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– Debió de pensar: «Esta vieja se me muere pasado mañana de todas formas, así que para qué nos vamos a gastar el dinero en pruebas.» Y entonces yo me levanté toda seria en su consulta y le dije: «Ave Caesar, morituri te salutant.» Supondría que era una vieja chocha, porque se me quedó mirando de hito en hito, como si no entendiera la broma.

– Igual lo que no entendía era latín, tía.

19 de noviembre.

Ya tienes dos meses. Ya me sigues con la mirada cuando te hablo, y sonríes cuando se te dicen cosas. Alzas la cabeza y la mantienes en alto durante unos épicos segundos cuando te colocamos boca abajo, pero no puedes sostenerla muy bien cuando te siento, y te empeñas en heroicos esfuerzos por mantenerte erguida, tanto que, cuando no lo consigues, te enfadas y berreas. Ya has aprendido a agarrar objetos: cuando te damos un minianimalito de peluche lo ases con una avaricia digna de Lady Macbeth y te lo llevas a la boca de inmediato: ¡mío! Si te emocionas mucho, pedaleas. También ríes y sonríes. A cualquiera, no sólo a tus papás, como antes. Y has desarrollado un repertorio de expresiones faciales digno de la Duse: me enfado, me sorprendo, me inquieto, me pregunto, me canso, me emociono, me aburro, me entristezco… Cuando te cambio, me dedicas unos piropos increíbles. Te ríes sin parar y me hablas en una entusiasta mezcla de gemiditos y gorjeos para contarme que te alegras mucho de haberte despertado, que te parece estupendo que te cambien el pañal y que, en resumen, estás encantada de haberte conocido.

Como contrapartida, también eres mucho más exigente que antes. No, ya no vale dejarte en el cuco así como así, porque no te gusta que te dejen sola y lo haces notar a gritos. Te enfadas muchísimo cuando no se te hace caso y reclamas atención constante. Además, ya apenas duermes de día. En estos momentos escribo porque he logrado engañarte con un móvil de animalitos, pero no sé cuánto va a durar la calma.

Me he acordado de lo que dijo aquel médico cuando habló de la resignación que nos falta en la sociedad occidental. El profesor que me envió al grupo de terapia me dijo que una de las claves de la felicidad estriba en la resistencia a la frustración, y creo que esta sociedad no sólo no nos enseña nada de esto, sino que nos condena a la frustración misma. Como te pases un rato viendo la tele u hojeando una revista de moda acabas con una depresión del quince, convencida de que nunca vas a ser lo bastante delgada, lo bastante estilosa, lo bastante rica. Lo bastante nada. Por ejemplo, el cómic de la revista para la que trabajo dice textualmente:

«Ya tenemos encima la Navidad. Bastante deprimente es la España que nos rodea como para no permitirnos soñar un poquito. Así que imagínate que:

»1) En primer lugar, adelgazas cuatro kilos gracias a tu super-dieta navideña.

»2) El fin de semana previo a la Navidad vas y ligas con un chico que lo tiene todo: guapísimo, riquísimo y conectadísimo.

»3) Tu chico te pide que te vayas a París con él.

»4) Allí os invitan a la superfiestaza de Karl Lagerfeld.

»5) Mario Testino te hace una foto.

»6) Tom Ford te pide que seas su musa. Y tu chico te pide en matrimonio. Y todo eso porque llevas un fabuloso Valentino.»

Y así se resumen, por lo visto, los sueños de las lectoras. Lectoras que pueden aspirar, como mucho, a conocer a un chico (y punto, bastante sería, porque los solteros no abundan… o sí abundan, pero los de la rama politoxicómano-psicopática), a que les inviten a una fiesta no demasiado petarda y a que les quepa la petite robe noire de Zara después del atracón que se van a pegar en Nochebuena para compensar el estrés de las compras navideñas.

O peor: yo, que me voy a pasar la Navidad en un hospital si no la paso de velatorio. Y los millones de niños que no van a tener ningún tipo de fiesta.

Por cierto: ¿quién coño es Mario Testino?

Pero hablaba de la resistencia a la frustración porque esta mañana he salido a pasearte en el carrito y me he encontrado con una vecina a la que ni siquiera conocía. No me extraña que la gente se enganche al «Gran Hermano»: si vivimos en semejante sociedad alienada como para llevar tres años viviendo en un edificio y no haber visto nunca siquiera a la vecina del sexto, ¿cómo no nos vamos a enganchar a una comunidad virtual que promete un sucedáneo de intimidad y comadreo? En fin, la señora, que hasta hoy había ignorado mi existencia y ni me había dirigido la palabra cuando nos habíamos cruzado por la calle (yo ya me había fijado en ella, pues me llamaba la atención el abrigo de piel, un poco ajado pero no sintético, visón auténtico, algo que casi nunca se ve en este barrio), hasta el punto de que ni siquiera sabía que vivía en mi edificio (ella sí, sí lo sabía, se sabe mi vida y milagros, según he deducido de la conversación), y se ha embobado mirándote. Tu presencia me legitima: ya no soy la chica de vida dudosa y mala fama mediática, ahora me he convertido en toda una madre de familia, lo que me supone el honor de tener acceso a su conversación. Y me cuenta que tiene dos hijas, y que las dos han nacido por fecundación in vitro. La primera después de siete, ¡siete! intentos fallidos, a 4 200 euros cada uno, que son ¡29 400 euros!, o sea, cinco millones de pesetas de las de entonces. La segunda llegó después de tres. Pero añádele a este dinero los muchos costes varios de clínicas y médicos y análisis y pruebas y no te costará deducir que los felices padres se han endeudado hasta las cejas. Por las niñas, nada de vacaciones, coche de segunda mano, adiós salidas a cenar… Se han empeñado en unos créditos «que terminarán de pagar mis hijas», me dijo.

