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Cuando Anton le habló a su madre de la idea del profesor, ella se puso como una fiera. ¿La iba a dejar sola, a la única que se había desvivido por él, para marcharse con un señor que le había engendrado pero poco más, que no se responsabilizaba de nada, que apenas mantenía el contacto, que les había dejado a los dos tirados como una colilla? ¿Y qué iba a hacer ella sin su hijo, su único sostén emocional, su único amigo, su sola razón de vivir?

Para acabar de disuadir a Anton, llegó la larga carta del padre, respuesta a la que había recibido del director, la más larga de las nunca recibidas, tan larga que su extensión superaba a la de todas las demás cartas juntas que habían ido llegando durante aquel no menos largo decenio. Explicaba que nunca le había olvidado, que jamás había dejado de quererle, y hablaba de la responsabilidad y de la hombría, y de los deberes para con la propia sangre, y se enredaba en justificaciones sentimentales que sonaban a canción de radiofórmula, para acabar diciendo que él firmaría los papeles que hubiera que firmar y ayudaría a su hijo en lo que pudiese, pero que éste no podría vivir bajo su techo, pues se había casado con una mujer muy celosa que no quería ni oír hablar de la existencia de un amor previo y, mucho menos, de un fruto de aquel amor.

De forma que Anton asumió que no abandonaría Rumanía, que allí se quedaría al lado de su madre, y sin embargo fue curiosamente su madre la que le obligó a marchar, pues tras una larga conversación con el director se había dado cuenta de que no había otra opción, de que su hijo no podía desaprovechar la oportunidad que le ponían en bandeja cuando medio país estaba intentando a la desesperada, y muchas veces infructuosamente, salir de allí jugándose incluso el tipo y la salud, cruzando ilegalmente las fronteras, arribando en países en los que no se conocía a nadie o en donde eran rechazados. Al principio, cuando su madre se resistía a dejarle marchar, su actitud le había parecido a Anton egoísta, casi cruel y hasta odiosa. Pero su repentino consentimiento le inspiró un cariño vivísimo por renacido, y de repente sintió que ya no se quería ir. Decidió que lo mejor sería no marcharse si con ello iba a disgustarla tanto aunque, pese a todo, la misma decisión de quedarse le provocaba más deseos de escapar. Pero no de huir a Canadá, sino hacia un paraíso soleado y difuso que imaginaba en sueños, y que estaba seguro de poder encontrar el día en que fuera libre para ir a buscarlo, el día en que pudiera sentirse ajeno a los chantajes de su madre, o al fantasma de su padre.

Cuando le anunció a su madre su decisión de permanecer a su lado, ella, en lugar de alegrarse, insistió más todavía en la necesidad de su partida. Lo mejor era que se marchara, decía, porque no tendría jamás salida en aquel país devastado. Quería que se fuera y que no tuviera cuidado, que no sintiera ninguna pena por ella, al fin y al cabo su vida ya se estaba acabando y la de él casi acababa de empezar y no quería que su futuro se pareciera en absoluto al pasado que ella había vivido. A Anton, sin embargo, esa recién adquirida obligación de vivir una existencia plena, feliz, exitosa, que contrastase con la de su madre y en cierto modo la resarciera, se le antojaba una carga muy pesada, y le parecía que se desgarraría si se apartaba de ella.

Pero no se desgarró. Muy al contrario, sólo se sintió entero, persona independiente y no parte de un conjunto binario, cuando llegó a Canadá. Su madrastra era dentista y por lo tanto, según los cánones canadienses, casi millonada, y el padre se había hecho su hueco como agente inmobiliario. A los dos les sobraba el dinero y les faltaba el tiempo, así que su padre, complejo de culpa obliga, le había buscado alojamiento en Toronto, un apartamento minúsculo que se ofreció a pagar mientras hiciera falta. Anton no podía haber imaginado mejores condiciones para establecerse. ¿Qué otro muchacho de dieciséis años podía decir que vivía solo, sin obligaciones ni imposiciones paternas, sin limitaciones de entradas y salidas? Y sin apoyo, sin compañía, sin sentimiento de pertenencia, carencias que se hacían temores en la cabeza de Anton, pero que jamás mencionó a nadie, mucho menos al señor que le pagaba el alquiler y cuyo abogado se ocupó de todos los trámites, incluido el de matricularle en una High School.

