Me vino a la cabeza en aquel Mercedes, en aquel trayecto Alicante-Madrid, una bronca terrible que me montó una vez aquel novio que quería a su guitarra más que a mí y al que dejé de ver porque preferí creer lo que me habían predicho unas cartas y lo que simbolizaba una brújula que un borracho me entregó en un bar. Recordaba cómo en aquella bronca me había calificado de egocéntrica y loca. Tal y como había hecho Vicente conmigo, tal y como mi padre solía hacer con mi madre. Y pensé que cuando él me insultaba, ya sembraba sobre campo abonado, sobre todo porque trataba con una mujer sin arrestos, asustada de antemano. En fin, yo deseo, Amanda, que cuando crezcas nunca te conviertas en una idiota, en una idiota mayúscula como yo.
Después de aquella bronca con aquel novio volví a casa y me puse a beber, yo sola, chupito tras chupito de vodka hasta que me ventilé una botella entera a palo seco, sin naranja ni limón. Y cuando acabé la botella se me ocurrió la feliz idea de sacar al perro a pasear a las cinco y media de la mañana. Y así me encontré en una plaza de Lavapiés desierta, sin coches. Creo que era lunes. El silencio, en comparación con el bullicio que de día y al sol reverbera en la plaza, parecía inmutable, y daba la sensación de que el aire de la noche se había quedado paralizado. Donde quiera que miraba, el paisaje nocturno sólo me sugería la negación del movimiento, la suspensión de la continuidad. Los coches estaban aparcados, el quiosco cerrado, las persianas de los cafés bajadas, las puertas candadas, las luces de las ventanas apagadas. No había nadie en la calle, nadie, ni siquiera algún borracho que volviera de un garito o cualquiera de los camellos que se apostan en las esquinas a vender material. Todo parecía quieto como la muerte. Pero de repente empecé a notar que la plaza se movía, que el suelo se agitaba bajo mis pies y que el cielo entero giraba de costado, con las estrellas revolviéndose como la purpurina de esos pisapapeles que parecen una bola de cristal rellena de agua y falsa nieve que cae sobre un paisaje de mentira.
Cuando abrí los ojos no recordaba nada más. Cada pensamiento, cada imagen, parecía tener una existencia arbitraria, como si se hubiera cortado la conexión entre unas cosas y otras. Estaba en una cama de una sala de hospital y allí, a mi lado, estaban mis padres y mis hermanas. Luego, cuando las cosas empezaron a tomar sentido, cuando me enteré de que me había desmayado o que quizá había sufrido un ataque epiléptico, que en cualquier caso me habían encontrado tirada inconsciente en una acera, sólo pude preguntar por el perro, que se había convertido en mi única obsesión. Quería saber qué había pasado con él una vez que el mundo había retornado al ámbito de lo posible. Y fue entonces cuando mi padre me preguntó cómo podía ser tan insensible, cómo podía preocuparme tanto por un animal y tan poco por ellos, por el susto que les había dado. Recuerdo claramente que me dijo: «¿Cómo has podido hacernos esto?»
Y en aquel momento lo acepté, acepté su palabra, acepté lo malísima que era por haberle pegado a mi familia semejante susto, por emborracharme hasta quedar sin consciencia y haber estado a punto de morir de una pulmonía tras pasar varias horas al raso de la noche, hasta que el dueño de un bar me encontró cuando se disponía a abrir su establecimiento y avisó al Samur. Él fue, por cierto, quien acogió al perro hasta que yo volví a casa, dato del que me enteré más tarde, cuando a mi padre se le pasó el enfado y por fin me lo explicó.
