Gracias a Ford, no era el último. Tres sillas de las doce dispuestas en torno a una mesa circular permanecían desocupadas. Bernard se deslizó hasta la más cercana, procurando llamar la atención lo menos posible, y disponiéndose a mostrar un ceño fruncido a los que llegarían después.
Volviéndose hacia él, la muchacha sentada a su izquerda le preguntó:
– ¿A qué has jugado esta tarde? ¿A Obstáculos o a Electro-magnético?
Bernard la miró (¡Ford!, era Morgana Rotschild), y, sonrojándose, tuvo que reconocer que no había jugado ni a lo uno ni a lo otro. Morgana le miró asombrada. Y siguió un penoso silencio.
Después, intencionadamente, se volvió de espaldas y se dirigió al hombre sentado a su derecha, de aspecto más deportivo.
Buen principio para un Servicio de Solidaridad, pensó Bernard, compungido, y previó que volvería a fracasar en sus intentos de comunión con sus compañeros. ¡Si al menos se hubiese concedido tiempo para echar una ojeada a los reunidos, en lugar de deslizarse hasta la silla más próxima! Hubiera podido sentarse entre Fifi Bradlaugh y Joanna Diesel. Y en lugar de hacerlo así había tenido que sentarse precisamente al lado de Morgana ¡Morgaiza! ¡Ford! ¡Aquellas cejas negras de la muchacha! ¡O aquella ceja, mejor, porque las dos se unían encima de la nariz! ¡Ford! Y a su derecha estaba Clara Deterding. Cierto que las cejas de Clara no se unían en una sola. Pero, realmente, era demasiado neumática. En tanto que Fifi y Joanna estaban muy bien. Regordetas, rubias, no demasiado altas… ¡Y aquel patán de Tom Kawaguchi había tenido la suerte de poder sentarse entre ellas!
La última en llegar fue Sarojini Engels.
– Llega usted tarde -dijo el presidente del Grupo con severidad-. Que no vuelva a ocurrir.
El presidente se levantó, hizo la señal de la T y, poniendo en marcha la música sintética, dio suelta al suave e incansable redoblar de los tambores y al coro de instrumentos -casiviento y supercuerda- que repetía con estridencia, una y otra vez, la breve e inevitablemente pegadiza melodía del Primer Himno de Solidaridad.
Una y otra vez, y no era ya el oído el que captaba el ritmo, sino el diafragma; el quejido y estridor de aquellas armonías repetidas obsesionaba, no ya la mente, sino las suspirantes entrañas de compasión.
El presidente hizo otra vez la señal de la T y se sentó. El servicio había empezado. Las tabletas de soma consagradas fueron colocadas en el centro de la mesa. La copa del amor llena de soma en forma de helado de fresa pasó de mano en mano, con la fórmula: Bebo por mi aniquilación. Luego, con el acompañamiento de la orquesta sintética, se cantó el Primer Himno de Solidaridad:
Ford, somos doce; haz de nosotros uno solo,
como gotas en el Río Social;
haz que corramos juntos, rápidos
como tu brillante carraca.
Doce estrofas suspirantes. Después la copa del amor pasó de mano en mano por segunda vez. Ahora la fórmula era: Bebo por el Ser Más Grande. Todos bebieron.La música sonaba, incansable. Los tambores redoblaron. El clamor y el estridor de las armonías se convertían en una obsesión en las entrañas fundidas. Cantaron el Segundo Himno de Solidaridad:
¡Ven, oh Ser Más Grande, Amigo Social,
a aniquilar a los Doce-en-Uno!
Deseamos morir, porque cuando morimos nuestra
vida nids grande apenas ha empezado.
Otras doce estrofas. A la sazón el soma empezaba ya a producir efectos. Los ojos brillaban, las mejillas ardían, la luz interior de la benevolencia universal asomaba a todos los rostros en forma de sonrisas felices, amistosas. Hasta Bernard se sentía un poco conmovido. Cuando Morgana Rotschild se volvió y le dirigió una sonrisa radiante, él hizo lo posible por corresponderle. Pero la ceja, aquella ceja negra, única, ¡ay!, seguía existiendo. Bernard no podía ignorarla; no podía, por mucho que se esforzara. Su emoción, su fusión con los demás no había llegado lo bastante lejos. Tal vez si hubiese estado sentado entre Fifi y Joanna… Por tercera vez la copa del amor hizo la ronda. Bebo por la inminencia de su Advenimiento, dijo Morgana Rotschild, a quien, casualmente, había correspondido iniciar el rito circular. Su voz sonó fuerte, llena de exultación. Bebió y pasó la copa a Bernard. Bebo por la inminencia de su Advenimiento, repitió éste en un sincero intento de sentir que el Advenimiento era inminente; pero la ceja única seguía obsesionándole, y el Advenimiento, en lo que a él se refería, estaba terriblemente lejano. Bebió y pasó la copa a Clara Deterding. Volveré a fracasar -se dijo-. Estoy seguro. Pero siguió haciendo todo lo posible por mostrar una sonrisa radiante.
