– No estoy tan segura, a veces no sé si de verdad no se entera o si finge no enterarse -dije yo.
– ¿Y a ti eso no te importa? -preguntó Manolo.
– Pues no me debe de importar, supongo.
– Pero, ¿tú estás enamorada de este chico?
Éste era Jaume.
– Es el padre de mi hija. Lo de estar enamorado no es más que una ilusión pequeñoburguesa.
– Anda, vamos a dar un paseo -Gabi terminó la conversación porque sabía bien que a mí no me apetecía dar más explicaciones-, y a picar algo.
Y al fin y al cabo, qué es el amor sino una invención. No, no hablo del amor que siento por ti, ni del que sentía por mi madre, un sentimiento que se va construyendo poco a poco, contradictorio pero firme porque se asienta sobre unos cimientos muy profundos, sino de ése que causa vértigos, euforia, mareos, falta de apetito y una total necesidad de otra persona, algo así, por ejemplo, como lo que sentí yo en su día por el FMN y que era, entonces sí, una ilusión, un producto de la química cerebral y de la oxitocina, pero también de mi propia imaginación, de la que brotó un amor inventado por el que me dejé llevar, que inhalé en una respiración ansiosa y que retuve, porque pensaba que ese arrebato romántico significaba el preludio de un cambio en el que el FMN tomaría las riendas de mi destino y lo encaminaría por derroteros mucho más plenos e interesantes que los que hasta entonces hubiera conocido; la misma imaginación que proyectó, como si de una pantalla en blanco se tratase, todas mis carencias, mis frustraciones y mis necesidades por resolver y que se fueron a aplicar como un barniz sobre el objeto de mis ilusiones, ocultándome por entero al hombre que había debajo al confundirse con él, como dos figuras superpuestas que no formaran más que una. Ya lo dijo mi admirada Virginia, esa mujer capaz de consignar en sus cartas el restablecimiento de la salud de un hermano que ya había muerto: el amor es una ilusión, una historia que una construye en su mente, consciente todo el tiempo de que no es verdad, y por eso pone cuidado en no destruir la ilusión, y por eso mi pensamiento no era capaz de ver lo que de verdad hubiera debido apreciar, porque no tenía el campo libre, ya que la perspectiva de una vida fácil en Nueva York, lejos del Madrid que tenía asociado a tantas decepciones y dolores, y la admiración que yo sentía por la música de aquel hombre se plantaban allí, obstruyendo la entrada de mi conciencia, estimulando las riendas de mi imaginación y taponando los conductos de mi percepción, porque yo reaccionaba desde el pasado, desde lo que temía y de lo que huía, en un intento desesperado de modelar la forma, aún libre, de mi porvenir. Y de esa manera el FMN que yo me creé y creí, a quien, incluso antes de conocerle, yo había ido elaborando delicadamente a través de la transparente belleza de su música, el FMN imaginado (un prodigio de encanto y sensibilidad, además de un genio musical) que superpuse sobre el FMN real y tangible (un excelente músico -eso era cierto- pero también un tipo soso, cobarde y bastante inculto), resultó ser tan falso como la novia del rumano, quien por fin, en una de nuestras conversaciones en la cena, acabó por confesarme que nunca hubo tal novia. Se la había inventado, tal y como Sonia supuso desde el primer momento, y las noches de ausencia las había pasado en el laboratorio, comprobando resultados de no se qué experimentos y encadenando sueñecitos de cuando en cuando sobre una camilla.