Pero en cuanto a su reproche, a esa pregunta enmascarada de acusación que flotó en el aire todo el tiempo que estuve ingresada y que se mantuvo hasta mucho después como un abismo entre nosotros, debo decirte que, ya recuperada, tuve la tentación de replicarle a mi padre que él no era tan importante como para que yo fuera a poner en peligro mi vida sólo por fastidiarle a él la suya. Y que si tanto le importaba lo que a mí me pasaba, entonces ¿por qué nunca parecía interesarse por mi vida, por mi trabajo, por mis problemas?, ¿por qué ni siquiera había pisado una sola vez mi apartamento desde que lo compré y me endeudé hasta las cejas en una hipoteca a treinta años que había acabado por convertirse en mi pequeña tortura mensual?, ¿por qué ni siquiera se había interesado por saber cómo se llamaba el hombre con el que yo llevaba cuatro años acostándome y peleándome?, ¿por qué sólo un día antes, cuando llegué tarde a la típica comida dominical en familia, nadie preguntó si había razones para mi retraso, si me encontraba bien o mal y, en vez de ello, lo primero que hicieron fue echarme en cara a gritos mi demora?
Aquella mañana me había despertado al lado del novio guitarrista, el mismo cuyo nombre está escrito en un trozo de pergamino encerrado dentro de una botella enterrada en un descampado de la zona de Cuatro Vientos. Eché un vistazo al reloj de la mesilla y me di cuenta de que casi era la una del mediodía y, si no me apresuraba, iba a llegar tarde a la comida. Me levanté de un salto y me dirigí al cuarto de baño. El preguntó a qué venía tanta prisa y yo le contesté que tenía que comer con mis padres, mis hermanos y mis sobrinos. Me dijo que no fuera, que llamara para excusarme, y yo le respondí que aquello no podía ser. No sé por qué sigues esforzándote por complacerlos, dijo él, si al fin y al cabo nunca te hacen ni caso, si no te tienen en consideración, si ni siquiera han querido conocerme, si sólo quieren apartarte de mí… Yo interrumpí: tú tampoco has insistido en que te presentara. Es cierto, dijo él, pero nunca ha salido de ellos. Además, yo noto que nunca te llaman, y he visto la mirada despectiva que me dirigió tu hermano cuando coincidimos a la salida de aquel cine, no me hace falta más. Anda, quédate en la cama, conmigo, y vamos a tener un domingo para nosotros solos… No me quedé en la cama y eso le sacó de sí. Y lo siguiente fue acusarme de egoísta, de manipuladora. No te importo, decía, sólo me haces caso cuando te intereso y cuando ya no te hago falta me tratas como a un kleenex usado. Sí me importas, argumentaba yo. Pues, si de verdad te importo, llama a tu familia y quédate aquí conmigo. No puedo, sabes que no puedo… Y así durante diez minutos, veinte minutos, media hora, hasta que él recogió sus cosas y se marchó pegando un portazo.
Los pensamientos empezaron a aparecer en mi conciencia como relámpagos. Trataba de apresar uno, pero los que venían detrás lo empujaban y hacían imposible que me concentrase en alguno. Intentaba canalizar la corriente, pero la resistencia cedía. No sabía cuál de las dos partes tenía razón, si el hermano que había contado a la familia que el chico que me acompañaba a la salida del cine tenía pinta de drogadicto; si el padre que me dijo en su momento que sólo le presentara a un novio si estaba segura de que la cosa iba a durar toda la vida porque, de lo contrario, prefería no enterarse de mis aventuras, pero que sin embargo se mostraba amabilísimo, excesivamente amable, casi al borde del flirteo, con la sucesión de Olgas, Mashenkas, Natalias y Tatianas que acompañaban a mi hermano; o si el novio al que tanto le molestaba que comiera con la familia y no con él, el chantajista sentimental que me ponía entre la espada y la pared, obligándome a elegir entre dos lealtades que tiraban de mí con idéntica fuerza. Como era de esperar llegué tarde al restaurante, y cuando me encontré con la escena que me esperaba empecé a pensar, por vez primera, si no había elegido a aquel hombre precisamente porque se parecía mucho a las dos figuras masculinas más importantes de mi vida, mi padre y mi hermano, pese a que no compartiera rasgos físicos, ni indumentarios, ni de estilo, ni religión, modos o creencias con ellos. Sólo había en común un rasgo de su carácter muy particular: el de creer que a él le asistía siempre la razón y que los demás estábamos desposeídos de ella por principio.