Puede que hubiera una parte feliz en mi infancia, sin duda la hubo (las tardes sesteando al calor de la playa, la espuma rizada del mar caliente, la luz reverberando en las crestas de una agua limpia y turquesa que parecía jarabe de sol, un bañador de lunares y un flotador con forma de foca, las monas de Pascua, las lagartijas dormidas en el borde de la tapia, la sorpresa que una vez me tocó en el roscón de Reyes o el día en el que hice de arcángel san Gabriel en una función del colegio porque la profesora dijo que con esos ricitos rubios parecía clavadita a un ángel) y te juro que he intentado recordarla muchas veces, porque ésa era mi única forma de sobrevivir, pero el caso es que los malos recuerdos envenenan todos los demás porque, incluso cuando las cosas parecían ir bien y mis padres no se peleaban y mi padre no se encerraba en el despacho y mi madre se levantaba de la cama, yo vivía sabiendo que eso no iba a durar, que antes o después iba a haber otra bronca, y nunca me sentí protegida, ni sentí que yo sirviera para nada, ni que el mundo fuese un lugar agradable o acogedor.
Tampoco fui feliz de mayor y, si has llegado hasta aquí, no hace falta que me embarque en más explicaciones. Y justo cuando empezaba a pensar que mi vida se iba a arreglar y que las cosas se enderezarían, bum, apareció una bomba dispuesta a dinamitar los cimientos del edificio que había empezado a construir y en cuya primera planta me había instalado. Porque yo he buscado la felicidad por muchas vías y me he equivocado en todas. Ni las drogas ni el alcohol ni la escritura ni los amores apasionados proporcionan felicidad. Proporcionan ciertos momentos de exaltación, pero, en el fondo, cuando bebía o me drogaba o me ponía a escribir compulsivamente o me liaba con locos de atar sólo porque decían que me adoraban y que no podían vivir sin mí me sentía igual a como me sentía en la infancia, perdida, porque siempre subsistía la certeza de que se trataba de algo transitorio, de que antes o después bajaría el efecto del alcohol o de las drogas o se ralentizaria el rapto amoroso, o el libro se acabaría y habría que volver a enfrentarse a la cruda realidad. Pero ahora, por primera vez, siento que tengo algo estable y duradero y que incluso puede crecer e ir a más, y no puedo permitir arruinarlo.
Cualquier psiquiatra te dirá que en una familia el único que duda sobre su cordura resulta ser, paradójicamente, el miembro más lúcido. Los demás se instalan en su propia locura y viven en ella más o menos confortablemente mientras que el lúcido es quien paga el pato, pues cuando ve lo que los demás no ven y lo dice, se encuentra con un grupo compacto empeñado en convencerle de que cambie, y es que su visión pone en peligro la visión de los otros al contraponerse a ella enfrentándola a una verdad que no es mejor, ni más pura, ni más útil, ni más fiable, pero que es, eso sí, distinta. Una verdad alternativa.
Que yo recuerde, en mi infancia y adolescencia mi padre y mi madre criticaban por sistema cualquiera de mis actuaciones. Esto es algo que pasa en todas las familias, en las que la personalidad del adolescente ha de construirse por oposición a la de sus padres. Para los míos, las túnicas negras y las muñequeras de pinchos eran uniformes satánicos, mis amigas unas malas influencias y la decisión de estudiar letras puras una ventolera de tantas que sencillamente no podía entenderse. Si iba a la universidad, ¿por qué no iba a estudiar algo serio, como Empresariales, en lugar de perder tiempo y dinero en tonterías? Al final parecía que la única forma de tratar con ellos consistía en renunciar a ser yo misma, con lo cual reduje el contacto a lo imprescindible, consciente como era de las buenas cualidades de mi padre: inteligente, atractivo, socialmente respetado, encantador… (y utilizo la palabra encantador en muchos sentidos, porque es encantador como un encantador de serpientes, porque su encanto es de los que obliga a los demás a danzar al son de su música), pero también conocedor de su carácter colérico que convertía cualquier intento de acercamiento en lo más parecido a avanzar por un campo minado: una nunca sabía cómo o dónde iba a explotar la bomba.
