– ¡Qué divertido eres! -dijo; y de veras lo encontraba divertido-. Espero que cuando menos me avises con una semana de antelación -prosiguió en otro tono-. Supongo que tomaremos el Cohete Azul del Pacífico. ¿Despega de la Torre de Charing-T? ¿O de Hampstead?
Antes de que Bernard pudiera contestar, el ascensor se detuvo.
– ¡Azotea! -gritó una voz estridente.
El ascensorista era una criatura simiesca, que lucía la túnica negra de un semienano Epsilon-Menos.
– ¡Azotea!
El ascensorista abrió las puertas de par en par. La cálida gloria de la luz de ltL tarde le sobresaltó y le obligó a parpadear.
– ¡Oh, azotea! -repitió, como en éxtasis. Era como si, súbita y alegremente, hubiese despertado de un sombrío y anonadante sopor-. ¡Azotea!
Con una especie de perruna y expectante adoración, levantó la cara para sonreír a sus pasajeros.
Entonces sonó un timbre, y desde el techo del ascensor un altavoz empezó, muy suave, pero imperiosamente a la vez, a dictar órdenes.
– Baja -dijo-. Baja. Planta decimoctava. Baja, baja. Planta decimoctava. Baja, ba…
El ascensorista cerró de golpe las puertas, pulsó un botón e inmediatamente se sumergió de nuevo en la luz crepuscular del ascensor; la luz crepuscular de su habitual estupor.
En la azotea reinaban la luz y el calor. La tarde veraniega vibraba al paso de los helicópteros que cruzaban los aires; y el ronroneo más grave de los cohetes aéreos que pasaban veloces, invisibles, a través del cielo brillante, era como una caricia en el aire suave.
Bernard Marx hizo una aspiración profunda. Levantó los ojos al cielo, miró luego hacia el horizonte azul y finalmente al rostro de Lenina.
– ¡Qué hermoso!
Su voz temblaba ligeramente.
– Un tiempo perfecto para el Golf de Obstáculos -contestó Lenina-. Y ahora, tengo que irme corriendo, Bernard. Henry se enfada si le hago esperar. Avísame la fecha con tiempo.
Y, agitando la mano, Lenina cruzó corriendo la espaciosa azotea en dirección a los cobertizos. Bernard se quedó mirando el guiño fugitivo de las medias blancas, las atezadas rodillas que se doblaban en la carrera con vivacidad, una y otra vez, y la suave ondulación de los ajustados cortos pantalones de pana bajo la chaqueta verde botella. En su rostro aparecía una expresión dolorida.
– ¡Estupenda chica! -dijo una voz fuerte y alegre detrás de él.
Bernard se sobresaltó y se volvió en redondo. El rostro regordete y rojo de Benito Hoover le miraba sonriendo, desde arriba, sonriendo con manifiesta cordialidad. Todo el mundo sabía que Benito tenía muy buen carácter. La gente decía de él que hubiese podido pasar toda la vida sin tocar para nada el soma. La malicia y los malos humores de los cuales los demás debían tomarse vacaciones nunca lo afligieron. Para
Benito, la realidad era siempre alegre y sonriente.
– ¡Y neumática, además! ¡Y cómo! -Luego, en otro tono, prosiguió-: Pero diría que estás un poco melancólico. Lo que tú necesitas es un gramo de soma. -Hurgando en el bolsillo derecho de sus pantalones, Benito sacó un frasquito-. Un solo centímetro cúbico cura diez pensam… Pero, ¡eh!
Bernard, súbitamente, había dado media vuelta y se había marchado corriendo.
Benito se quedó mirándolo. ¿Qué demonios le pasa a ese tipo?, se preguntó, y, moviendo la cabeza, decidió que lo que contaban de que alguien había introducido alcohol en el sucedáneo de la sangre del muchacho debía ser cierto. Le afectó el cerebro, supongo.
Volvió a guardarse el frasco de soma, y sacando un paquete de goma de mascar a base de hormona sexual, se llevó una pastilla a la boca y, masticando, se dirigió hacia los cobertizos.
Henry Foster ya había sacado su aparato del cobertizo, y, cuando Lenina llegó, estaba sentado en la cabina de piloto, esperando.
– Cuatro minutos de retraso -fue todo lo que dijo.
Puso en marcha los motores y accionó los mandos del helicóptero. El aparato ascendió verticalmente en el aire. Henry aceleró; el zumbido de la hélice se agudizó, pasando del moscardón a la avispa, y de la avispa al mosquito; el velocímetro indicaba que ascendían a una velocidad de casi dos kilómetros por minuto. Londres se empequeñecía a sus pies. En pocos segundos, los enormes edificios de tejados planos se convirtieron en un plantío de hongos geométricos entre el verdor de parques y jardines. En medio de ellos, un hongo de tallo alto, más esbelto, la Torre de Charing-T, que levantaba hacia el cielo un disco de reluciente cemento armado.
