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– Supongo que a los Epsilones no les importa ser Epsilones -dijo en voz alta.

– Claro que no. Es Imposible. Ellos no saben en qué consiste ser otra cosa. A nosotros sí nos importaría, naturalmente. Pero nosotros fuimos condicionados de otra manera. Además, partimos de una herencia diferente.

– Me alegro de no ser una Epsilon -dijo Lenina, con acento de gran convicción.

– Y si fueses una Epsilon -dijo Henry- tu condicionamiento te induciría a alegrarte igualmente de no ser una Beta o una Alfa.

Puso en marcha la hélice delantera y dirigió el aparato hacia Londres. Detrás de ellos, a poniente, los tonos escarlata y anaranjado casi estaban totalmente marchitos; una oscura faja de nubes había ascendido por el cielo. Cuando volaban por encima del Crematorio, el aparato saltó hacia arriba, impulsado por la columna de aire caliente que surgía de las chimeneas, para volver a bajar bruscamente cuando penetró en la corriente de aire frío inmediata.

– ¡Maravillosa montaña rusa! -exclamó Lenina riendo complacida.

Pero el tono de Henry, por un momento, fue casi melancólico.

– ¿Sabés en qué consiste esta montaña rusa? -dijo-. Es un ser humano que desaparece definitivamente. Esto era ese chorro de aire caliente. Sería curioso saber quién había sido, si hombre o mujer, Alfa o Epsilon…

– Suspiró, y después, con voz decididamente alegre, concluyó-: En todo caso, de una cosa podemos estar seguros, fuese quien fuese, fue feliz en vida. Todo el mundo es feliz, actualmente.

– Sí, ahora todo el mundo es feliz -repitió Lenina como un eco.

Habían oído repetir estas mismas palabras ciento cincuenta veces cada noche durante doce años.

Después de aterrizar en la azotea de la casa de apartamentos de Henry, de cuarenta plantas, en Westminster, pasaron directamente al comedor. En él, en alegre y ruidosa compañía, dieron cuenta de una cena excelente. Con el café sirvieron soma. Lenina tomó dos tabletas de medio gramo, y Henry, tres. A las nueve y veinte cruzaron la calle en dirección al recién inaugurado Cabaret de la ía de Westminster. Era una noche casi sin nubes, sin luna y estrellas; pero, afortunadamente, Lenina y Henry no se dieron cuenta de este hecho más bien deprimente. Los anuncios luminosos, en efecto, impedían la visión de las tinieblas exteriores. Calvin Stopes y sus Dieciséis Saxofonistas. En la fachada de la nueva Abadía, las letras gigantescas destellaban acogedoramente. El mejor órgano de colores y perfumes. Toda la Música Sintética más reciente.

Entraron. El aire parecía cálido y casi irrespirable a fuerza de olor de ámbar gris v madera de sándalo. En el techo abovedado del vestíbulo, el órgano de color había pintado momentáneamente una puesta de sol tropical. Los Dieciséis Saxofonistas tocaban una vieja canción de éxito: No hay en el mundo un Frasco como mi querido Frasquito. Cuatrocientas parejas bailaban un fivestep sobre el suelo brillante, pulido. Lenina y Henry se sumaron pronto a los que bailaban. Los saxofones maullaban como gatos melódicos bajo la luna, gemían en tonos agudos, atenorados, como en plena aconía. Con gran riqueza de sones armónicos, su trémulo coro ascendía hacia un clímax, cada vez más alto, más fuerte, hasta que al final, con un gesto de la mano, el director daba suelta a la última nota estruendoso de música etérea y borraba de la existencia a los dieciséis músicos, meramente humanos. Un trueno en la bemol mayor. Luego, seguía una deturgescencia gradual del sonido y de la luz, un diminuendo que se deslizaba poco a poco, en cuartos de tono, bajando, bajando, hasta llegar a un des borde dominante susurrado débilmente, que persistía (mientras los ritmos de cinco por cuatro seguían sosteniendo el pulso, por debajo), cargando los segundos ensombrecidos por una intensa expectación. Y, al fin, la expectación llegó a su término. Se produjo un amanecer explosivo, y, simultáneamente, los dieciséis rompieron a cantar:

¡Frasco mío, siempre te he deseado!