De pequeña hubo una temporada en la que odié a mi madre con toda mi alma porque no conseguía entenderla y porque me exasperaban sus suspiros, sus enfermedades, sus cansancios y sus lágrimas, y transformé mi amor en odio en un intento desesperado, supongo, de zafarme de mi parte de responsabilidad (responsabilidad que no existía, pero eso ¿cómo iba a saberlo yo?), y la aborrecí hasta tal punto que cada vez que me preguntaban en el colegio si quería más a mi papá o a mi mamá respondía orgullosamente que a mi mamá no la quería (y lo que me sorprende ahora que lo escribo es que nadie nunca intentara decirme que aquello estaba mal, nunca). De ahí que después me resultara dificilísimo acercarme de nuevo a ella. Por eso quizá me dolió más que a nadie que se muriera, porque al dolor de la pérdida se mezclaba el de la culpa y ahora estoy pagando el no haber tenido la decencia ni los arrestos de decir que mejor me iba por mi cuenta al funeral y lloraba a mi madre a mi modo y como a mí me diera la gana, y lloraba de paso la posibilidad de una comunicación irrecuperable y que nunca se dio, y lloraba la infancia que no tuve y habría querido tener y la cantidad de cosas no dichas que se han quedado para siempre a este lado de la vida.
En cuanto a mi padre, siempre sentí que asfixiaba como una planta parásita. Porque cuando él me quería yo me odiaba. Porque para que me quisiera yo tenía que fingir que no era yo, que no creía en lo que creía, que no recordaba lo que recordaba y que aprobaba unos comportamientos que no aprobaba. Yo creí que el verdadero amor no podía exigir del otro una renuncia, no quería creer a Wilde y pensar que el amor es, por definición, un asesino. Por eso creo que cuando él decía que me quería mucho decía la verdad, pero decía su verdad, no la mía, porque la verdad está en la cabeza de cada uno, y no es un axioma inmutable y es cierto que él me ha querido, pero me ha querido cuando era una niña y por tanto una extensión de su persona sin personalidad ni autonomía propias, y me ha querido más mayor pero sólo cuando mentía y me adaptaba a lo que él quería de mí, y no llevaba, por ejemplo, a mi novio a las comidas familiares de cada dos domingos por más que Vicente blasonease (mejor dicho, pendonease) a sus Mashenkas, Tatianas, Olgas o Natalias. Me quería cuando yo me presentaba sola y además vestida como nunca me vestiría en otra parte, con el pelo recogido y un traje de chaqueta, me quería cuando me portaba bien y procuraba no preguntar mucho sobre la vida de los demás ni tampoco contar demasiado sobre la mía, no hablar demasiado de nada en general y limitarme a poner buena cara y a dar cuenta de lo que hubiera en el plato. Me quería cuando no era yo.
Me he pasado la vida persiguiendo inútilmente la aprobación familiar como el burro que avanza por un camino marcado por su dueño a base de perseguir la zanahoria al final del palo, y sólo he conseguido avanzar por un camino que yo no había decidido y no conseguir sentirme mejor ni más querida por eso.
Se me hacía muy difícil aspirar a conseguir la aprobación de mi padre, un trofeo por otra parte que se hacía más valioso a mis ojos por lo disputado: todos, menos mi madre, babeábamos tras él como perritos. La Eva real no parecía gustarle y pretendía machacarla a base de llamarla mimada, loca, desagradecida y mentirosa (mimada si no se levantaba a su hora, loca si se ponía la famosa muñequera de pinchos, desagradecida desde el primer verano que decidió no pasarlo en Santa Pola, mentirosa si afirmaba que a su hermano le faltaba un tornillo). Yo siempre supe cómo era él, y le aceptaba. Es más, le quería. Le quería mucho, demasiado incluso, pero sabía que me había embarcado en una relación de amor imposible. Y cuando vi que se repetía el mismísimo patrón con el hombre cuyo nombre está escrito en un trozo de pergamino encerrado en una botella enterrada en un descampado cerca de Cuatro Vientos, que estaba persiguiendo desesperadamente a alguien que no podría nunca devolverme lo que yo le daba, me di cuenta de que aguantaba esa relación porque seguía un esquema aprendido, porque estaba jugando a ser mi madre sin serlo, poniéndome en el lugar de la misma mujer a la que mi padre tanto decía amar, cambiando el escenario pero reinterpretando el libreto palabra por palabra en un intento desesperado e inútil de cambiarle el final.