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Dos en Alicante, y los dos en la casa del finado, con el féretro en medio del salón rodeado de velas y flores y, en una habitación contigua dispuesta a tal efecto (quizá fuera el comedor y alguien se había llevado la mesa y dejado las sillas), unas cuantas señoras de negro que lloraban junto a una mesita y en ella una bandeja con licor y pastas mientras los señores, todos encorbatados, fumaban en el recibidor. O así es como se me aparece la escena, difuminada entre las brumas del recuerdo, alzándose ficticia desde mi contemplación desentendida, pues aquellos velatorios (uno el de mi abuelo paterno y el otro creo que el de mi abuela) los viví muy jovencita, puede que a los once o doce años. Quién sabe si al describirlos estoy regresando a salones en los que en realidad no haya estado nunca.

Los otros tres velorios los había vivido en Madrid, siempre en el tanatorio de la M-30. Uno fue el de un amigo que falleció por sobredosis, otro el de otra amiga víctima de un accidente de tráfico y el tercero el de una compañera de trabajo, directora de la colección de narrativa en la editorial para la que yo trabajé de correctora, a la que un cáncer fulminante se llevó antes de que cumpliera los cincuenta. Y de aquellas velas de tanatorio, aquellos acompañamientos urbanos, organizados y asépticos, tengo un recuerdo muy distinto.

En el tanatorio de la M-30 hay diferentes salas para cada finado, algunas más pequeñas y otras enormes, más grandes que mi propio apartamento, pero todas decoradas en los mismos tonos pastel, melocotón para las paredes, si no recuerdo mal, y rosa palo para la moqueta, con una iluminación indirecta a tono con la calidez del papel pintado y unos sillones mullidos y confortables, de tal forma que aquello parece un salón recién copiado del Elle Decoración. Cada sala dispone de una pequeña habitación adjunta en la que reposa el féretro, de forma que al velado se le puede ver a través de un cristal, sin tocarlo, eso sí, para que nadie advierta que está frío y rígido y así pueda mantenerse la ilusión de que simplemente duerme. Recuerdo que había incluso un libro de visitas a la entrada en el que cada cual escribía su último mensaje y me queda en la memoria un extraño perfume, como de señora mayor, que definía el ambiente. Creo que el aroma es igual en la memoria al que era en realidad y tiene, perennemente presente, si se levantase de donde finge que duerme, el mismo poso decadente, la misma nota almibarada, pues todo tenía un aire tan civilizado, tan elegante, que una esperaba ver aparecer en cualquier momento a camareros paseando entre los invitados con una bandeja de Ferrero Rocher.

Los velatorios de hospital, sin embargo, como el de mi madre, no tienen libro de visitas ni colores pastel ni sillones mullidos. Tienen una sala común con sillas de plástico duro, una máquina expendedora de Coca-Colas que ya ni funciona y un suelo helado y no muy limpio de loseta barata. Y después una serie de habitaciones individuales que dan a un pasillo común, tan pequeñas como para que prácticamente sólo quepa el féretro (una de las coronas de mi madre, la que habían enviado desde La Estrella, la compañía de seguros en la que trabaja mi hermano, era demasiado grande y por poco no cabe, hubo casi que encajarla contra el ataúd), minihabitáculos que casi parecen armarios y que no disponen de cristal que separe al muerto de los vivos, sin mampara que distancie a un cadáver tangible y obvio que visto de cerca parece una estatua de cera, porque allí, a diferencia del tanatorio, no hay lugar para la ilusión y el sueño.