Al año, cuando ya estaba certificado como ciudadano canadiense y podía alardear de un expediente tan brillante o más que el que obtuviera en su ciudad natal (pues en Canadá el nivel académico resultó ser sensiblemente inferior al rumano, sobre todo en lo que a ciencias se refería) pidió la famosa beca. La obtuvo y se marchó a estudiar biología a Kingston, donde su vida siguió caracterizada por la misma tónica que en Toronto: la soledad. El tiempo que había pasado fuera de Rumanía lo había dedicado a tres cosas: estudiar, perfeccionar su inglés y escribirle cartas diarias a su madre. No había hecho amigos en clase, y apenas podía ver a su padre más que una vez cada quince días, cuando éste le invitaba a comer en uno de los mejores restaurantes de la ciudad. De vez en cuando, en cualquiera de esos locales, su padre se cruzaba con algún conocido que les saludaba a distancia y que secretamente inspiraba la envidia de Anton. Aquellas personas participaban en la existencia de su padre, una existencia que transcurría más allá de aquel restaurante, una vida a la que Anton no tenía acceso.

Sí, el señor parecía tremendamente orgulloso de su hijo, pero no tanto como para llevarle a su casa o presentarle a los nuevos hermanos, que los había, y probablemente el hecho de saber que esa omisión no podía interpretarse más que como una canallada derivaba en un complejo de culpa que a su vez se traducía en el pago del alquiler del apartamento y en una renta mensual para su hijo, que ingresaba puntualmente cada primero de mes en una cuenta corriente que el eficiente abogado había abierto a nombre de Anton. La mitad exacta de aquella renta se la reenviaba Anton a su madre (el cambio de moneda obraba un milagro análogo al de la multiplicación de los panes y los peces y convertía aquella moderada suma en una cantidad más que respetable), y así actuaba a su vez tal y como lo hacía su padre: intentando acallar con dinero su complejo de culpa.

Anton adoptó ante la vida una actitud defensiva. Se acorazó en un castillo muy bien fortificado en cuyo centro había una torre de marfil construida con mimo a base de lecturas, estudios y cartas a su madre. Y allí habitaba solo, como un príncipe en el exilio a quien le quedara el título pero no el poder. Hubo algún intento de relación amorosa que a nada le condujo, estudiantes que se sentían atraídas por su aura de misterio y que sirvieron de medicina temporal para la soledad, chicas que no hablaban su lengua ni conocían su pasado, que ni siquiera sabrían situar en un mapa su país, amigas que compartieron alguna vez su cama pero no consiguieron sacarle de su estancamiento emocional.

Las cartas que recibía de su madre eran cada vez más animadas. Al principio, cuando Anton se marchó, entró en una crisis aguda que la sumergió de lleno en la bebida, hasta la mañana en que su vecino, el director del colegio, la encontró desmayada en la escalera con un reguero de sangre seca cruzándole la cara. Él fue quien la animó, o casi la obligó, a acudir a las reuniones del grupo de alcohólicos de la parroquia. Dejó su trabajo, pues en el bar era imposible ni plantearse abandonar la bebida, y el cura le encontró un puesto como limpiadora en un hotel. Ganaba menos y trabajaba más, pero no se pasaba el día rodeada de botellas, y el dinero no importaba tanto ahora que recibía los generosos giros de su hijo (dinero cuya procedencia real ella desconocía, pues Anton -seguro de que ella no habría aceptado jamás un dólar que viniera de su padre o, peor aún, de su nueva mujer- le había contado que tenía un empleo a tiempo parcial como camarero en un restaurante). Ahora acudía a misa cada domingo y había empezado a salir con un hombre, un viudo bastante mayor que ella al que había conocido en las reuniones parroquiales. De vez en cuando Anton la llamaba por teléfono y no sólo la encontraba más animosa y coherente, sino que incluso notaba un cambio en el color y el matiz de la voz, que había perdido ese tono ronco, ese carraspeo áspero del vodka que antaño la caracterizara. Imaginaba que en cierto modo ella había reunido fuerzas y valor para salir del agujero al encontrarse totalmente sola. Él, sin saberlo, la había reafirmado en su debilidad con su mera presencia y aquel estar siempre disponible para arreglarle la cama, para aliviarle sus resacas y para levantarla cuando caía; le había hecho creer que su papel era el de enfermero y el de ella el de enferma y que si actuaba de otra manera perdería todas esas manifestaciones de atención y cariño que su hijo le dedicaba siendo alcohólica. O tal vez eso era lo que Anton prefería creer, porque esa explicación a su mejoría -muy plausible, por otra parte- aliviaba un poco el complejo de culpa que sentía por haberla dejado sola y que los giros mensuales a Rumanía no lograban calmar, como tampoco apagaban la terrible nostalgia que a veces sentía de su calor, de su compañía. Sin embargo nunca fue a verla, ni ella jamás se lo pidió, quizá porque ambos sabían que la relación de dependencia mutua que habían mantenido no había beneficiado a ninguno, quizá porque, por mucho que se echaran de menos, ambos se sentían mejor sin el otro.