Las madres regalan la vida, Amanda, y siempre simbolizan eso para sus hijos, de forma que aquellos que no nos hemos entendido con nuestras madres interpretamos la vida como un regalo envenenado y avanzamos a trancas y barrancas porque albergamos un feroz y permanente instinto de muerte que tira de nosotros. Y a esa pulsión de muerte yo la llamé Mi Otra. Y la Otra, que había nacido del amor a mi madre, se quedaba allí, impotente frente a una bolsa verde, viendo cómo la razón de existir que la animara se reducía a eso, a un envoltorio.
Me daba vergüenza que Caridad viera las lágrimas, así que articulé como pude un «gracias» entrecortado. Recogí la estampa de la Virgen de la Asunción que aún seguía en la cabecera de la cama ya vacía, me la guardé en el bolsillo y me marché.
Bajé a la cafetería, aguanté de nuevo el chaparrón de comentarios sobre mis coletas y mi ceceo y lo mona que yo había sido de pequeñita y lo mucho que mi madre me quería y descubrí que ya habían hecho planes por mí.
Estaríamos en el velatorio por la tarde. De seis a diez.
Y a las diez yo llegaría a casa de mi padre, que se acostaría a las once. A las siete de la mañana del día siguiente nos levantaríamos para estar a punto a las ocho y emprender camino hacia Alicante.
Por supuesto mi eficientísimo hermano ya había hablado con todos los representantes de funerarias y decidido quién llevaría a mi madre desde Madrid en un coche fúnebre. Había elegido también el féretro, sobrio pero no en exceso, lo suficientemente caro como para que se notara que nos importaba. (De Tatiana o Marushka o como se llamara nada se supo, y no me atreví a preguntar, quizá no se la consideraba parte de la familia como para compartir esos momentos o quizá mi hermano ya se había deshecho de ella, agobiado ante la inminencia de chalet adosado y pareja de niños ideales que la continuidad de aquella relación parecía sugerir.) Según le oí decir más tarde, uno de los comerciales que intentaba colocarle un ataúd carísimo -de caoba con repujados, asas de bronce y un cristo yaciente con incrustaciones de oro sobre la tapa- había utilizado un argumento de venta bastante singular: «Es igualito que con el que enterraron a Franco.» Huelga añadir que nadie me preguntó mi opinión, que nadie pensó que yo tuviera una opinión sobre el féretro en el que la enterrarían, o más bien a su envoltura.
Todos esos planes a los que debía ceñirme me obligaban a organizarme para comprar un traje negro, preparar las maletas y la bolsa de tus cosas y llegar al velatorio sobre las siete, ya que a las seis me sería imposible y mi familia me había concedido magnánimamente una hora de gracia.
Y encontrar entretanto un rato para comer.
Eran las once. Si me daba prisa llegaría a casa a las doce y contaría con seis horas para hacer el equipaje y comprar la ropa, sin desperdiciar el tiempo en lágrimas y desmayos.
Oh, la sacrosanta eficiencia de la familia Agulló, herencia de nuestro recto y organizado padre, la misma que hizo que yo en su día clasificara por orden alfabético las cintas que contenían mis entrevistas y me impusiera un horario espartano de cinco horas diarias -de siete de la mañana a doce del mediodía- para escribir mi libro; la misma que consiguió que entregara el manuscrito quince días antes de la fecha de entrega señalada, para pasmo de la editora, que nunca había visto algo parecido en la historia de la edición, por mucho que yo entonces bebiera como una cosaca y me pasara borracha la mayor parte del día (pero no hay licor ni bebida espirituosa capaz de borrar una imposición que te grabaron a fuego en la cabeza de pequeña: antes morir que no terminar el trabajo a tiempo, y bien hecho); la misma que no nos deja tiempo ni para llorar a nuestra madre si hay que encargar un féretro, la misma que hizo que yo llamara a tu padre desde el taxi, sin una sola lágrima ni un trémolo en la voz, para avisarle de que debía esperarme en el portal a tal hora y tantos minutos, contigo preparada, subida al carrito, la bolsa a punto con su cambiador y su biberón y su muda de repuesto, porque teníamos que comprarle ropa negra, y es que la familia Agulló no entendería que para una ocasión tan formal como un entierro se presentara el nuero de la finada -que no era en realidad tal nuero, puesto que su unión con la hija no ha sido legitimada ni civil ni religiosamente, ni siquiera con una ceremonia en Bali- sin vestimenta formal con su chaqueta y su corbata, por mucho que no se hubiera puesto una corbata en la vida. Las formas, ya sabes, son las formas.
Llamé también a Consuelo y quedé a la misma hora en el portal para que me asesorase con la ropa. Y cuando llegué, puntual como una sentencia, allí me esperabais los tres, mi compañero, mi amiga y mi hija, dos de ellos con cara de pompa y circunstancias, la tercera feliz cual castañuela como siempre que la sacan a pasear. Y no imaginas la tortura que supuso, en una ocasión tan rara como aquélla, someterse al estrés que implica encontrar en menos de dos horas un traje, unos zapatos, una corbata y una camisa, todo oscuro, y someterse de paso al escrutinio de un dependiente que no entendía qué hacían esas dos mujeres dándole órdenes a aquel chico pasmado, evidentemente ajeno al mundo de las formas y los complementos, mucho más preocupado de la niña que le miraba desde el carrito que del corte o de la sisa. Y agradécele a la diosa o a la suerte o al azar o al Todo Cósmico el que tu padre tenga buen tipo y no fueran necesarios posteriores ajustes o retoques y pudiéramos salir de Cortefiel a la hora programada con dos trajes de chaqueta negros -uno de señora y otro de caballero-, una camisa, una corbata, un par de zapatos negros y un agujero también negro en la tarjeta de crédito de tu madre que hubo que rellenar después con el importe de cinco artículos hechos contra reloj.
Cierto es que no lloré, pero más cierto es aún que fue Consuelo (y nunca se lo agradeceré bastante) la que me tuvo que hacer las maletas porque a mí me temblaban las manos. Pero no lloré y eso es lo importante: no traicioné las consignas de los Agulló según las cuales las formas y la compostura no se pierden en familia, sobre todo en los momentos en los que se entendería que alguien pudiera perderlas, y me presenté en el velatorio a las siete y dos minutos, vestida de negro y con el pelo recogido en un moño de lo menos vistoso, como si fuera a interpretar La casa de Bernarda Alba en un teatro de provincias, arrastrando a tu padre, igualmente vestido de negro y más incómodo en su recién estrenado atuendo que un baloncestista con tacones, y contigo acicalada y repeinada, vestida de rosa como mandan los cánones, con más puntillas que un huevo frito y apestando a Nenuco a kilómetros.
Había estado en muchos velatorios antes, pero nunca en uno tan feo.
En realidad no había estado en tantos. Cinco, para ser exacta.