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Mi compañero de piso se comportó desde el principio tan servicial como lo fuera aquella primera mañana de monumental resaca que pasamos juntos. Solía salir de casa muy temprano y llegaba más o menos hacia las seis de la tarde. Durante aquellas horas en las que él no estaba yo apenas notaba su ausencia puesto que, por lo general, las pasaba leyendo o dormida, o suspendida entre el sueño y la vigilia, saboreando los restos que se disolvían en la boca como caramelo, con la atención aún flotando entre dos mundos, abotargada por el aturdimiento del primer rayo de luz que entrase por la ventana y que calentara la superficie estancada de los sentidos, adormilados. Cuando llegaba era él quien preparaba la cena para los dos, y ponía también la mesa, así que yo no tenía que hacer más esfuerzo que el de recorrer los apenas diez metros que llevaban de mi cama al salón para dejarme agasajar, como si fuera una princesita de cuento. Ni siquiera tenía que hacer la compra, pues él la traía siempre en su regreso desde el laboratorio de la universidad en el que trabajaba preparando su tesis (¿vacaciones?, ni se las planteaba, no a punto de terminar el doctorado), y sólo aceptó mi contribución económica para pagar las comidas después de que yo insistiera hasta el punto del enfado. En nuestras cenas solíamos mantener largas conversaciones… Miento, yo solía mantener monólogos en los que él intercalaba alguna frase. Yo hablaba de mí, de Madrid, de Alicante, de Elche, de mi perro, de mi barrio, de mis amigas, peroraba y peroraba y él dejaba que me agitase, que me esforzase en impresionarle con mis historias mientras permanecía en la tranquilidad más absoluta, y si yo seguía hablando era porque, cada vez que me detenía, él me hacía alguna pregunta que me obligaba a continuar ¿Y en Madrid a qué hora cierran los bares? ¿Y el perro de qué raza es? ¿Quién te lo regaló? ¿Cuánto tiempo llevas viviendo en el mismo barrio?, preguntas que me intrigaban tanto más cuanto su rostro no delataba signo alguno que dejara sospechar cuál era la impresión que mi charla le causaba. Parecía verdaderamente interesado en todos los detalles de mi vida, pero no impresionado. Y sin embargo él apenas hablaba de sí mismo. A mí acababa por ponerme nerviosa, porque yo exponía allí sobre el mantel toda mi vida, o la reinterpretación de aquella que me había creado, y sólo conseguía a cambio, cuando yo hacía alguna pregunta sobre la suya, evasivas o algún monosílabo casi imperceptible de puro mascullado. Pero su frialdad, en lugar de desanimarme, me impresionaba. Me parecía como si aquel chico estuviese conteniendo su propia energía, como si se estuviera reservando para algo más importante. Y eso me motivaba, activaba algún interruptor en mi más frágil yo, ya que, como buena neurótica, siempre me ha importado mucho lo que los demás piensen de mí, ya lo he dicho. Además, tampoco tenía a nadie más con quien hablar, dado que aún no había recuperado las fuerzas y casi no podía salir a la calle, o no sin ayuda. Sí, Sonia y Tania venían a verme, pero no tanto como yo quisiera. Las dos estaban muy ocupadas con sus respectivos empleos y en el momento en que supieron que mi presunta enfermedad, si es que así se la pudiera calificar, no revestía carácter grave, se desinteresaron del asunto.

Pero poco a poco el rumano empezó a abrirse, a hablar; de su tesis, de su laboratorio, de sus experimentos… Como era casi morbosamente cauto usaba siempre medias tintas, como pensándoselo mucho, pero sus comentarios, certeramente agudos y precisos, tenían un sabor totalmente suyo. No era mucho lo que contaba ni era muy personal, pero era algo, suficiente como para que yo pensara que acabaría por encontrar en sus palabras la clave para entenderle, sobre todo porque esas palabras las hacía brotar yo con mis preguntas, imitando su propio juego, y así me sentía como una investigadora que por medio de pruebas confirmaba suposiciones, buscando ávidamente la significación de sus silencios en unos ojos que por fin me sonreían, y de esa manera, antes de que me diera cuenta, ya lo había instalado en mi espacio como si fuera otro atrezzo del mobiliario, como la mesilla o la lamparita o las plantas, algo que me hacía la vida más fácil, una distracción que poseía el verdadero secreto de hacerme el tiempo agradable justamente porque no aspiraba a ello, sino sólo a hacérmelo menos aburrido, y no sé cuándo, exactamente en qué preciso instante, dejó de ser la persona que cada tarde estaba allí, el incuestionable hecho de la vida, inevitable pero carente de interés, para pasar a ser casi el centro de mis días, algo que esperaba con ansiedad y que se me hacía tan necesario como una droga, y me encontré desplazada de mi propio yo, como si me hubieran trasladado por ensalmo a un territorio diferente; y así caí en la cuenta de cómo, por debajo de los incidentes visibles y desde la primera noche en la que dormimos juntos en el desfondado sofá de Sonia, había existido una subyacente nota callada, tan misteriosa y potente como la influencia que prepara a las hojas de los árboles para brotar cuando todavía se hiela el agua en los charcos de las aceras, y entonces advertí que volvía a estar enganchada, y me pregunté qué habría sido de aquella novia de la que ninguno de los dos había vuelto nunca a hablar.

