La portada de un libro la ocupaba una pelirroja estupenda y semidesnuda con una tripa enoooooorme (de al menos ocho meses, calculé yo), con la foto cortada justo antes de la altura del pubis, para no tener que enseñarlo. Sus tetas resultaban un prodigio de desafío a las leyes de la gravedad. Nada que ver con mis ubres, desde luego, ni de lejos, pero tampoco con el pecho de ninguna de mis amigas embarazadas, que se inflaba y caía casi antes de que se hiciesen el Predictor incluso en el caso de las que habían sido más planas. Aquellas breves turgencias prácticamente adolescentes me resultaban imposibles en un cuerpo gestante… tan imposibles como que estaban retocadas con aerógrafo, como me hizo ver más tarde mi vecina Elena que, como buena diseñadora gráfica, tiene más ojo que yo para este tipo de detalles. Como también lo estaban las modelos del catálogo Prenatal de ropa interior, que tenían tripa de preñada pero muslos y senos de virgen prepúber, sin asomo de celulitis o retención de líquidos, ni flacidez o estrías. Y lo mismo digo de la mayoría de las futuras madres que aparecen en las guías médicas, que parecen fotografiadas por Hamilton (ese efecto flou tan setentón), peinadas por Rupert-te-necesito y vestidas por su peor enemiga en el más tradicional estilo entre mesa camilla y Casa de la Pradera.
Por no hablar de las revistas. Me refiero a Mi bebé y yo, Padres, Tu embarazo y demás. Sus jefes de redacción deben de pensar que existe una relación inversamente proporcional entre el aumento del estrógeno y la disminución inversa del cociente de inteligencia.
Hay una sección en este tipo de revistas en donde las presuntas lectoras escriben contando su parto y, ¡oh, sorpresa!, todas han tenido unos partos maravillosos y fantásticos, al contrario que la mayoría de mis íntimas y conocidas. Una amiga periodista se presentó en tres redacciones ofreciéndose a escribir un artículo sobre los verdaderos riesgos y consecuencias de la cesárea después de la nefasta experiencia que tuvo con la suya, que derivó en una sucesión encadenada de complicaciones posparto (gases, un punto que se soltó por coger a su bebé, una infección de la herida…) que hicieron de su puerperio una pesadilla que haría agradable, en comparación, una excursión nocturna por el bosque de la Bruja de Blair. Pero en las tres le vinieron a decir que no les gustaba la propuesta porque el tono editorial debía ser «optimista», y su artículo, a fuerza de realista, no lo era.
Eso por no hablar de lo poco coherentes que son. En la misma revista te dicen, en un artículo, que al bebé hay que darle de comer cada cuatro horas y procurar que se acostumbre a dormir solo («la opción del doctor Estevill», para entendernos), mientras que diez páginas más adelante, en otra sección diferente, defienden las virtudes del colecho y de la lactancia a demanda («la opción del doctor González»).
El problema de estas publicaciones es que son como los libros de autoayuda o las revistas femeninas: es fácil establecer una relación amor-odio con ellas, porque por un lado mantienen estereotipos sexistas y anticuados, pero por otro ¿quién más te habla de tus problemas específicos? Y una embarazada o una madre primeriza se siente siempre sola y desprotegida, y desesperadamente necesitada de información, de una mano amable que la guíe a través del misterio y la confusión de la maternidad y de su propio cuerpo. Así que, a regañadientes, acabé suscribiéndome a Padres, porque más valía tragarme tonterías que encontrarme sin saber qué hacer el día en que te diera un cólico. Y fue así, a fuerza de leer libros y revistas, como empecé a entender por qué todo el mundo me pedía que escribiera sobre la maternidad: porque hay muy poco escrito, y muy poco aceptable. Esto justifica, en cierto modo, por qué estoy sentada aquí, enredada en esta larga carta a la Amanda futura, este diario de tu vida que llevo yo por ti porque ahora tú no puedes escribirlo y de mayor tampoco podrás recordarlo, haciendo yo de tu memoria además de hacer de tu central lechera. Esta carta no es sólo para ti. Puede que también sea para Nuria, la princesa. Puede que sea para mí, para explicarme cosas que nunca entendería si no me paro a pensarlas y a escribirlas. En fin, Derrida que estás en los cielos, ¿qué querías decir cuando hablabas de la indeterminación aporética del destino de una carta?
3 de octubre.
Cuando naciste pesabas tres kilos y trescientos gramos. Diez días después ya estabas en casi cuatro kilos. Y mañana te pesaremos otra vez. Supongo que habrás engordado mucho porque, aunque sigues siendo un bebé precioso, has perdido ya el punto de belleza prerrafaelita, aquel rostro de óvalo perfecto y lánguido, la elegante delgadez que tenías en la clínica, y cada vez te pareces más a un buda de la suerte de los que venden en el chino todo a cien de la esquina, si queremos ser amables, o al Mister Proper de la tele, que ahora se llama Don Limpio, si nos ponemos un poco más puñeteros. Hasta te llamaba siempre nena pero, sin darme cuenta, he empezado a llamarte gordita.
La primera noche que pasé en la clínica contigo prácticamente no dormí, pero no porque tú lloraras, muy al contrario, dormías plácidamente y se te podía achuchar, mover, zarandear o acunar sin que nada pareciera molestarte. Sólo se sabía que dormías y que no estabas en coma o inconsciente gracias a tu respiración rítmica y a los gestitos de satisfacción que hacías cuando te tocaba. De hecho, llegué a pensar que eras sorda, o algo peor, al verte tan tranquila.
Lo dicho, no dormía no porque me hubiera tocado en gracia un bebé llorón (como resultó ser, por ejemplo, el de la habitación contigua, que berreó desconsolado toda la noche), sino porque estaba completamente fascinada contigo. Era idéntica sensación a la que sentí alguna vez siendo muy joven cuando intenté dormir al lado de una persona de la que estaba totalmente enamorada: no podía conciliar el sueño porque tenía que quedarme despierta para mirarla, presa de una sensación intransmisible que comprimía el universo y lo condensaba en un solo punto -su respiración pausada y rítmica- para hacerlo mío. Entonces empecé a cantarte todas las canciones que me sabía, desde el «barquito chiquitito» hasta Blowin'in the wind y cuando me encontré entonando emocionada aquello de no hay problema que no solucione Mayaaaaa caí en la cuenta de que estaba bajo el efecto de una droga, porque aquello era exactamente igual que ir de éxtasis. Pero no iba de éxtasis, no. Aquello era un subidón de oxitocina. Una droga de la que nadie hablaba en Enganchadas.
Yo había llegado a un acuerdo con el ginecólogo para que en tu alumbramiento no se recurriese a la oxitocina química, y así fue… antes del parto. Lo que no pude evitar es que me engancharan el gotero después de parir, cosa que no deberían haber hecho, pero entonces yo estaba demasiado cansada y sin fuerzas para protestar ante la comadrona que vino a pincharme y que insistía en que era fundamental que me inyectaran oxitocina para ayudar a que el útero se contrajera, ni mucho menos arrestos para exigirle que hablase con mi médico antes de recurrir a intervenciones protocolarias que yo no hubiera autorizado. Así que dejé que me pusieran «la vía» -como aquella señora se empeñaba en llamarla- y me quedé dormida con una aguja pinchada al brazo. Y puede que la mezcla de toda la oxitocina que yo había segregado de forma natural para poder traerte al mundo sumada a la oxitocina sintética que aquella señora me metió en el cuerpo fuera la responsable de ese sentimiento de profundo amor que me invadió después de aquella primera noche en el hospital.