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Orgía-Porfía, Ford y diversión,

besad a las chicas y hacedlas Uno.

Los chicos a la una con las chicas en paz;

la Orgía-Porfía libertad os da.

Orgía-Porfía… Los bailarines recogieron el estribillo litúrgico. Orgía-Porfía, Ford y diversión, besad a las chicas y hacedlas Uno… Y mientras cantaban, las luces empezaron a oscurecerse lentamente, y al tiempo que cedía su intensidad, se hacían más cálidas, más ricas, más rojas, hasta que al fin bailaban a la escarlata luz crepuscular de un Almacén de Embriones. Orgía-Porfía… En las tinieblas fetales, color de sangre, los bailarines siguieron circulando un rato, llevando el ritmo infatigable con pies y manos. Orgía-Porfía…

Después el círculo osciló se rompió, y cayó desintegrado parcialmente en el anillo de divanes que rodeaban con círculos concéntricos- la mesa y sus sillas planetarias. Orgía-Porfía… Tiernamente, la grave Voz arrullaba y zureaba; y en el rojo crepúsculo era como si una enorme paloma negra se cerniese, benévola, por encima de los bailarines, ahora en posición supina o prona.

Se hallaban de pie en la azotea; el Big Henry acababa de dar las once. La noche era apacible y cálida.

– Fue maravilloso, ¿verdad? -dijo Fifi Bradlaugh-. ¿Verdad que fue maravilloso?

Miró a Bernard con expresión de éxtasis, pero de un éxtasis en el cual no había vestigios de agitación o excitación. Porque estar excitado es estar todavía insatisfecho.

– ¿No te pareció maravilloso? -insistió, mirando fijamente a la cara de Bernard con aquellos ojos que lucían con un brillo sobrenatural.

– ¡Oh, sí, lo encontré maravilloso! -mintió Bernard.

Y desvió la mirada; la visión de aquel rostro transfigurado era a la vez una acusación y un irónico recordatorio de su propio aislamiento. Bernard se sentía ahora tan desdichadamente aislado como cuando había empezado el Servicio; más aislado a causa de su vaciedad no llenada, de su saciedad mortal. Separado y fuera de la armonía, en tanto que los otros se fundían en el Ser Más Grande.

– Maravilloso de verdad -repitió.

Pero no podía dejar de pensar en la ceja de Morgana.

CAPITULO VI

1

Raro, raro, raro. Este era el veredicto de Lenina sobre Bernard Marx. Tan raro, que en el curso de las siguientes semanas se había preguntado más de una vez si no sería preferible cambiar de parecer en cuanto a lo de las vacaciones en Nuevo Méjico, y marcharse al Polo Norte con Benito Hoover. Lo malo era que Lenina ya conocía el Polo Norte; había estado allá con George Edzel el pasado verano, y, lo que era peor, lo había encontrado sumamente triste. Nada que hacer y el hotel sumamente anticuado: sin televisión en los dormitorios, sin órgano de perfumes, sólo con un poco de música sintética infecta, y nada más que veinticinco pistas móviles para los doscientos huéspedes. No, decididamente no podría soportar otra visita al Polo Norte. Además, en América sólo había estado una vez. Y en muy malas condiciones. Un simple fin de semana en Nueva York, en plan de economías. ¿Había ido con Jean-Jacques Habibullah o con Bokanovsky Jones? Ya no se acordaba. En todo caso, no tenía la menor importancia. La perspectiva de volar de nuevo hacia el Oeste, y por toda una semana, era muy atractiva. Además, pasarían al menos tres días en una Reserva para Salvajes. En todo el Centro sólo media docena de personas habían estado en el interior de una reserva para Salvajes. En su calidad de psicólogo Alfa-Beta, Bernard era uno de los pocos hombres que ella conocía, que podía obtener permiso para ello. Para Lenina, era aquélla una oportunidad única. Y, sin embargo, tan única era también la rareza de Bernard, que la muchacha había vacilado en aprovecharla, y hasta había pensado correr el riesgo de volver al Polo Norte con el simpático Benito. Cuando menos, Benito era normal. En tanto que Bernard…

Le pusieron alcohol en el sucedáneo. Esta era la explicación de Fanny para toda excentricidad. Pero Henry, con quien, una noche, mientras estaban juntos en cama, Lenina había discutido apasionadamente su nuevo amante, Henry había comparado al pobre Bernard a un rinoceronte.

