Me probé el primer traje, el rojo. Me vino a la cabeza que la primera vez que Julieta vio a Romeo ella iba vestida de rojo, ya que este color por entonces era símbolo de nobleza -porque los tintes escarlatas eran muy caros, de ahí que la púrpura fuera sólo para cardenales- y en el caso de Julieta, y por extensión, de pureza, pues se entendía que una doncella noble había de ser eso, doncella. Pues bien, evidentemente el significado del color se había devaluado notablemente durante los seis siglos transcurridos desde los tiempos de los Capuleto y los Montesco, porque la rubia que me miraba desde el espejo, enfundada en una especie de malla de enorme raja en el muslo y escote profundo, transmitía muy poca nobleza y, desde luego, pureza en absoluto. Hasta entonces yo me las había arreglado bien que mal para disimular mi delantera incluso con ropa de verano a base de combinaciones de colores fríos, escotes en uve, rayas verticales, collares largos y demás trucos de estilista aprendidos tras años y años de trabajar en una revista femenina, que con respecto a la moda algo había de pegárseme. Sin embargo, aquel traje evidenciaba como nunca la generosidad de mi fachada, y daba la impresión de que llevaba en el escote dos pelotas de voleibol que iban a salir botando de un momento a otro. De tal guisa no me reconocía en la imagen que tenía frente a mí y, por un momento, llegué a creer que no era otra cosa que una ilusión, una creación de mi imaginación que no tenía relación alguna con la realidad, conmigo, con mi cuerpo.
De este ensimismamiento me sacaron unos golpes en la puerta. Abrí y me encontré a la dependienta, que quería saber si todo iba bien y me informaba de que «el señor que me acompañaba» estaba fuera.
– Tal vez quiera usted salir para que él la vea.
¡Ah, no, faltaba más! No iba a salir vestida de puta de lujo ni para que me viese él ni para que me viese nadie. O eso pensé al principio, porque al segundo se me ocurrió que quizá el FMN encontrase el punto gracioso del disfraz y tal vez tendríamos algo de lo que reírnos el resto de la tarde. Así que salí de puntillas del probador y me presenté ante él. No hizo falta que dijera nada. Por la expresión de sus ojos, idéntica a la de un niño frente al escaparate de una pastelería, adiviné que no encontraba el traje gracioso ni fuera motivo de broma compartida.
Pues bien, acabé saliendo de Versace con cuatro bolsas de ropa que yo no había pagado y con el íntimo convencimiento de que me acababa de convertir en la puta cara del FMN, por más que me dijera que el criterio estético e indumentario no es el mismo para los americanos que para los europeos, y muy en particular para los afroamericanos y que, después de todo, las raíces son las raíces y que ya sabemos que en los climas calientes la gente adora los colores vistosos por influencia e imitación del paisaje, pese a que el paisaje que rodease al FMN no exultara de palmeras ni magnolias ni hibiscos reventones, sino de edificios de cristal y acero en toda la gama de colores fríos. Intentaba convencerme de que tampoco era para tanto, que a fin de cuentas un Versace es un Versace (por más que se tratase no de alta costura sino de pret à porter en este caso) y que seguro que mi hermana Laureta se moriría de envidia si supiera que acababa de salir de esta boutique con el equivalente al sueldo de tres meses de su (segundo) marido metido en unas bolsas. Pero Laureta no es rubia y no tiene las tetas enormes, así que seguro que el traje rojo le habría quedado de lo más fino y elegante, digno de pasarela, en lugar de darle aspecto de novia de rapero o de conejita de Playboy. Y lo peor de todo era que no habría nada de malo en parecer una conejita de Playboy si es que a una le gusta parecerlo, pero en mi caso yo no me había llevado la ropa a casa tanto porque me gustase como porque le gustaba al hombre que me la había comprado. Y aquel pequeño detalle inclinaba la balanza de tal modo que lo que podría haber sido coquetería pasaba a ser exhibicionismo, exhibicionismo no femenino sino masculino, por parte del hombre que quiere dejarles claro a todos los demás machos que se está beneficiando a una real hembra, con lo cual los trajes de Versace me recordaban, desde la bolsa, mi recién adquirida condición de objeto sexual. Y tampoco habría nada de malo en ser el objeto sexual de alguien en según y qué momentos dado que el sexo no pasa de ser un juego que requiere cierto grado de objetivación, pero es que a mí nunca se me había ocurrido ni se me ocurriría decirle al FMN cómo tenía que vestir o comentarle que quizá no le viniese del todo mal leer un poco más o averiguar quién había sido en realidad Madame Bovary. Y es que yo, ilusa de mí, daba por hecho que ese tipo de indicaciones habrían resultado insultantes, pero si resultaban insultantes viniendo de mí para con él, ¿no resultaría insultante una imposición indumentaria viniendo de él para conmigo? En fin, estaba hecha un lío y más confusa que un tratado de hermenéutica, pero el caso es que acabé poniéndome los cuatro vestidos y, además, los combiné con tres pares de zapatos de tacón de Charles Jourdan que el FMN me regaló después, y todo esto porque él me tenía fascinada, enamorada, obnubilada, prendada, más todos los adjetivos acabados en -ada que se te ocurran, y ya se sabe que cuando uno está enamorado comienza por engañarse a sí mismo antes de acabar engañando a los demás, y ¿qué mejor forma hay de engañarse a sí mismo y a los demás que llevar unas pintas de las que tu más íntimo yo se avergüenza?
