– El doctor Wells dice que una cura de tres meses a base de Sucedáneo de Embarazo mejorará mi salud durante los tres o cuatro años próximos.
– Espero que esté en lo cierto -dijo Lenina-. Pero, Fanny, ¿de veras quieres decir que durante estos tres meses se supone que no vas a…?
– ¡Oh, no, mujer! Sólo durante una o dos semanas, y nada más. Pasaré la noche en el club, jugando al Bridge Musical. Supongo que tú sí saldrás, ¿no?
Lenina asintió con la cabeza. -¿Con quién?
– Con Henry Foster.
– ¿Otra vez? -El rostro afable, un tanto lunar, de Fanny cobró una expresión de asombro dolido y reprobador-. ¡No me digas que todavía sales con Henry Foster!
Madres y padres, hermanos y hermanas. Pero había también maridos, mujeres, amantes. Había también monogamia y romanticismo.
– Aunque probablemente ustedes ignoren lo que es todo esto -dijo Mustafá Mond.
Los estudiantes asintieron.
Familia, monogamia, romanticismo. Exclusivismo en todo, en todo una concentración del interés, una canalización del impulso y la energía.
– Cuando lo cierto es que todo el mundo pertenece a todo el mundo -concluyó el Interventor, citando el proverbio hipnopédico.
Los estudiantes volvieron a asentir, con énfasis, aprobando una afirmación que sesenta y dos mil repeticiones en la oscuridad les habían obligado a aceptar, no sólo como cierta sino como axiomático, evidente, absolutamente indiscutible.
– Bueno, al fin y al cabo -protestó Lenina- sólo hace unos cuatro meses que salgo con Henry.
– ¡Sólo cuatro meses! ¡Me gusta! Y lo que es peor -prosiguió Fanny, señalándola con un dedo acusador- es que en todo este tiempo no ha habido en tu vida nadie, excepto Henry, ¿verdad?
Lenina se sonrojó violentamente; pero sus ojos y el tono de su voz siguieron desafiando a su amiga.
– No, nadie más -contestó, casi con truculencia-. Y no veo por qué debería haber habido alguien más.
– ¡Vaya! ¡La niña no ve por qué! -repitió Fanny, como dirigiéndose a un invisible oyente situado detrás del hombro izquierdo de Lenina. Luego, cambiando bruscamente de tono, añadió-: En serio. La verdad es que creo que deberías andar con cuidado. Está muy mal eso de seguir así con el mismo hombre. A los cuarenta o cuarenta y cinco años, todavía… Pero, ¡a tu edad, Lenina! No. no puede ser. Y sabes muy bien que el D.I.C. se opone firmemente a todo lo que sea demasiado intenso o prolongado…
– Imaginen un tubo que encierra agua a presión. -Los estudiantes se lo imaginaron-. Practico en el mismo un solo agujero -dijo el Interventor-. ¡Qué hermoso chorro!
Lo agujereó viente veces. Brotaron veinte mezquinas fuentecitas.
Hijo mío. Hijo mío…
¡Madre!
La locura es contagiosa.
Amor mío, mi único amor, preciosa, preciosa…
Madre, monogamia, romanticismo… La fuente brota muy alta; el chorro surge con furia, espumante. La necesidad tiene una sola salida. Amor mío, hijo mío. No es extraño que aquellos pobres premodernos estuviesen locos y fuesen desdichados y miserables. Su mundo no les permitía tomar las cosas con calma, no les permitía ser juiciosos, virtuosos, felices. Con madres y amantes, con prohibiciones para cuya obediencia no habían sido condicionados, con las tentaciones y los remordimientos solitarios, con todas las enfermedades y el dolor eternamente aislante, no es de extrañar que sintieran intensamente las cosas y sintiéndolas así (y, peor aún, en soledad, en un aislamiento individual sin esperanzas), ¿cómo podían ser estables?
– Claro que no tienes necesidad de dejarle. Pero sal con algún otro de vez en cuando. Esto basta. P-1 va con otras muchachas, ¿no es verdad?
Lenina lo admitió.
– Claro que sí. Henry Foster es un perfecto caballero, siempre correcto. Además, tienes que pensar en el director. Ya sabes que es muy quisquilloso…,
Asintiendo con la cabeza, Lenina dijo:
– Esta tarde me ha dado una palmadita en el trasero.
