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– ¡Esas mujeres! -exclamó, al tiempo que el aparato ascendía en los aires-. ¡Esas mujeres! -Movió la cabeza y frunció el ceño-. ¡Son terribles!

Bernard, hipócritamente, se mostró de acuerdo, aunque en el fondo no hubiese deseado otra cosa que poder tener tantas amigas como Helmholtz y con idéntica facilidad. De pronto, se sintió impulsado a vanagloriarse.

– Me llevaré a Lenina Crowne a Nuevo Méjico conmigo -dijo en un tono que quería aparecer indiferente.

– ¿Sí? -dijo Helmholtz, sin el menor interés. Y, tras una breve pausa, prosiguió-: Desde hace una o dos semanas he dejado los comités y las muchachas. No puedes imaginarte el alboroto que ello ha producido en la Escuela. Y, sin embargo, creo que ha merecido la pena. Los efectos… -Vaciló-. Bueno, son curiosos, muy curiosos.

Una deficiencia física puede producir una especie de exceso mental. Al parecer, el proceso era reversible.

Un exceso mental podía producir, en bien de sus propios fines, la voluntaria ceguera y sordera de la soledad deliberada, la impotencia artificial del ascetismo.

El resto del breve vuelo transcurrió en silencio. Cuando llegaron y se hubieron acomodado en los divanes neumáticos de la habitación de Bernard, Helmholtz reanudó su disquisición.

Hablando muy lentamente, preguntó:

– ¿No has tenido nunca la sensación de que dentro de ti había algo que sólo esperaba que le dieras una oportunidad para salir al exterior? ¿Una especie de energía adicional que no empleas, como el agua que se desploma por una cascada en lugar de caer a través de las turbinas?

Y miró a Bernard interrogadoramente.

– ¿Te refieres a todas las emociones que uno podría sentir si las cosas fuesen de otro modo?

Helmholtz movió la cabeza.

– No es esto exactamente. Me refiero a un sentimiento extraño que experimento de vez en cuando, el sentimiento de que tengo algo importante que decir y de que estoy capacitado para decirlo; sólo que no sé de qué se trata y no puedo emplear mi capacidad. Si hubiese alguna otra manera de escribir… O alguna otra cosa sobre la cual escribir… -Guardó silencio unos instantes, y, al fin, prosiguió-: Soy muy experto en la creación de frases; encuentro esa clase de palabras que le hacen saltar a uno como si se hubiese sentado en un alfiler, que parecen nuevas y excitantes aun cuando se refieran a algo que es hipnopédicamente obvio. Pero esto no me basta. No basta que las frases sean buenas; también debe ser bueno lo que se hace con ellas.

– Pero lo que tú escribes es útil, Helmholtz.

– Para lo que está destinado, sí. -Se encogió de hombros Helmholtz-. Pero su destino, ¡es tan poco trascendente! No son cosas importantes. Y yo tengo la sensación de que podría hacer algo mucho más importante. Sí, y más intenso, más violento. Pero, ¿qué? ¿Qué se puede decir, que sea más importante? ¿Y cómo se puede ser violento tratando de las cosas que esperan que uno escriba? Las palabras pueden ser como los rayos X, si se emplean adecuadamente: pasan a través de todo. Las lees y te traspasan. Esta es una de las cosas que intento enseñar a mis alumnos: a escribir de manera penetrante. Pero, ¿de qué sirve que te penetre un artículo sobre un Canto de Comunidad, o la última mejora en los órganos de perfumes? Además, ¿es posible hacer que las palabras sean penetrantes como los rayos X, más potentes cuando se escribe acerca de cosas como éstas? ¿Cabe decir algo acerca de nada? A fin de cuentas, éste es el problema.

– ¡Silencio! -dijo Bernard-. Creo que hay alguien en la puerta -susurró.

Helmholtz se puso en pie, cruzó la estancia de puntillas, y con un movimiento rápido y brusco abrió la puerta de par en par. Naturalmente, no había nadie.

– Lo siento -dijo Bernard, sintiéndose en ridículo-. Supongo que estoy un poco nervioso. Cuando la gente empieza a sospechar de uno, acabas por sospechar también de todos.

Se pasó una mano por los ojos, suspiró y su voz se hizo quejumbroso. Se justificaba.

– Si supieras todo lo que he tenido que aguantar últimamente… -dijo, casi llorando; y la marea ascendente de su autocompasión era como si se hubiese derrumbado la presa de un embalse-. ¡Si lo supieras!

