«Hoy me he levantado con una náusea pegajosa en el estómago, como si me hubiera comido un kilo de toffees. Además, me dolía cada hueso de mi cuerpo. Cuando de alguna manera he conseguido arrastrarme hasta el cuarto de baño me he encontrado en el espejo con una réplica de mi persona a la que por poco no reconozco, porque no me acordaba de que las tetas me llegan hasta el ombligo. Y la verdad, no sé cómo había podido olvidarme, porque me duelen tanto que se me hace imposible obviarlas. En fin… ¡qué bonito es estar embarazada!»
Y es que, lejos del éxtasis sublime y la sensación de plena realización que se suponía que yo debía experimentar, llevaba cuatro meses más que largos viviendo lo que parecía ser la gripe más persistente de mi vida, un malestar físico constante, no lo suficientemente grave para que tuviera que guardar cama pero sí lo bastante insidioso como para que cualquier actividad física o mental me resultase una tortura, no digamos ya la promoción de un libro por los pueblos de España con sus correspondientes sesiones de entrevistas y firmas. Y, para colmo, todo el mundo, lectoras incluidas, empeñados en que escribiera sobre el bonito estado en el que me encontraba. Lo dicho: «buena esperanza» le llaman. Esperanza de que aquello acabara de una vez.
Cuando terminamos con las sesiones de firmas, y aprovechando que en el día de Sant Jordi los libros se venden con descuento, me compré, en la misma librería en cuya caseta había firmado el libro para Nuria la princesa, una especie de diario-ensayo cuya lectura me había recomendado fervientemente Elena: Tiempo de espera, de Carme Riera. Lo leí -o más bien lo devoré- en menos de una hora y, cuando lo cerré, me quedé con la sensación de que un abismo se abría entre la percepción del embarazo según la Riera y la realidad que yo estaba viviendo. En aquellas páginas -maravillosamente escritas, por cierto- se describía una especie de remanso idílico de días huecos y redondos, una paz derivada de la conexión mística entre la madre y el bebé. Nada que ver con lo mío: yo me sentía como la teniente Ripley teniendo que manejar una nave en la que se había colado un alien, con la diferencia de que no contaba ni con el valor ni con la resistencia física de la heroína galáctica. Además, ¿acaso nunca había vomitado la Riera, no se había mareado, no se cansaba, no le dolían todos y cada uno de los huesos?
Pensaba yo que quizá mi malestar físico no fuera otra cosa que una manifestación psicosomática: en realidad no quería tener un bebé, así que mi cuerpo estaba haciendo todo lo posible por rechazarlo. ¿No sería que ella era una mujer de una pieza, estable y serena, y yo poco más que una niñata inmadura e histérica? Acabé por escribir a la autora y le dije algo así como: «Me ha encantado tu libro, pero lo que describes no se parece en nada a mi vivencia del embarazo…» Ella me respondió a vuelta de e-mail, amabilísima, y vino a decirme que sí, que claro que había vomitado durante el embarazo y que lo había pasado tan mal como cualquiera, pero que, como el libro estaba destinado a su hija, quiso insistir en la parte más amable del proceso para que la niña pensara que ella había nacido como resultado de un acto de amor y no de una simple crisis de vómitos.
Yo no te quiero vender la moto de que el embarazo es un proceso maravilloso. De paso, tampoco quiero convencerte de que te ha tocado una madre estupenda ni pretendo que de mayor me idealices a base de ocultarte lo peor de mí. Mujer, no es que te lo vaya a contar todo, todo, pero uno de los problemas de ser despistada es el de que a los distraídos no sólo se nos da mal mentir, sino también economizar con la verdad, tú ya me entiendes, porque antes o después me olvido de que había algo que no debía decir y siempre acabo por meter la pata. Es decir, por ejemplo, que a qué vendría escribir aquí que nunca jamás dudé que quisiera tenerte o que el embarazo fue un estado pleno y dichoso de gozosa espera, si me conozco y sé que cualquier día, dentro de unos años, te acabaría contando la verdad a poco que tú me preguntaras. Espero que entiendas que yo no soy más que el vehículo que la Providencia o Dios o la Diosa o el Uno o el Todo o el Orden Cósmico o como quieras llamarlo puso a tu disposición para que tú vinieras al mundo, y que nunca tienes que esperar el tener una madre perfecta, porque yo no lo soy, ni de lejos.