Como vagos torsos de fabulosos atletas, enormes nubes carnosas flotaban en el cielo azul, por encima de sus cabezas. De una de ellas salió de pronto un pequeño insecto escarlata, que caía zumbando.
– Ahí está el Cohete Rojo -dijo Henry- que llega de Nueva York. Lleva siete minutos de retraso -agregó-.
Es escandalosa la falta de puntualidad de esos servicios atlánticos.
Retiró el pie del acelerador. El zumbido de las palas situadas encima de sus cabezas descendió una octava y media, volviendo a pasar de la abeja al moscardón, y sucesivamente al abejorro, al escarabajo volador y al ciervo volante. El movimiento ascensional del aparato se redujo; un momento después se hallaban inmóviles, suspendidos en el aire. Henry movió una palanca y sonó un chasquido. Lentamente al principio, después cada vez más de prisa hasta que se formó una niebla circular ante sus ojos, la hélice situada delante de ellos empezó a girar. El viento producido por la velocidad horizontal silbaba cada vez más agudamente en los estays. Henry no apartaba los ojos del contador de revoluciones; cuando la aguja alcanzó la señal de los mil doscientos, detuvo la hélice del helicóptero. El aparato tenía el suficiente impulso hacia delante para poder volar sostenido solamente por sus alas.
Lenina miró hacia abajo a través de la ventanilla situada en el suelo, entre sus pies. Volaban por encima de la zona de seis kilómetros de parque que separaba Londres central de su primer anillo de suburbios satélites. El verdor aparecía hormigueante de vida, de una vida que la visión desde lo alto hacía aparecer achatada.
Bosques de torres de Pelota Centrífuga brillaban entre los árboles.
– ¡Qué horrible es el color caqui! -observó Lenina, expresando en voz alta los prejuicios hipnopédicos de su propia casta.
Los edificios de los Estudios de Sensorama de Houslow cubrían siete hectáreas y media. Cerca de ellos, un ejército negro y caqui de obreros se afanaba revitrificando la superficie de la Gran Carretera del Oeste. Cuando pasaron volando por encima de ellos, estaban vaciando un gigantesco crisol portátil. La piedra fundida se esparcía en una corriente de incandescencias cegadoras por la superficie de la carretera; las apisonadoras de amianto iban y venían; tras un camión de riego debidamente aislado, el vapor se levantaba en nubes blancas.
En Brentford, la factoría de la Corporación de Televisión parecía una pequeiía ciudad.
– Deben de relevarse los turnos -dijo Lenina.
Como áfidos y hormigas, las muchachas Garrimas, color verde hoja, y los negros Semienanos pululaban alrededor de las entradas, o formaban cola para ocupar sus asientos en los tranvías monorraíles. Betas-Menos de color de mora iban y venían entre la multitud.
Diez minutos después se hallaban en Stoke Poges y habían empezado su primera partida de Golf de Obstáculos.
2
Bernard cruzó la azotea con los ojos bajos casi todo el tiempo, o desviándolos inmediatamente si por azar tropezaban con alguna criatura humana. Era como un hombre perseguido, pero perseguido por enemigos que no deseaba ver, porque sabía que los vería todavía más hostiles de lo que había supuesto, lo que le haría sentirse más culpable y más irremediablemente solo.
¡Ese antipático de Benito Hoover! Y, sin embargo, el muchacho no había tenido mala intención. Lo cual, en cierta manera, empeoraba aún más las cosas. Los que le querían bien se comportaban lo mismo que los que se querían mal. Hasta Lenina le hacía sufrir. Bernard recordaba aquellas semanas de tímida indecisión, durante las cuales había esperado, deseado o desesperado de tener jamás el valor suficiente para declarársele. ¿Se atrevería a correr el riesgo de ser humillado por una negativa despectiva? Pero si Lenina le decía que sí, ¡qué éxtasis el suyo! Bien, ahora Lenina ya le había dado el sí, y, sin embargo, Bernard seguía sintiéndose desdichado, desdichado porque Lenina había juzgado que aquella tarde era estupenda para jugar al Golf de Obstáculos, porque se había alejado corriendo para reunirse con Henry Foster, porque lo había considerado a él divertido por el hecho de no querer discutir sus asuntos más íntimos en público. En suma, desdichado porque Lenina se había comportado como cualquier muchacha inglesa sana y virtuosa debía comportarse, y no de otra manera anormal.