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¿Y por qué, Eugenia? ¿Por qué lo voy a saber yo mejor que nadie?

Y de pronto me encuentro atrapada en uno de esos cepos de amnesia que una divinidad traviesa o quizá benévola ha colocado en el túnel por el que se sale desde la infancia a la edad adulta. No sé a qué se refiere. O no quiero saberlo. No recuerdo, o no puedo, o no me da la gana. A veces prescindir del pasado es una exigencia para poder disfrutar del presente. Se trata de un olvido económico, como un sistema que adopta la vida para sacudirse la angustia y seguir su camino, un olvido que no es acción y que sin embargo resulta fructífero en su pasiva quietud, como si la mente se dejara en barbecho para poder plantar en el futuro nuevos cultivos. Y ciertos episodios se relegan al desván del olvido o tal vez a ese depósito que sólo puede visitarse en sueños, sin que se pueda llevar de regreso a la vigilia nada de lo que allí se ha hurgado.

25 de noviembre.

Decía Freud que toda persona se siente culpable ante la muerte de uno de sus padres, porque de pequeño siempre hemos fantaseado con que mueran. Según Freud, las niñas nos enamoramos de nuestros padres y queremos matar a nuestras madres, y según Bruno Bettelheim, las madrastras malvadas de cuentos como La Cenicienta o Blancanieves no hacen sino metaforizar la rivalidad entre madre e hija, compitiendo por el amor del padre. Es cierto que yo me siento muy culpable, culpable, por ejemplo, de desear que todo acabe de una vez. Ya he perdido la esperanza, ya entiendo que mi madre no va a sobrevivir y no le veo el sentido a alargar esta agonía innecesariamente, como se ha venido haciendo.

26 de noviembre.

El timbre del teléfono me despertó a las tres de la mañana. No hubo de sonar ni cuatro veces: el primer toque me sacó del sueño, al segundo salté de la cama y al tercero descolgué el auricular y escuché la noticia que ya sabía que me iban a dar. No quise volver a la cama, donde tu padre dormía sin haberse enterado siquiera de que el teléfono había atronado. Pensé en hacerme un café, pero no necesitaba de excitantes para mantenerme despierta si ya sabía que no dormiría en toda la noche. Empecé a pasear cocina arriba y cocina abajo, andando y desandando mis pasos como un animal enjaulado. Y por fin me calcé unas botas y me puse un abrigo sobre el pijama y bajé a la calle.

En la puerta del karaoke, Tibi hacía su turno de todas las noches, inamovible y referente como un faro. No me preguntó nada cuando me vio llegar, y me acogió en su pecho enorme y cálido, negro y narcótico como la muerte.

Ahora son las siete de la mañana. Salgo para el hospital.

3. LAS ÚNICAS FAMILIAS FELICES

Todas las familias felices se parecen entre sí, pero cada familia desdichada ofrece un carácter peculiar.

León Tolstói,

Anna Karenina

FAMILIA: La familia funciona como un sistema. Como tal, establece canales de comunicación entre sus miembros, los protege de las presiones exteriores y controla el flujo de información con el exterior, siendo su meta conservar la unidad entre los miembros y la estabilidad del sistema. Cuando hay demasiada permeabilidad el sistema se cierra y se aisla, provocando desviaciones significativas en las interacciones que se dan entre los miembros de la familia, lo cual lleva al sistema a un estado de desequilibrio, como es el caso específico de la violencia intrafamiliar.

La dinámica es lo que en su momento permite diferenciar a una familia de otra. Para definir la dinámica familiar han de tenerse en cuenta diversas variables; principalmente la relación que existe entre cada uno de los miembros de la familia, y también los lazos comunicativos, las expresiones de afecto, las pautas de crianza, los castigos y los métodos de manejo de autoridad y poder.

La familia como sistema configura las condiciones inmediatas del espacio social en el cual el individuo afronta las posibilidades reales de realizar o no lo que desea y puede hacer. Esta situación lo pone en perspectiva del tiempo, sus vivencias del pasado y del presente como posibilidades del futuro, las cuales se unen en un sentido estructurante en cada individuo, expresado en un estilo de vida.

Este sentido estructurante define las posibilidades psicológicas de la persona, que según algunos psicólogos tiene que ver con una doble dimensión de la conciencia individuo-familia: a.) La conciencia de sí mismo que distingue unos de otros; b) La conciencia de la procedencia familiar, como también de la experiencia de la pertenencia a un universo psíquico, social y espiritual.