– ¿Y por qué no adoptaste? -le pregunté yo (se me quedó en la punta de la lengua la frase que ya me borboteaba entre los labios: empeñar el visón).

– No, nada de eso, no es lo mismo. Yo quería sangre de mi sangre, tú ya me entiendes.

Pues no, no lo entiendo. Incluso me dan pena esas niñas que ya nacen endeudadas por su propio nacimiento, como una reinterpretación moderna del Pecado Original. Esas niñas que no se podrán permitir ser rebeldes, o vagas, o simplemente tontas porque sus padres han invertido tanto en ellas como para que no vayan a aceptar tan alegremente que les decepcionen. No sé por qué, pero imagino a dos veinteañeras neuróticas que ni siquiera podrán tener el consuelo de ir al psiquiatra porque bastante gasto tendrán con los plazos de universidad y los pagos del crédito que permitió que nacieran. Y me acuerdo de aquella frase típica de las disputas que viví en su día entre madre e hija adolescente, la respuesta a aquello que me solía decir la misma mujer que ahora duerme enganchada a tubos y máquinas en una cama de hospital, aquello que decía de me debes un respeto porque te traje al mundo: yo nunca te pedí nacer.

Pues bien, esas niñas nunca pidieron nacer. Tú tampoco. Pero me parece que a ti te va a tocar pagar menos por el dudoso privilegio de haber llegado a esta tierra sin sentido.

Pienso en la tía Reme, que nunca tuvo hijos. Mi madre aseguraba que había sufrido mucho por eso. Y si sufrió, nunca lo exteriorizó. Ni una sola palabra al respecto, ni una sola queja o reproche a su marido. Desde luego, se notaba que los niños le gustaban porque siempre fue cariñosísima con nosotros y nos colmaba de besos y regalos. Recuerdo cuando, hace unos años, cruzamos a la perra de mi madre, una teckel de pelo largo, greñuda como una fregona, a la que llamábamos Puxa-pulga-, aunque en realidad se llamaba Sandra von Lehrschen Forst y no sé cuántos apellidos más, pues vino con unos papeles que así lo atestiguaban y que decían que era hija de campeones. Esta perra había sido el costoso regalo de Navidad para los niños que yo cuidaba por entonces, y los padres se gastaron una auténtica pasta en el regalito. Pero en cuanto la madre cayó en la cuenta de que el monísimo cachorro se hacía pis en las alfombras persas y mordisqueaba los cojines de los sofás de cuero del saloncito ideal, me ofreció quedármelo, digna y encastillada en su orgullosa antipatía, como si me estuviera haciendo el favor de su vida, una oferta hecha en el mismo tono de aburrido menosprecio que siempre usaba para dirigirse a mí, esa chiquilla vulgar que formaba parte del servicio. Y no acepté el perro porque fuera caro, me lo llevé porque me daba mucha pena y con la idea de buscarle una casa. Al final no hubo ni que buscarla, porque mi madre se encariñó inmediatamente con la cachorrita y se la quedó. Y con el tiempo la perra nos salió bien cara porque, como suele suceder en estos casos, para conseguir su pedigrí de generaciones el criador había cruzado a padres con hijos y a hijos con hermanos, y el resultado había sido un animal muy cariñoso, pero más delicado que un Borbón y que estaba siempre enfermo. Cuando por estricta recomendación veterinaria, para evitar un posible cáncer de mama, cruzamos a la perra, fue con otro hijo de campeón, un novio de buenísima familia que le buscó el de la clínica. Yo habría querido un pretendiente más golfo, sin tanto apellido, para que nos salieran unos cachorros fuertes, pero mi madre dijo que los cachorros nobles eran más fáciles de colocar y que ella no quería verse, de la noche a la mañana, con cinco perritos a los que nadie quisiera. Así que nos vimos con cuatro chuchos von no sé cuantos por los que nos ofrecían varios billetes de los azules. Cuando quisimos regalarle uno a la tía Reme nos dijo que no quería un cachorro, porque de lo contrario en el barrio iban a murmurar, dirían que se había buscado un perrito faldero sólo porque no podía tener hijos. Fue la única vez que le oí mencionar el tema. Y una de las muy pocas en toda su vida en la que detecté en su voz un poso de amargura.