Me gustaría poder decir que la tristeza se me había agarrado al estómago, pero mentiría. Ni siquiera sé si estaba triste, porque todo resultaba tan desconcertante y surrealista como para pensar que aquello no era sino un sueño, que antes o después volveríamos a la vida real en la que no habría habido ni muerta ni tanatorio. Y lo cierto es que para las diez ya tenía un hambre de náufraga, y no sólo yo, sino toda la familia. La tía Reme se quedó en la sala, porque se empeñó en que no podíamos dejar a mi madre sola y porque estaba enfrascada en una charla muy animada con la Mulá, y nos bajamos a la cafetería. Tu padre decidió volver hacia Alicante, con Laureta y sus niños y contigo. Entendimos que yo debía quedarme a hacer noche, o al menos parte de ella, en el velatorio.
La cafetería estaba hasta los topes y más animada que una rave en Kapital, pues allí estaban todos los que habían ido a acompañar al finado de los Paredes. Supongo que habrían empezado por los cafés, pero después ninguno había podido resistirse a la tentación de los solysombras a un euro veinte y los cubatas a dos cincuenta, con lo que más de uno y más de dos se estaban agarrando una tajada soberana aprovechando que se habían encontrado en el tanatorio con amigos a los que hacía tiempo no veían. Aquí me topé con el primo Gabi, que traía con él a Jaume y a Manolo, compañeros de correrías y aventuras en Santa Pola desde que teníamos ocho años, quienes parecían afectados de verdad por lo sucedido, porque al fin y al cabo mi madre les había hecho en aquellos veranos quién sabe cuántos bocadillos de Nocilla. Nada más vernos, los tres se dirigieron inmediatamente a la mesa donde estaba sentada mi familia a dar el pésame. Tanto mi padre como mis hermanos los recibieron con exquisita corrección (ya sabemos que los Agulló somos muy finos), y sin embargo se notaba cierta tensión en el intercambio de saludos, y es que a Vicente nunca le cayeron bien Jaume y Manolo. Lo cierto es que mi hermano estaría dispuesto a jurar a todo aquel que le escuchara que él de homófobo no tiene un pelo, pero el caso es que tampoco ha tenido un amigo gay en su vida, y ni Jaume ni Manolo van precisamente ocultando su condición. La situación no era tensa en apariencia, pero yo, que conozco bien a mi familia, entendí enseguida que lo mejor era retirarme, así que me levanté de la mesa y me fui a cenar a la barra un pincho de tortilla que compartí con mis amigos y que, a juego con el ambiente de tanatorio, parecía recién embalsamado.
Tras la cena subimos otra vez al velatorio. Allí estábamos Reme, Eugenia, mi hermano Vicente, mi padre, cuya expresión era casi tan rígida como la del cadáver que estaba velando, mis tres amigos y yo. Resultaba muy difícil iniciar una conversación de circunstancias, pero Jaume se esmeró y atacó con los tópicos de siempre, que si no somos nadie y que qué gran mujer era, como si no hablara un chico de treinta años sino una maruja de cincuenta. En algún momento mi padre intentó ser amable y recordar anécdotas de Santa Pola, cuando mi madre le limpiaba a Jaume los mocos, y me dio la impresión de que ese esfuerzo de buscar algo agradable que hiciera menos penosa la obligación de velar era una metáfora de la vida misma, que no es sino una lucha constante para intentar hacer menos duro lo que siempre lo es. Y en esto estaba pensando, cansada en lo físico y en el alma, con el cuerpo molido de vivir y la cabeza agotada ya de esa tristeza solemne que siempre habita en las reflexiones a deshora, cuando entró un señor desconocido, de unos cincuenta años, que se quedó mirando a mi madre con los ojos desmedidos y acto seguido se puso a llorar casi a gritos. Por un momento pensé si no sería el notario aquel con el que mi madre estuvo a punto de casarse en la juventud, pero luego caí en la cuenta de que si aquél era ya entonces mayor para mi madre, probablemente hacía tiempo que ya habría dejado este mundo. Sin embargo, aquel señor parecía no haber cumplido los sesenta. Miré a mi padre y, por su expresión, adiviné inmediatamente que tampoco él sabía quién era el visitante. En aquel momento el lloroso desconocido se desplomó sobre uno de los sillones de escay de la sala y casi de inmediato se puso a roncar con gruñidos tales que cualquiera habría dicho que había un cerdo suelto hozando por el tanatorio.
– ¿Y éste quién es? -susurró Jaume, aunque bien lo podía haber preguntado a gritos, porque estaba claro que a aquel señor ya no lo movía ni una grúa.
– Yo no lo conozco de nada -aseguró mi padre-. ¿Y tú, Eva? -me preguntó, como dando por hecho que si algún indeseable se personaba en el velatorio de mi madre, el susodicho sólo podía haber llegado invitado por mí.
– De nada -respondí-. No lo conozco de nada.
– Este señor apesta -apuntó la tía Eugenia.
– A alcohol, entre otras cosas -añadió Reme.
– Yo creo que venía al otro velatorio y se ha equivocado -opinó Manolo.
– No sé, chico… Me extrañaría, parecía muy afectado… -Reme siempre tan ingenua, la pobre.
– Pues ahora a ver quién lo mueve de aquí -dijo mi padre, visiblemente enfadado.
Entretanto el señor seguía bramando como una segadora mientras la voluminosa tripa subía y bajaba al ritmo de sus estrepitosos resuellos.
Manolo se acercó al señor e intentó despertarlo, al principio golpeándole ligeramente en el hombro («¿Señor…? ¡Despierte, señor!»), y al final zarandeándole sin contemplaciones, pero el tipo ni se inmutaba. Jaume sugirió avisar al amable Frankenstein que nos había recibido al llegar para que se lo llevara, pero el caso es que siempre cabía la posibilidad de que el señor fuera de verdad un pariente lejano o conocido de mi madre, y entonces no sería cuestión sacarle de allí a la fuerza. Ésa era la opinión de Reme, que no coincidía con la de mi padre, que pensaba que nadie, fuera o no pariente de la finada, podía ponerse a roncar en un velatorio así como así.
En ese momento llegó un nutrido grupo de amistades, ilicitanos todos ellos, a quienes conocíamos bien aunque tampoco fueran íntimos de la familia: Fina la verdulera, Marga la de la pescadería y Lucía Lozoya la del delicatessen, acompañados de un montón de caras que nos resultaban familiares pero a las que no sabíamos poner nombres. Venían todos ellos visiblemente achispados -o eso dedujimos de inmediato, porque ninguna persona sobria se pone a cantar La Manta al Coll i el cabasset en una ocasión así- y al minuto estaban arremolinados frente al féretro de mi madre, contemplándolo presos de lo que parecía hondo y colectivo pesar. En ese momento mi padre se levantó y anunció con determinación:
– Se acabó. Nos vamos a casa. Este velatorio se da por terminado.
– Fill meu, qué fas?, que asó no pot ser-dijo Reme en valenciano, para mi gran sorpresa porque la tía, que es de muy buena familia, siempre ha hablado en impecable castellano-. ¿No ves que no podemos dejarla aquí a la pobre?