Así propuesto, el sentido estructurante/estilo de vida hace referencia al modo en que cada uno modela o intenta modelar su propia vida, define cómo se construyen significaciones a partir de situaciones cotidianas y consecuentemente cómo cada cual decide interactuar con los otros. El sentido tiene un carácter cognoscitivo que afecta al modo en que se construyen las posibilidades de comprensión de lo vivido. El ser humano atribuye significación en el ámbito de su vida de acuerdo con los elementos de la cultura y gracias a la apropiación que de ella hace como sistema activo de personalidad.

Enciclopedia Médica y Psicológica de la Familia

Han pasado ya dos meses desde que mi madre falleciera y en esos dos meses he sido incapaz de sentarme frente al ordenador y acabar lo que empezó siendo una carta para ti, Amanda, continuó siendo una especie de diario y, sinceramente, no sé en qué acabará. He escrito sobre muchas otras cosas, he redactado innumerables artículos sobre drogas y adicciones para todo tipo de publicaciones: para revistas femeninas (Elle: «La droga no está de moda») o juveniles (Ragazza: «Cómo y por qué decir no»), para boletines de organizaciones feministas (Emakunde: «Género y drogadicción: Marginación dentro de la marginación»), para gacetas gratuitas de la Comunidad de Madrid (In Juve: «Adolescentes y drogas: Medidas útiles de prevención»), hojas universitarias (Información del Campus: «Éxtasis o ésta no: qué lleva realmente una pastilla») o semanarios de información política (Tiempo: «Droga, el negocio del siglo»)… En fin, he aceptado todos los encargos que me han ido ofreciendo, incluyendo algunos que nada tenían que ver con las drogas (un reportaje para Gentleman sobre comida y sexo, una entrevista para Marie Claire a Laia Marull, una serie de críticas de libros para la revista de Club Cultura, y no te sigo haciendo la relación porque no acabaría nunca). Y cuando empezaba a redactarlos todo fluía con facilidad, los dedos tamborileando ágiles sobre el teclado, haciendo ese ruidito familiar que con probabilidad empezará a sonarte a música conocida porque normalmente cuando trabajo tú estas cerca de mí, en tu cuna, jugando con tu sonajero o mordisqueando tu manojo de llaves de plástico, entonando extrañas cancioncitas de tu invención a gorgorito pelado. Dice la pediatra que puedo estar contenta de que chilles de esa manera, que eso significa que no eres sorda, que estás ensayando las capacidades de tu propia voz, preparándote para hablar. Dice también que eres una niña precoz, aunque eso no hacía falta que me lo dijera: ya lo sabía yo. Es cierto que a veces pensaba que todo era pasión de madre, que quizá yo te viera más lista de lo normal porque eres hija mía y que el hecho de que tú hicieras muchas más cosas de lo que los manuales de pediatría decían que estabas capacitada para hacer podía deberse a que éstos estaban anticuados o a que yo veía donde no había, que exageraba tus capacidades y tus logros llevada por el orgullo o el deseo. Hasta que una tarde bajé a la plaza de Lavapiés a pasearos al perro y a ti, y mientras el bicho corría a su bola yo me senté al sol y llegaron entonces otras dos chicas con sus niños, las dos ecuatorianas, las dos muy jóvenes, mucho más que yo según calculé a primera vista, y se sentaron a mi lado. Una traía dos críos, una niña de dos años y un rorro de seis meses, y la otra sólo uno, un bebé de cinco. Sé la edad porque las madres me lo dijeron, no porque sea fácil calcular por su aspecto la edad. Y comparé. Tú, que acababas de cumplir los cuatro meses, reías cuando yo te hacía morisquetas, agarrabas el manojo de llaves al vuelo si te lo agitaba por delante de las narices, mirabas al perro cuando te lo señalaba y lo seguías con la mirada mientras él correteaba detrás de los otros chuchos, me tirabas del pelo en cuanto tenías oportunidad y subrayabas con enfervorizados grititos cada uno de tus triunfos. Eras activa, en resumidas cuentas, y te interesabas por las cosas y te comunicabas, mientras que los otros dos bebés, mayores que tú, se limitaban a permanecer plácidamente en sus carritos, adormilados al sol como los viejos, y apenas sonreían sino muy de cuando en cuando y después de muchos esfuerzos por parte de sus madres, que tenían que recurrir al halago exagerado, a las cancioncitas entonadas con voz de pito o a las palmas palmitas.