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Hubiera querido vestirme de negro -cierto es que lo hice al principio- y después encerrarme en casa y llorar, arrastrar mi duelo como hacían las damas antiguas y no salir excepto para ir a misa. Hubiera querido que todos entendieran que no podía levantarme del lecho del dolor. Pero eso se hacía en un tiempo en el que no había ni fax ni teléfono ni recibos por pagar ni plazos de hipotecas ni oficinas postales ni insidiosos aparatitos móviles con llamadas urgentes de editoras de revistas reclamando una colaboración, un tiempo en el que durante cada mes hay que ganar el dinero que una tiene que tener dispuesto a día uno del siguiente. Pero es que además de la vida que seguía su curso, indiferente a la muerte de mi madre, había otra razón para seguir activa, y era el miedo que yo tenía a dejarme llevar por el dolor. Pensaba y pienso que si me permitía sentirlo, aunque sólo fuera un poco, se extendería enseguida como una mancha de aceite, o como un cáncer, devorador, ineludible, y antes de que pudiera darme cuenta me habría vencido y ya no sabría librarme de él.

Siempre he tenido miedo a sufrir, y he preferido por ello no sentir. Por eso nunca me he embarcado en relaciones con futuro, por eso las elegía con su fecha de caducidad ya impresa, historias con hombres egoístas o alcohólicos o narcisos o inmaduros, romances turbulentos pero nunca muy profundos en los que no llegaba a comprometerme del todo, pasiones cuyo final podía preverse desde el mismo principio, final que yo de alguna manera ya presumía al empezarlas, aunque ante nadie, ni siquiera ante mí misma, lo habría reconocido. No fue casual que tu padre fuera el único de entre todos mis amantes que no bebía y que se preocupaba de algo más que de su ombligo. Porque en algún momento decidí sentir, y abandoné por tanto el alcohol, mi anestésico de confianza, y algún óvulo que navegaba en el légamo de mis entrañas tiró de mí con tanta fuerza como para incitarme a iniciar una historia ineludible, un lazo que no se podía romper de la noche a la mañana, una apuesta que exigía un compromiso sólido y firme y que requería también de un colaborador para iniciarla, un hombre que pudiera ser padre, y un padre que no estuviera mal de la cabeza, o no del todo.

Pero aunque tenerte a ti constituyera un hito en mi vida de cobarde, la mayor apuesta que nunca acometiera, la mayor aventura que jamás emprendiera, eso no significaba que me hubiera curado, que fuese valiente de la noche a la mañana, tan sólo implicaba un propósito de enmienda, una necesidad de amar y de sentir para encontrarme viva, pero no la capacidad de asumir el dolor del corazón e integrarlo como parte de la existencia. Por eso no quería acabar esta carta, porque finalizarla significaba recordar no sólo la muerte de mi madre sino todos los dolores, profundamente enterrados en esa tierra estéril de lo que no se nombra, que su muerte exhumó. Significaba revivir antiguos rencores y afrentas nunca solucionadas. Y yo no quería tocar al cadáver desenterrado, hacerle la autopsia, analizar sus tejidos y sus fibras, observar sus órganos al microscopio, incluso si sabía que en cierto modo sería necesario, que yo no podría seguir viviendo negando por siempre lo evidente.