– Es imposible domesticar a un rinoceronte -había dicho Henry en su estilo breve y vigoroso-. Hay hombres que son casi como los rinocerontes; no responden adecuadamente al condicionamiento. ¡Pobres diablos! Bernard es uno de ellos. Afortunadamente para él es excelente su profesión. De lo contrario, el director lo hubiese expulsado. Sin embargo -agregó, consolándola-, lo considero completamente inofensivo.

Completamente inofensivo; sí, tal vez. Pero también muy inquietante. En primer lugar, su manía de hacerlo todo en privado. Lo cual, en la práctica, significaba no hacer nada en absoluto. Porque, ¿qué podía hacerse en privado? (Aparte, desde luego, de acostarse; pero no se podía pasar todo el tiempo así.) Sí, ¿qué se podía hacer? Muy poca cosa. La primera tarde que salieron juntos hacía un tiempo espléndido. Lenina había sugerido un baño en el Club Rural Torquay, seguido de una cena en el Oxford Union. Pero Bernard dijo que habría demasiada gente. ¿Y un partido de Golf Electromagnético en Saint Andrews? Nueva negativa.

Bernard consideraba que el Golf Electromagnético era una pérdida de tiempo.

– Pues, ¿para qué es el tiempo, si no? -preguntó Lenina, un tanto asombrada.

Por lo visto, para pasear por el Distrito de Los Lagos; porque esto fue lo que Bernard propuso. Aterrizar en la cumbre de Skiddaw y pasear un par de horas por los brezales.

– Solo contigo, Lenina.

– Pero, Bernard, estaremos solos toda la noche.

Bernard se sonrojó y desvió la mirada. -Quiero decir solos para poder hablar -murmuró.

– ¿Hablar? Pero ¿de qué?

¡Andar y hablar! ¡Vaya extraña manera de pasar una tarde!

Al fin Lenina lo convenció, muy a regañadientes, y volaron a Amsterdam para presenciar los cuartos de final del Campeonato Femenino de Lucha de pesos pesados.

– Con una multitud -rezongó Bernard-. Como de costumbre.

Permaneció obstinadamente sombrío toda la tarde; no quiso hablar con los amigos de Lenina (de los cuales se encontraron a docenas en el bar de helados de soma, en los descansos); y a pesar de su mal humor se negó rotundamente a aceptar el medio gramo de helado de fresa que Lenina le ofrecía con insistencia.

– Prefiero ser yo mismo -dijo Bernard-. Yo y desdichado, antes que cualquier otro y jocundo. -Un gramo a tiempo ahorra nueve -dijo Lenina, exhibiendo su sabiduría hipnopédica.

Bernard apartó con impaciencia la copa que le ofrecía.

– Vamos, no pierdas los estribos -dijo Lenina-. Recuerda que un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos.

– ¡Calla, por Ford, de una vez! -gritó Bernard.

Lenina se encogió de hombros.

– Siempre es mejor un gramo que un taco -concluyó con dignidad.

Y se tomó el helado.

Cruzando el Canal, camino de vuelta, Bernard insistió en detener la hélice impulsara y en peri-nanecer suspendido sobre el mar, a unos treinta metros de las olas. El tiempo había empeorado; se había levantado viento del Sudoeste y el cielo aparecía nuboso.

– Mira -le ordenó Bernard.

– Lo encuentro horrible -dijo Lenina, apartándose de la ventanilla. La horrorizó el huidizo vacío de la noche, el oleaje negro, espumoso, del mar a sus pies, y la pálida faz de la luna, macilenta y triste entre las nubes en fuga-. Pongamos la radio en seguida.