Nadie lloraba, nadie. Mi padre, grave y circunspecto, iba saludando con exquisita corrección a aquellos que llegaban a presentarle sus últimos respetos a mi madre, o a su envoltura, los mismos que no supe reconocer por la mañana y alguno más, todos con el mismo comentario a flor de labios, que qué desgracia tan grande y qué excelente mujer era, y cuando se dirigían a mí venga a decir qué guapa eras tú (que lo eres) y cómo te parecías a mí (no te pareces, te pareces a tu padre en versión sensiblemente mejorada), y de nuevo a sacar a colación las coletitas y el ceceo, supongo que porque era mejor hablar de mi infancia que de mi presente de madre soltera y de presunta cocainómana liada con un actor casado, pues las últimas noticias que tuvieron de mí se remontaban al escándalo Cita. La tía Reme estaba sentada en una esquina, con un aire bastante abatido pero sin soltar una lágrima, mientras mis hermanas, en la otra, hacían causa común con la tía Eugenia, venga a hablar de historias de Alicante que sucedieron antes de que yo naciera, anécdotas que todo el mundo parecía conocer menos una servidora. Mi hermano, de pie, le relataba a quien quisiera escucharlo la historia de la difícil elección del féretro y de cómo hubo de regatear entre varias empresas funerarias para conseguir la mejor relación calidad-precio. Me sorprendió enterarme de que estas empresas de pompas fúnebres tienen varios comerciales que se pasan el día en el hospital y a quienes los propios médicos ponen en contacto con los familiares de los pacientes fallecidos. Y me quedé con un detalle que no sé si calificar como sórdido, esperpéntico o netamente celtibérico: estos señores van vestidos de negro, traje y corbata de luto, el mismo disfraz que hubo de ponerse tu padre para la ocasión, con la diferencia de que ellos no lo hacen por respeto a ningún familiar (o a las formas) sino porque ése es su uniforme de trabajo y porque el negro es para ellos lo que el naranja para los butaneros, supongo. Ya sé que lo que estás leyendo suena a comedia negra de Mihura, pero te juro que no me lo invento, y para cuando leas esto ya me conocerás lo suficiente como para saber que no bromearía con algo así.

Nadie lloraba, nadie. Se me vino a la cabeza una antigua canción de Golpes Bajos que yo solía tararear cuando tenía quince años y llevaba túnicas negras y muñequeras de pinchos: Ni una sola lágrima. Y después me vino una reflexión de Canetti o de Ortega sobre la individualidad que se pierde en la masa, y es que en un grupo humano el individuo tiende a acomodar su actuación a aquélla, por imitación, pese a que sea el individuo, a solas consigo mismo, el único ser que sienta, de ahí que siempre se presuponga una cierta insinceridad en los sentimientos colectivos. Probablemente si alguien hubiera empezado a llorar (la tía Reme era la que tenía todas las papeletas), otro alguien le habría seguido (alguna de las señoras con cardado y pendientes de perla que parecían saberlo todo sobre mi ceceo), y aquello habría degenerado, como suele suceder en esas situaciones, en un duelo de plañideras a ver quién se hacía notar más. Pero no, eso hubiera ido en contra del espíritu Agulló -en público, la contención ante todo, que las emociones sólo se ventilen en privado- y bastaba con la actitud de mi padre para poner dique a aquella potencial descarga de desconsuelo. Y así nos dieron las diez tranquilamente y nos marchamos todos a cenar a casa de mi hermana que -otra vez la famosa eficiencia familiar- puso a nuestra disposición una cena fría que había dejado preparada antes de salir para el velatorio, cena que casi ni probé puesto que se componía en su mayoría de embutido (Asun siempre olvida que soy vegetariana, como olvida o ignora casi todo sobre mí) y porque tenía un nudo en el estómago, con todos los sentimientos reprimidos estrujados allí dentro como un trapo viejo. Y de ahí a casa de mi padre, a la antigua casa familiar, el piso de Madrid en el que yo viví hace tanto, desde el que partiríamos mi padre, el tuyo, tú y yo, a Alicante a la mañana siguiente.

No te diré que no pude conciliar el sueño porque sería falso. A las once nos retiramos, tu padre durmió en la que fue la habitación de Vicente y yo me metí en mi antigua cama, la misma que dejé a los veinte años cuando me marché de allí pegando un portazo después de una sonada discusión con tu abuelo, y apenas una hora más tarde estaba profundamente dormida ahogada en un sueño denso, absoluto, sin imágenes, de esos que suelen resultar del cansancio acumulado, y del que no desperté hasta las siete, cuando mi padre entornó la puerta para anunciarme que ya era la hora y descubrí, sorprendida, que no habías llorado en toda la noche.