Para colmo de males me encontré en NY con el problema que había intentado dejar atrás en Madrid, pero multiplicado por cinco. Ya dicen que la ciudad la llevas siempre contigo, así que qué más daba que yo hubiera cambiado una por otra si la inseguridad me la había traído en el equipaje y, con la inseguridad, mis problemas con el alcohol. Porque el FMN bebía, por supuesto, bebía mucho, y con él bebía yo. Bebíamos vodkas en los clubes en los que los porteros recibían nuestra llegada como si del Segundo Advenimiento se tratara, bebíamos vino en los restaurantes caros en los que me hacía leer la carta en francés para ver cómo sonaba, bebíamos champán, o más bien espumoso californiano, en Gotham, donde solíamos ir a tomar el brunch y a que nos viesen, bebíamos desde por la mañana hasta por la noche casi sin darnos cuenta de lo que bebíamos, y a veces pienso que quizá fuera la nube etílica en la que me movía la que me mantenía enamorada, trastornada, enganchada o como quieras llamarlo siempre y cuando termine en -ada. El caso es que a él la nube etílica parecía no afectarle en absoluto. Daba igual qué bebiera y en qué cantidades. Su ánimo permanecía imperturbable. Alas tantas, después de haber hecho el recorrido nocturno por el Lotus, el Roxy, el Spai, el Oxygen, el Twilo, el Sound Factory, el Ten's o dondequiera que aquella noche hubiéramos iluminado el local con nuestra rutilante presencia, cuando yo ya trastabillaba y hablaba con lengua de trapo y casi no me acordaba de mi nombre, él seguía igual a como se había levantado por la mañana, es decir: más bien taciturno y callado, con ese aire desengañado que arrastraba, la misma sonrisa condicional que nunca se afirmaba claramente en un rostro en el que se veía aflorar continuamente cierto cansancio, la misma gracia de movimientos propia de aquellos que han ejercitado los miembros para conseguir de ellos lo que quieren con el mínimo esfuerzo, sin participación indiscreta o torpe del resto del cuerpo, de forma que se mueven como si flotaran, sin que casi parezca que lo hagan, y es que verdaderamente el FMN cultivaba un aire ausente, como si anduviera dos metros por encima del suelo y se situara en un plano superior al del resto de los mortales, lo cual, en cierto modo, así era, puesto que se trataba de un hombre muy alto.
Al FMN, por supuesto, le conocían allá donde fuéramos. Los camareros, los porteros de los clubes, los dependientes de las tiendas, todos le dedicaban las más estudiadas sonrisas robóticas de su repertorio. Pero es que además nos agasajaban muchos otros rostros con sonrisa que no trabajaban en el sector servicios. Allá donde fuéramos siempre nos encontrábamos con alguien. Músicos, productores, periodistas, perfiles anónimos que se plantaban a nuestro lado y se enzarzaban en largas conversaciones con el FMN ignorándome a mí y dando por hecho, supongo, que una rubia tetona enfundada en un traje de Versace de los de minifalda a ras de coño estaba allí más para hacer bonito que para entrar en la conversación. Tampoco es que a mí me importara demasiado que no me hicieran ni caso mientras tuviera una copa en una mano y la otra enlazada a la de mi acompañante (que, todo hay que decirlo, siempre me tenía agarrada: no me soltaba nunca excepto para ir al baño, y me hacía sentirme tan atada a él como si me hubieran puesto unas esposas). El tema de conversación era siempre, invariablemente, el mismo: la música o, más bien, la industria de la música. Con quién estaba grabando Menganito, para qué compañía iba a firmar Perenganito, la crítica que Zutanito le había hecho a Fulanito en el Q o en el jazz Hot, la gira europea que iba a emprender Taranganito, etcétera. El FMN había grabado su último disco hacía tres años y, según decía, estaba concediéndose a sí mismo un año de descanso, pues había pasado casi cinco seguidos de gira casi ininterrumpida (paró sólo para la susodicha grabación), pero todo el mundo esperaba, y él el primero, que antes o después retomara el ritmo de trabajo, ritmo que parecía haber abandonado del todo a tenor de la vida que llevaba conmigo, dedicada a la nada más absoluta. Y era ésa otra de las cosas que me sorprendían de él, cómo me había integrado tan rápidamente en su existencia, como si no hubiera nada más en ella. Es decir, era normal que yo dispusiese de todo mi tiempo para dedicárselo, puesto que al fin y al cabo estaba de vacaciones y no conocía prácticamente a nadie en la ciudad, excepto a Sonia y a Tania, que vivían dedicadas a su trabajo, y al rumano, al que casi no había vuelto a ver desde el primer día, exceptuando dos o tres visitas relámpago al apartamento en las que le atisbé por allí. Pero al FMN se le suponían amigos, relaciones, gente a quien llamar, compromisos que atender… Pues bien, si los tenía, los aparcó, o quizá no los tenía y su año sabático era auténticamente sabático en todos los sentidos, incluido el de desatender a sus relaciones sociales, aunque bien pudiera ser cierto lo que afirma Sonia de que en Nueva York nadie tiene amigos sino acquaintances y, por lo tanto, los amigos del FMN fueran aquellos hombres que apestaban a Armani y Davidoff y con los que se tiraba horas hablando sobre cifras, ventas, giras y contratos.