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A la primera niña la llamó, como era menester, Asunción. Cuando se quedó embarazada de mí (cuarta gestación) el peligro se disparó, dado que a la cardiopatía se sumaba la edad de mi madre, dos factores de riesgo combinados. Se pasó todo mi embarazo en la cama, rezando entre susurros y manoseando una estampita de la Virgen. Y es por eso que yo me llamo Eva Asunción (agárrate), aunque no sea normal que dos hermanas compartan el mismo nombre. Y cuando escribo esto me doy cuenta de que ninguno de mis dos nombres es sólo mío, que desde la misma cuna mi identidad descansaba en un préstamo.

Seguro que en Madrid debe de haber más de una y de dos iglesias dedicadas a la Virgen de la Asunción. Me estoy pensando si localizarlas e ir a hacer un rosario, pero yo no tengo fe. Ni tampoco la más remota idea de cómo se reza un rosario.

Le he preguntado a Caridad por qué no se desespera con un trabajo como éste, si no le entran ganas de tirar la toalla a veces. Dice que no, que para ella es muy satisfactorio. Por lo visto al principio trabajaba en la UVI de neonatos y allí sí que no se vio capaz. Tuvo que pedir el traslado porque cada vez que un bebé no sobrevivía ella se pasaba días llorando.

– Pero es muy distinto tratar con adultos. Si alguno fallece lo sientes, por supuesto, pero es más fácil de aceptar. Te dices lo que suelen decir las abuelas, que le ha llegado la hora. Pero es difícil de entender que le llegue la hora a un bebé, porque su vida se cuenta precisamente en horas y a veces no llegan ni al día. Además, aquí sobreviven más de los que fallecen, y cada uno de los que sobrevive me lo tomo como un triunfo personal. Es un trabajo bonito, de verdad, aunque no lo parezca. Claro que tiene sus días malos, pero cuando se muere alguien que lo lleva escrito desde que lo ingresan entonces lo asumes desde el principio. Sin embargo el otro día, por ejemplo, me enteré de que se había muerto un señor que había estado aquí dos meses y que nos había costado muchísimo sacar adelante. Pues se murió en planta de la manera más tonta, se ahogó con un moco, ya ves. Y como en planta van tan cortos de personal, no había ningún enfermero alrededor que se diera cuenta a tiempo. Mira, esa muerte fue de las que me dolió.

Me da vergüenza reconocer que, por mí, hubiera caído tan bajo como para llamar al FMN sólo porque no tenía manera de pagarme un médico, es decir, que habría renunciado con la mayor tranquilidad a todo lo que se entiende por principios, orgullo y dignidad. Me habría encantado escribirte que me comí aquella hepatitis -que luego resultó no serlo- yo sola, consumida en el futón de aquel apartamento en el Bronx, que habría preferido morirme a volver a llamar a aquel miserable que se había atrevido a abofetearme en pleno Mercado de la Carne (y nunca mejor dicho), pero no me queda más remedio que ser fiel a la verdad y confesar que si no le llamé hecha un mar de lágrimas explicándole que no había respondido a sus llamadas porque estaba enferma y que no sabía lo que me pasaba y casi no me podía mover, fue porque a Sonia se le ocurrió llamar a Tania, y resulta que Tania sí que tenía seguro médico por cuenta de la universidad para la que trabajaba, y que bastaba con que yo me presentara en el médico y diera el nombre de Tania, su número de la Seguridad Social y el número del departamento de Stony Brook para que su seguro cubriera la visita médica, porque Tania aseguraría que yo era ella, o que ella era yo, o sea, que la visita la había hecho Tania Fernández. Y además, ya puestos, se empeñó en que me fuera al Monte Sinaí, o sea, al hospital más pijo de Nueva York, que casualmente estaba al lado de la casa de Sonia, donde trabajaba una doctora muy amiga suya (lesbiana, por supuesto), una WASP de lo más uptight neoyorquino que hablaba con un extraño acento británico porque había estudiado en Bristol, según me explicó, que sabía perfectamente lo de la suplantación de identidades, que fue amabilísima conmigo y que se encargó de que me trataran como a una reina y me hicieran todo tipo de pruebas y análisis de sangre, de orina y hasta de saliva, lo juro.

Me tuvieron esperando tranquilamente acomodada en una cama de una habitación de lo más agradable (habitación que casi no disfruté porque me pasé el rato dormida) hasta que trajeron los resultados de las pruebas, y entonces me recibió la encantadora médica (que trataba también, según me enteré más tarde, a toda la plana de músicos de NY y que estaba especializada en endocrinología y nutrición), que interpretó conmigo los resultados.

– Por los resultados obtenidos en las pruebas te puedo afirmar categóricamente que no tienes hepatitis ni mononucleosis. Normalmente no obtendríamos resultados de mono con tanta rapidez, pero en este hospital contamos con nuestro propio laboratorio y, dada la importancia del caso… -(En realidad yo no creía que el caso tuviera tanta importancia como para apremiar al laboratorio, pero me abstuve de manifestarlo)-. Tampoco estás embarazada. Ya sé que no habías contemplado esa posibilidad -añadió, supongo que al advertir mi cara de pasmo- pero, como profesionales, debíamos descartarla. Aparece una ligera anemia que podría justificar cierto cansancio, pero difícilmente se podría afirmar que una persona no pueda siquiera levantarse de la cama por culpa de una leve deficiencia de hierro. En fin, podemos hacer más análisis, por supuesto, pero primero me gustaría hacerte unas cuantas preguntas, si no tienes inconveniente.

– No, ninguno.

– ¿Has sufrido algún shock emocional o algún acontecimiento traumático recientemente?

Dudé antes de responder. ¿Que un negro de metro noventa te abofetee en plena calle puede considerarse shock emocional o acontecimiento traumático?

– No, ninguno.

– ¿Consumes drogas?

– No -mentía-. Sí… pero muy esporádicamente.

– ¿Qué tipo de drogas?

– ¿Se refiere a las legales o a las ilegales? Bueno, no fumo. Sí tomo café, bebo alcohol y de vez en cuando me meto alguna que otra raya.

– Cuando dices que bebes alcohol, ¿de qué cantidades estamos hablando? ¿Bebes a diario, por ejemplo?

– No siempre, aunque últimamente la verdad es que he estado bebiendo mucho…