En el fondo todos tenemos una razón íntima, determinada, para hacer las cosas, y esta razón que nos anima acaba siendo más poderosa que el azar o su república. Te cuento, por ejemplo, que mi amiga Nenuca solía decir que ella había vivido una infancia feliz, muy feliz, y por eso nadie entendía cómo una persona que en apariencia no había vivido trauma ninguno, el mimado retoño de una familia excelentemente avenida, sufría tamaños ataques de ansiedad, angustia y abandono, y cómo era capaz de aguantar relaciones tan destructivas como la que vivía con Mirta -relación idéntica a otras igualmente dañinas que la precedieron- con tal de no estar sola, y cómo este terror a la soledad se le notaba tanto como para hacerle atraer siempre a parejas que disfrutaban poniéndose por encima de ella, pues utilizaban su natural dependencia como carta blanca para permitirse todo tipo de irrespetos, conscientes de que ella todo se lo permitiría con tal de que no cumpliesen la tantas veces repetida amenaza de dejarla. Pues bien, sucede que cuando Mirta dejó a Nenuca -por otra, por supuesto, otra que, también por supuesto, tenía más dinero y mejores contactos para conseguirle la tan preciada tarjeta de residencia-, esta última entró en una depresión gravísima y decidió visitar a una terapeuta. Y aquella doctora le ayudó a recordar lo que su mente había borrado: las muchas tardes y noches que había pasado angustiada de pequeña cuando sus padres se iban de casa, bien fuera a una cena, a un cóctel, a una recepción o un viaje de placer, dejando a la hija única al cuidado de algún miembro del servicio, gente que nunca duraba lo suficiente en la casa como para que la niña les tomara cariño o confiara en ellos o pudiera llegar a considerarlos presencias estables y, por lo tanto, garantes de seguridad. Y cómo la infancia que se presentaba tan feliz en el recuerdo no había sido en realidad otra cosa que un tiovivo de angustias, y cómo así no fue el destino o el azar el que la enredara en tantas relaciones sin sentido, sino una poderosa fuerza interna que le enganchaba siempre a mujeres volubles e impredecibles como la madre a la que tanto había amado y a la que nunca había sentido cercana, amores que estaban muy presentes un día y ausentes al siguiente, que exigían cariño incondicional pero imponían al suyo inacabables exigencias, que sólo sabían darse cuando Nenuca dejaba de ser ella misma para ser la Nenuca que ellas querían que fuera, igual que en su infancia su madre sólo la había querido cuando estaba tranquila y calladita y no se hacía notar demasiado. Y en el mismo apelativo cariñoso que había acabado por sustituir a su nombre se notaba que ella se había permitido estancarse en aquellos días, que no había sabido crecer. Porque siempre hay que volver a eso, a esa infancia que la mayor parte del tiempo nos llena el alma sin que nosotros mismos nos demos cuenta y que, sin embargo, tiene mayor importancia para nuestra felicidad que los días que vivimos ya adultos, pues ésos los vivimos siempre a través de ella, y no es sino la infancia la que asigna su pasajera grandeza a cada minuto que disfrutamos. Y yo, como Nenuca, era incapaz de apreciar algo por mi cuenta, puesto que no sabía considerarme, por lo que necesitaba siempre de un refuerzo externo para ver las cualidades de los demás. Por eso el FMN me había impresionado tanto a primera vista, y el rumano… tan poco.

Tras la visita a la médica pija del Monte Sinaí me había prometido no volver a beber. Y el futuro se me presentaba como una sentencia, al menos el futuro inmediato, ya que casi me quedaba un mes entero por pasarlo en Nueva York, porque mi billete no tenía fecha de regreso hasta el dos de septiembre. Por supuesto siempre podía empeñar los Versaces y regresar de inmediato a Madrid para asilarme en casa de Consuelo hasta que se fuera el francés, pero su casa era demasiado pequeña y, además, ¿cómo iba a soportar un vuelo transoceánico si no podía bajar sola a la calle sin ayuda, tal era la flojera que sentía? Así que decidí considerar el piso del Bronx como un retiro, una especie de retiro estival de días huecos y tranquilos en el que me dedicaría a hacer nada o casi nada. Leer y reponer fuerzas, entendiendo por fuerzas unas energías abstractas como las prometidas en la publicidad de cereales o de complejos vitamínicos o en los folletos de los gimnasios. Y acabé por instalar en mi cuarto la mesilla de noche del rumano y su lamparilla para poder leer con más tranquilidad, la mesa plegable de la cocina y una silla para poder escribir, y dos plantas del salón para animar un poco la habitación, y colgué en las ventanas unas cortinas que trajo Sonia y que había encontrado en una tienda del Soho, y me empeñé en hacer de aquella habitación desnuda un rincón agradable y acogedor.