La copa del amor había dado ya la vuelta.
Levantando la mano, el presidente dio una señal; el coro rompió a cantar el Tercer Himno de Solidaridad:
¿No sientes como llega el Ser Más Grande?
¡Alégrate, y, al alegrarte, muere!
¡Fúndete en la música de los tambores!
Porque yo soy tú y tú eres yo.
A cada nuevo verso aumentaba en intensidad la excitación de las voces. El presidente alargó la mano, y de pronto una Voz, una Voz fuerte y grave, más musical que cualquier otra voz meramente humana, más rica, más cálida, más vibrante de amor, de deseo, y de compasión, una voz maravillosa, misteriosa, sobrenatural, habló desde un punto situado por encima de sus cabezas. Lentamente, muv lentamente, dijo: ¡Oh, Ford, Ford, Ford!, en una escala que descendía y disminuía gradualmente. Una sensación de calor irradió, estremecedora, desde el plexo solar a todos los miembros de cada uno de los cuerpos de los oyentes; las lágrimas asomaron en sus ojos; sus corazones, sus entrañas, parecían moverse en su interior, como dotados de vida propia… ¡Ford!, se fundían… ¡Ford!, se disolvían… Después, en otro tono, súbitamente,
Provocando un sobresalto, la Voz trompeteó: ¡Escuchad! ¡Escuchad! Todos escucharon. ras una pausa, la voz bajó hasta convertirse en un susurro, pero un susurro en cierto modo más penetrante que el grito más estentóreo. Los pies del Ser Más Grande, prosiguió la Voz. El susurro casi expiró. Los pies del Ser Más Grande están en la escalera. Y volvió a hacerse el silencio; y la expectación, momentáneamente relajada, volvió a hacerse tensa, cada vez más tensa, casi hasta el punto de desgarramiento. Los pies del Ser Más Grande… ¡Oh, sí, los oían, oían sus pisadas, bajando suavemente la escalera, acercándose progresivamente por la invisible escalera! Los pies del Ser Más Grande. Y, de pronto, se alcanzó el punto de desgarramiento. Con los ojos y los labios abiertos, Morgana Rotschild saltó sobre sus pies.
– ¡Lo oigo! -gritó-. ¡Lo oigo! -¡Viene! -chilló Sarojini Engels. -¡Sí, viene, lo oigo!
Fifi Bradlaugh y Tom Kawaguchi se levantaron.
– ¡Oh, oh, ohl -exclamó Joanna.
– ¡Viene! -exlamó Jim Bokanovsky.
El presidente se inclinó hacia delante, y, pulsando un botón, soltó un delirio de címbalos e instrumentos de metal, una fiebre de tantanes.
– ¡Oh, ya viene! -chilló Clara Deterding-. ¡Ay!
Y fue como si la degollaran.
Comprendiendo que le tocaba el turno de hacer algo, Bernard también se levantó de un salto y gritó:
– ¡Lo oigo; ya viene!
Pero no era verdad. No había oído nada, y no creía que llegara nadie. Nadie, a pesar de la música, a pesar de la exaltación creciente. Pero agitó los brazos y chilló como el mejor de ellos; y cuando los demás empezaron a sacudiese, a herir el suelo con los pies y arrastrarlos, los imitó debidamente.
Empezaron a bailar en círculo, formando una procesión, cada uno con las manos en las caderas del bailarín que le precedía; vueltas y más vueltas, gritando al unísono, llevando el ritmo de la música con los pies y dando palmadas en las nalgas que estaban delante de ellos. Doce pares de manos palmeando, como una sola; doce traseros resonando como uno solo. Doce como uno solo, doce como uno solo. Lo oigo; lo oigo venir. La música aceleró su ritmo; los pies golpeaban más de prisa, y las palmadas rítmicas se sucedían con más velocidad. Y, de pronto, una voz de bajo sintético soltó como un trueno las palabras que anunciaban la próxima unión y la consumación final de la solidaridad, el advenimiento del Doce-en-Uno, la encarnación del Ser Más Grande. Orgía-Porfía cantaba, mientras los tantanes seguían con su febril tabaleo.