– ¿Lo ves? -Fanny se mostraba triunfal-. Esto te demuestra qué es lo que importa por encima de todo. El convencionalismo más estricto.
– Estabilidad -dijo el Interventor-, estabilidad. No cabe civilización alguna sin estabilidad social. Y no hay estabilidad social sin estabilidad individual.
Su voz sonaba como una trompeta. Escuchándole, los estudiantes se sentían más grandes, más ardientes.
La máquina gira, gira, y debe seguir girando, siempre. Si se para, es la muerte. Un millar de millones se arrastraban por la corteza terrestre. Las ruedas empezaron a girar. En ciento cincuenta años llegaron a los dos mil millones. Párense todas las ruedas. Al cabo de ciento cincuenta semanas de nuevo hay sólo mil millones; miles y miles de hombres y mujeres han perecido de hambre.
Las ruedas deben girar continuamente, pero no al azar. Debe haber hombres que las vigilen, hombres tan seguros como las mismas ruedas en sus ejes, hombres cuerdos, obedientes, estables en su contentamiento.
Si gritan: Hijo mío, madre mía, mi único amor; si murmuran: Mi pecado, mi terrible Dios; si chillan de dolor, deliran de fiebre, sufren a causa de la vejez y la pobreza… ¿cómo pueden cuidar de las ruedas? Y si no pueden cuidar de las ruedas… Sería muy difícil enterrar o quemar los cadáveres de millares y millares y millares de hombres y mujeres.
– Y al fin y al cabo -el tono de voz de Fanny era un arrullo-, no veo que haya nada doloroso o desagradable en el hecho de tener a uno o dos hombres además de Henry. Teniendo en cuenta todo esto, deberías ser un poco más promiscua…
– Estabilidad -insistió el Interventor-, estabilidad. La necesidad primaria y última. Estabilidad. De ahí todo esto.
Con un movimiento de la mano señaló los jardines, el enorme edificio del Centro de Condicionamiento, los niños desnudos semiocultos en la espesura o corriendo por los prados.
Lenina movió negativamente la cabeza.
– No sé por qué -musitó- últimamente no me he sentido muy bien dispuesta a la promiscuidad. Hay momentos en que una no debe. ¿Nunca lo has sentido así, Fanny?
Fanny asintió con simpatía y comprensión.
– Pero es preciso hacer un esfuerzo -dijo sentenciosamente-, es preciso tomar parte en el juego. Al fin y al cabo, todo el mundo pertenece a todo el mundo.
– Sí, todo el mundo pertenece a todo el mundo -repitió Lenina lentamente; y, suspirando, guardó silencio un momento; después, cogiendo la mano de Fanny, se la estrechó ligeramente-. Tienes toda la razón, Fanny. Como siempre. Haré ese esfuerzo.
Los impulsos coartados se derraman, y el derrame es sentimiento, el derrame es pasión, el derrame es incluso locura; ello depende de la fuerza de la corriente. Y de la altura y la resistencia del dique. La corriente que no es detenida por ningún obstáculo fluye suavemente, bajando por los canales predestinados hasta producir un bienestar tranquilo.
El embrión está hambriento; día tras día, la bomba de sucedáneo de la sangre gira a ochocientas revoluciones por minuto. El niño decantado llora; inmediatamente aparece una enfermera con un frasco de secreción externa. Los sentimientos proliferan en el intervalo de tiempo entre el deseo y su consumación. Abreviad este intervalo, derribad esos viejos diques innecesarios.
– ¡Afortunados muchachos! -dijo el Interventor-. No se ahorraron esfuerzos para hacer que sus vidas fuesen emocionalmente fáciles, para preservarles, en la medida de lo posible, de toda emoción.
– ¡Ford está en su viejo carromato! -murmuró el D.I.C.-. Todo marcha bien en el mundo.
– ¿Lenina Crowne? -dijo Henry Foster, repitiendo la pregunta del Predestinador Ayudante mientras cerraba la cremallera de sus pantalones-. Es una muchacha estupenda. Maravillosamente neumática. Me sorprende que no la hayas tenido.
– La verdad es que no comprendo cómo pudo ser -dijo el Predestinador Ayudante-. Pero lo haré. En la primera ocasión.
Desde su lugar, en el extremo opuesto de la nave del vestuario, Bernard Marx oyó lo que decían y palideció.