Helmholtz le escuchaba con cierta sensación de incomodidad. ¡Pobrecillo Bernard!, se dijo. Pero al mismo tiempo se sentía avergonzado por su amigo.

Bernard debía dar muestras de tener un poco más de orgullo.

CAPITULO V

1

Hacia las ocho de la noche la luz empezó a disminuir. Los altavoces de la torre del Edificio del Club de Stoke Poges anunciaron con voz atenorada, más aguda de lo normal, en el hombre, el cierre de los campos de golf. Lenina y Henry abandonaron su partida y se dirigieron hacia el Club. De las instalaciones del Trust de Secreciones Internas y Externas llegaban los mugidos de los millares de animales que proporcionaban, con sus hormonas y su leche, la materia prima necesaria para la gran factoría de Farnham Royal.

Un incesante zumbido de helicópteros llenaba el aire teñido de luz crepuscular. Cada dos minutos y medio, un timbre y unos silvidos anunciaban da marcha de uno de los trenes monorraíles ligeros que llevaban a los jugadores de golf de casta inferior de vuelta a la metrópoli.

Lenina y Henry subieron a su aparato y despegaron. A doscientos cincuenta metros de altura, Henry redujo las revoluciones de la hélice y permanecieron suspendidos durante uno o dos minutos sobre el paisaje que iba disipándose. El bosque de Burham Beeches se extendía como una gran laguna de oscuridad hacia la brillante ribera del firmamento occidental. Escarlatas en el horizonte, los restos de la puesta de sol palidecían, pasando por el color anaranjado, amarillo más arriba, y finalmente verde pálido, acuoso. Hacia el Norte, más allá y por encima de los árboles, la fábrica de Secreciones Internas y Externas resplandecía con un orgulloso brillo eléctrico que procedía de todas las ventanas de sus veinte plantas. Saliendo de la bóveda de cristal, un tren iluminado se lanzó al exterior. Siguiendo su rumbo Sudeste a través de la oscura llanura, sus miradas fueron atraídas por los majestuosos edificios del Crematorio de Slough. Con vistas a la seguridad de los aviones que circulaban de noche, sus cuatro altas chimeneas aparecían totalmente iluminadas y coronadas con señales de peligro pintadas en color rojo. Eran un excelente mojón.

– ¿Por qué las chimeneas tienen esa especie de balcones alrededor? -preguntó Lenina.

– Recuperación del fósforo -explicó Henry telegráficamente-. En su camino ascendente por la chimenea, los gases pasan por cuatro tratamientos distintos. El P2 O5 antes se perdía cada vez que había una cremación. Actualmente se recupera más del noventa y ocho por ciento del mismo. Más de kilo y medio por cada cadáver de adulto. En total, casi cuatrocientas toneladas de fósforo anuales, sólo en Inglaterra. -Henry hablaba con orgullo, gozando de aquel triunfo como si hubiese sido suyo propio-. Es estupendo pensar que podemos seguir siendo socialmente útiles aun después de muertos. Que ayudamos al crecimiento de las plantas.

Mientras tanto, Lenina había apartado la mirada y ahora la dirigía'perpendicularmente a la estación del monorraíl.

– Sí, es estupendo -convino-. Pero resulta curioso que los Alfas y Betas no hagan crecer más las plantas que esos asquerosos Gammas, Deltas y Epsilones de aquí.

– Todos los hombres son físicoquimicamente iguales -dijo Henry sentenciosamente-. Además, hasta los Epsilones ejecutan servicios indispensables.

– Hasta los Epsilones…

Lenina recordó súbitamente una ocasión en que, siendo todavía una niña, en las escuela, se había despertado en plena noche y se había dado cuenta, por primera vez, del susurro que acosaba todos sus sueños. Volvió a ver el rayo de luz de luna,la hilera de camitas blancas; oyó de nuevo la voz suave, suave, que decía (las palabras seguían presentes, no olvidadas, inolvidables después de tantas repeticiones nocturnas): Todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie. Hasta los Epsilones son útiles. No podíamos pasar sin los Epsilones. Todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie… Lenina recordaba su primera impresión de temor y de sorpresa; sus reflexiones durante media hora de desvelo; y después, bajo la influencia de aquellas repeticiones interminables, la gradual sedación de la mente, la suave aproximación del sueño…