Han pasado ya dos meses, y no sé por dónde empezar a contarte…

Quizá no debería contarte nada. Quizá debería archivar este montón de folios y olvidarlos. O quizá debería empezar por la locura que supuso ir a buscar un traje negro para tu padre, que nunca antes se había vestido de esta manera.

Teníamos apenas una hora para encontrar uno, pues habíamos quedado en que a las diez de la noche estaríamos en la que fue casa de mi madre para poder salir hacia Alicante a la mañana siguiente.

No, no es así…

Me llamaron a las tres de la mañana, eso lo sabes. Insistieron en que no apareciera en el hospital hasta el día siguiente. Me presenté allí a las nueve, en la cafetería del hospital donde estaban todos reunidos: mi padre, mis hermanos, Reme, Eugenia, más un montón de parientes, amigos y conocidos cuyos nombres y caras no me decían nada a pesar de que todos parecían saber quién era yo, y cómo había sido de pequeña, las coletitas que mi madre solía hacerme y el ceceo que no conseguí quitarme hasta casi los diez años. Me explicaron que mi padre había llegado al hospital a las siete y firmó todos los papeles que había que firmar. Pregunté si podía ver a mi madre y todos intentaron disuadirme aduciendo que debía esperar a que la arreglaran y acicalaran, que pronto la bajarían al velatorio y que entonces podría verla, pero antes no. Sin embargo yo insistí denodadamente y acabé por subir a la UVI, donde me encontré con Caridad, a quien le rogué que me permitiera ver a mi madre, o lo que de ella quedaba (consideré milagro, intervención divina, que aquella mañana estuviera allí, y que además fuera la primera enfermera con la que me topara). Caridad accedió enseguida, sin decir palabra. Ella también parecía afectada -me hubiera atrevido a decir que había rastros de lágrimas en sus ojos-, y me llevó hasta una camilla donde había una bolsa verde con una cremallera que la recorría de forma transversal. Ya había visto ese tipo de bolsas en las series de la tele -cuando el forense enseña el cadáver a la desconsolada viuda que ha de reconocerlo y que rompe a llorar acto seguido-, pero nunca había estado delante de una. Caridad abrió la cremallera y entonces vi a mi madre, o a una parte de mi madre sin mi madre, a su envoltura mortal (porque me vino a la cabeza de inmediato aquella frase de Hamlet: this mortal coil), blanca, fría, muy fría, helada, pero no rígida aún, porque pude cogerle aquella mano aterida pero todavía flexible y apretarla contra mí, y sólo en aquel instante me di cuenta de que aquello ya era irreversible, de que a partir de ese momento ya sólo me quedaría recordar cómo era el tono de su voz, de qué manera sus gestos, sus palabras o sus silencios se grababan en las retinas de la interpretación ajena y dejaban algo escrito en la involuntaria memoria de los otros, memoria a la que tendríamos que recurrir desde entonces para revivir a quien ya no estaba. Y entonces lloré. Lloré como no había llorado nunca en el hospital, como no había llorado cuando me enteré de la muerte de José Merlo, porque entonces no lloré una lágrima, sino que me fui de bares y me cogí una cogorza mayúscula que duró tres días seguidos. Lloré por el amor que le había tenido y que tantas veces se había transformado en odio cuando caía en el crisol de la impotencia. Mi impotencia ante la imposibilidad de verla feliz, sana, contenta. Mi impotencia al sentir que ella no era otra cosa que un apéndice de mi padre, alguien a quien yo no quería de ninguna manera parecerme y a quien sin embargo siempre acababa imitando en mi estúpido coleccionismo de hombres que me gritaban siempre para ponerse por encima de mí, réplicas de mi padre que yo no sabía identificar pero que sólo yo, al fin y al cabo, había elegido.