de música que te apetece escuchar en ese momento, puesto que el piso entero está controlado por semejante ingenio que a veces, a qué negarlo, acojona un poco y recuerda al HAL de 2001: Odisea en el espacio. Aquel apartamento carecía de cualquier tipo de interruptor ya que, por lo visto, y según me explicaría más tarde el FMN, la última teoría del interiorismo posmoderno consiste en eliminarlos porque éstos resultan antiestéticos y rompen con la armonía minimalista de las paredes. Claro que si el calor se hacía excesivo (es fácil en la ciudad que la temperatura rebase los cuarenta grados y poco menos que se derrita el asfalto) siempre quedaba el recurso de coger el coche y largarse a la casita a pie de playa de New Jersey, pues el amor es amor en cualquier parte y circunstancia, pero parece más amor si los enamorados pueden pasarse el fin de semana sesteando y retozando en el jardín con esporádicos chapuzones en la piscina y alguna que otra raya de coca para matar el rato.
En fin, y resumiendo: yo vivía en una nube, absolutamente fascinada, obnubilada y prendada, más todos los adjetivos terminados en -ada que se te ocurran y que quieras añadir. La lástima es que el amor exige, al menos en el primer estadio, una idealización del objeto amado, y yo dispongo de una fantasía enorme (ergo, una gran capacidad de idealizar), pero eso no me impedía advertir algunos pequeños detalles que contribuían a que el pedestal sobre el que yo misma había colocado a mi amor se tambalease bastante, resultando pues que el objeto de mis deseos se mantenía en un equilibrio ciertamente precario.
Por ejemplo, el FMN no leía. Y cuando digo que no leía es que no leía nada, ni siquiera el periódico porque de las noticias se enteraba a través de la CNN. La maravillosa casita de New Jersey tenía de todo: un bar repleto, sillas de Philippe Starck, varias litografías de Taaffe (compradas en el MOMA y colocadas allí por el diseñador de interiores, supongo, porque más tarde descubrí que el FMN ni siquiera sabía quién era Philip Taaffe), un jacuzzi redondo más grande que el dormitorio de mi apartamento en Madrid… Pero ni un solo libro. Miento: había un volumen de fotos de Chet Baker, creo. Recuerdo que una vez mencioné a Madame Bovary en una conversación (eso sí, no recuerdo a cuento de qué) y el FMN me preguntó que quién era Madame Bovary.
– ¿De verdad no sabes quién es Madame Bovary? -pregunté.