De todas formas, me viene a la cabeza una frase que alguna señora con hijos me dijo una vez refiriéndose a la educación de los suyos: «Los niños aprenden más de lo que no se les dice que de lo que se les dice», con lo que quería decir que cuando les mientes, acaban por darse cuenta y la verdad que pretendía ocultárseles se les queda mucho más grabada que cualquier mentira que se les hubiera dicho. Algo parecido a lo que leí sobre niños con orejas de soplillo: si sus padres se empeñan en ocultar el defecto dejándoles crecer el pelo, los niños entienden que sus orejas son algo que hay que esconder a toda costa, algo repugnante, obsceno, y acaban mucho más acomplejados que si mamá les hubiera cortado el pelo al rape o peinado o con coletitas. La verdad es esquiva, juega al escondite, se repliega si la buscas, aparece cuando menos te lo esperas, y si intentas ignorarla se planta firme ante ti, agitando los brazos.
Te vengo a contar lo de los libros sobre embarazo porque este tema me tuvo muy interesada durante nueve meses. ¿Por qué, me preguntaba yo, si los dos acontecimientos límite en la vida del ser humano son, lógicamente, el nacimiento y la muerte, la una está tan tratada en la literatura mientras que el otro prácticamente no está descrito? Apenas hay descripciones de partos ni embarazos en los clásicos, omisión no tan sorprendente si se tiene en cuenta que el noventa y nueve por ciento de la literatura universal está escrita por hombres, y por eso queda constancia de los modelos exactos de botines que calzaba la Bovary (hasta Vargas Llosa tiene un estudio sobre el particular) y de sus desvelos para encontrar unas cortinas elegantes que le dieran un toque de distinción a su saloncito, pero nada se cuenta de esos largos nueve meses que pasó embarazada ni de las doce horas de parto que atravesó (si es que no fueron más) ni del mes de puerperio que debió pasar en la cama (como cualquier otra burguesita decimonónica). No recuerdo ningún párrafo que detallara sus vómitos matinales o sus problemas con el corsé cuando el pecho empezó a crecerle y la cintura a ensancharse. Es más, Emma tiene una niña, se la enchufa a la nodriza de turno y prácticamente nada más volvemos a saber de la pobre Berthe hasta que su madre se muere. Y vale, la Karenina se pasa el libro diciendo lo mucho que quiere a su niño pero, entre tú y yo, leyéndolo parece que quiera bastante más al teniente Vronski y, que yo recuerde, su amor por su hijo no le impide ni la frena a la hora de arrojarse al tren.
Pero es que tampoco encontré mucho más sobre embarazo o parto en la literatura moderna, porque hasta hace relativamente poco parecía que la mujer que escribía no paría y viceversa -cosa nada sorprendente teniendo en cuenta que lo que se entendía por normal era que la mujer casada renunciara a su vida en función de la de su marido; y la soltera, si era madre, lo iba a tener tan crudo como para no poder ni plantearse escribir- y por eso agradecí tanto el libro de la Riera, por muy parcial que fuese o me pareciera, porque resultó ser el único que encontré sobre el tema escrito en español que no fuera una guía de divulgación sobre los aspectos médicos del proceso.
Porque las susodichas guías tampoco tenían desperdicio: en una se decía algo así como «al cuarto mes de embarazo te podrán hacer la amniocentesis y sabrás el sexo del bebé. Ya puedes llamar a la abuela y decirle si tiene que tejer los patucos azules o rosas». O sea, tanto hablar de la educación no sexista y ya imponemos roles y colores desde antes del parto, y además ponemos a la abuela a calcetar, que la pobre señora por lo visto no tiene mejor cosa que hacer, que ya se sabe que las abuelas para eso están, que el abuelo es el que lee el periódico. En otra se explicaba la postura que la embarazada debía adoptar si tenía que agacharse para recoger algo -siempre con la espalda muy recta, en ángulo de noventa grados con el suelo- y se complementaba la información con dos ilustraciones: en la primera la señora recogía un cubo de ropa para lavar, y en la segunda un bebé, para que no dudemos de que una mujer preñada es una ama de casa y no una ejecutiva. En casi todas se hablaba del papel del padre, pero siempre en unos términos de merengue y cornucopia dignos de un pastel nupcial, y siempre recomendando a la pareja de la madre que se implicara en el proceso, como si eso no se diera por hecho en pleno siglo XXI. Casi nunca se planteaba la posibilidad de que la futura madre fuera soltera, y nunca jamás de que tuviera una pareja femenina.