Porque le di miedo, porque le atraje tanto como le aterré, porque aquella escena que vivió la primera mañana que se despertó a mi lado ya la había vivido muchas veces, demasiadas veces, y de ahí que supiera tan bien lo que debía hacer para ayudarme a sobrellevar una resaca que no era proporcional a lo que yo había bebido ni, evidentemente, una de tantas. Desde el principio se dio cuenta que allí había un problema, o más bien reconoció un problema con el que ya había tratado, pues no en vano había convivido muchos años con una mujer que bebía: su madre, que empezó a copear en serio después de que su padre les dejara hacía mucho tiempo, el suficiente como para que apenas le recordara, pues el señor había emigrado a Canadá y de él no sabía más que a través de pocas cartas y menos llamadas, enviadas y recibidas muy de cuando en cuando. Inmediatamente tuvo que asumir el papel de hombre de la casa, y de paso el de enfermero y asistente de su madre, que trabajaba de camarera y solía llegar tan borracha como para que su hijo tuviera que desvestirla, meterla en la cama y prepararle al día siguiente un desayuno a base de remedios anti resaca que había acabado aprendiendo de memoria. Se acostumbró a sus cambios de humor, a sus lagunas de memoria, a su desorden, a que nunca estuviera despierta cuando él se levantaba, a que no hiciera nada, ni el desayuno ni la comida ni la cena, a que contara con su hijo para hacer camas o fregar platos, labores que en su día ella había monopolizado y de las que se había ido poco a poco desentendiendo hasta olvidarlas por completo; dejó de sorprenderse al encontrar vómitos por la mañana en el cuarto de baño y aprendió a limpiarlos sin decir palabra ni quejarse; se hizo a los gritos, a las lágrimas y a las canciones, todos exagerados y todos convocados sin ningún motivo y a veces alternados en rapidísima y absurda sucesión, pues la bebida provocaba en su madre cambios de humor sinusóidicos.
A veces llegaba tan borracha que deliraba, y se ponía a insultar al padre desaparecido como si nunca se hubiese marchado y estuviese allí, delante de las mismas narices, sentado a la mesa de la cocina, o se reía con él de chanzas antiguas, privadas, remanentes de una complicidad amorosa vivida hacía muchos años y después perdida, chistes que el hijo no podía ni quería entender, bromas de aquellos años en que ella había sido guapa, antes de que el alcohol la hinchara como un sapo, le enrojeciese la nariz y le abotargase las facciones. De vez en cuando un hombre la subía a casa, arrastrando su cuerpo inerte por las escaleras, o habría que decir hombres, porque no siempre era el mismo, eran más bien individuos distintos pero muy parecidos entre sí, con la misma nariz roja e hinchada de su madre, los mismos ramales de venillas tiñéndoles las aletas, la misma lengua floja, el mismo aliento agridulce y el mismo falso aire festivo, una necesidad de risas y canciones bajo las que se detectaba fácilmente la desesperación. La mayoría se quedaban, pero algunos, al encontrarse en la casa a un niño que les miraba con ojos grandes y acusadores, se marchaban por donde habían venido después de pasarle al niño la mano por la cabeza como lo harían con un animalito doméstico extraviado. Cuando alguno se quedaba, Anton se tapaba la cabeza con la almohada para no oír los golpes del cabecero contra la pared, los chirridos de los muelles del somier y, sobre todo, unos gruñidos y resoplidos que le recordaban a los de los cerdos que había conocido de pequeño en la granja de su abuela paterna, a la que no había vuelto a ver desde que su padre se marchó. Lo peor es que él quería a su madre, y ella le hacía sentirse querido, por necesitado, y pese a que entendía que la situación era insostenible, sabía de sobra que nunca cambiaría, y sentía una nostalgia casi asesina de su primera infancia y unas ganas desesperadas de largarse lejos de allí, adonde fuera.
Mientras tanto, Rumanía se iba sumiendo en una crisis cada vez más grave, y los que podían emigraban, como había hecho su padre. Un día llegó una carta suya en donde le comunicaba que había vuelto a casarse y se había convertido, por matrimonio, en ciudadano canadiense. El país se iba a pique y el pequeño Anton se convertía en la estrella de su instituto, el chico con mejores notas en todas las asignaturas, el que se llevó el premio al mejor estudiante al acabar la secundaria. Y por eso el director, que le había tomado cariño y que conocía muy bien su situación, pues era vecino de su mismo bloque de viviendas, le sugirió que intentara estudiar fuera, que aprovechara la nueva nacionalidad del padre y, puesto que todavía era menor de edad, apelase al concepto de la reunificación familiar, consiguiera tarjeta de residencia en Canadá y obtuviera una beca de estudios allí. Mucho tiempo atrás, antes de que el padre se marchara, cuando la madre aún no bebía ni vino en las comidas, cuando los domingos eran días de pelota y de tren y de excursiones al campo a tres, aquel señor había sido muy amigo del padre, por eso se ofreció a escribirle una carta hablándole de las capacidades de su hijo para convencerle de que un cerebro como aquél no podía desaprovecharse.