Frasco mío, ¿por qué fui decantado?

El cielo es azul dentro de ti,

y reina siempre el buen tiempo; porque

no hay en el mundo ningún Frasco

que a mi querido Frasco pueda compararse.

Pero mientras seguían el ritmo, junto con las otras cuatrocientas parejas, alrededor de la pista de la Abadía de Westminster, Lenina y Henry bailaban ya en otro mundo, el mundo cálido abigarrado, infinitamente agradable, de las vacaciones del soma. ¡Cuán amables, guapos y divertidos eran todos! ¡Frasco mío, siempre te he deseado! Pero Lenina y Henry tenía ya lo que deseaban… En aquel preciso momento, se hallaban dentro del frasco, a salvo, en su interior, gozando del buen tiempo y del cielo perennemente azul. Y cuando, exhaustos, los Dieciséis dejaron los saxofones y el aparato de Música Sintética empezó a reproducir las últimas creaciones en Blues Malthusianos lentos, Lenina y Henry hubieran podido ser dos embriones mellizos que girasen juntos entre las olas de un océano embotellado de sucedáneo de la sangre.

– Buenas noches, queridos amigos. Buenas noches, queridos amigos… -Los altavoces velaban sus órdenes bajo una cortesía campechana y musical-. Buenas noches, queridos amigos…

Obedientemente, con todos los demás, Lenina y Henry salieron del edificio. Las deprimentes estrellas habían avanzado un buen trecho en su ruta celeste. Pero aunque el muro aislante de los anuncios luminosos se había desintegrado ya en gran parte, los dos jóvenes conservaron su feliz ignorancia de la noche.

Ingerida media hora antes del cierre, aquella segunda dosis de soma había

levantado un muro impenetrable entre el mundo real y sus mentes. Metido en su

frasco ideal, cruzaron la calle; igualmente enfrascados subieron en el ascensor al

cuarto de Henry, en la planta número veintiocho. Y, a pesar de seguir enfrascada y

de aquel segundo gramo de soma, Lenina no se olvidó de tomar las

precauciones anticoncepcionales reglamentarias. Años de hipnopedia intensiva,

y, de los doce años a los dieciséis, ejercicios malthusianos tres veces por

semana, habían llegado a hacer tales precauciones casi automáticas e

inevitables como el parpadeo.

– Esto me recuerda -dijo al salir del cuarto de baño- que Fanny Crowne quiere

saber dónde encontraste esa cartuchera de sucedáneo de cuero verde que me

regalaste.

2

Un jueves sí y otro no, Bernard tenía su día de Servicio y Solidaridad. Después de

cenar temprano en el Aphroditaeum (del cual Helmholtz había sido elegido

miembro de acuerdo con la Regla 2ª), se despidió de su amigo y, llamando un taxi

en la azotea, ordenó al conductor que volara hacia la Cantoría Comunal de

Fordson. El aparato ascendió unos doscientos metros, luego puso rumbo hacia el

Este, y, al dar la vuelta, apareció ante los ojos de Bernard, gigantesca y hermosa,

la Cantoría.

¡Maldita sea, llego tarde!, exclamó Bernard para sí cuando echó una ojeada al Big

Henry, el reloj de la Cantoría. Y, en efecto, mientras pagaba el importe de la

carrera, el Big Henry dio la hora. Ford cantó una inmensa voz de bajo a través de

las trompetas de oro. Ford, Ford, Ford… nueve veces. Bernard se dirigió

corriendo hacia el ascensor.

El gran auditorium para las celebraciones del Día de Ford y otros Cantos Comunitarios masivos se hallaba en la parte más baja del edificio. Encima de esta sala enorme se hallaban, cien en cada planta, las siete mil salas utilizadas por los Grupos de Solidaridad para sus servicios bisemanales. Bernard bajó al piso treinta y tres, avanzó apresuradamente por el pasillo y se detuvo, vacilando un instante, ante la puerta de la sala número 3.210; después, tomando una decisión, abrió la puerta y entró.