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– Cuarenta segundos en un vuelo de seis horas y media. No está mal -reconoció Lenina.

Aquella noche durmieron en Santa Fe. El hotel era excelente, incomparablemente mejor, por ejemplo, que el horrible Palacio de la Aurora Boreal en el que Lenina había sufrido tanto el verano anterior. En todas las habitaciones había aire líquido, televisión, masaje por vibración, radio, solución de cafeína hirviente, anticoncepcionales calientes y ocho clases diferentes de perfumes. Cuando entraron en el vestíbulo, el aparato de música sintética estaba en funcionamiento y no dejaba nada que desear. Un letrero en el ascensor informaba de que en el hotel había sesenta pistas móviles de juego de pelota y que en el parque se podía jugar al Golf de Obstáculos y al Electromagnético.

– ¡Es realmente estupendo! -exclamó Lenina-. Casi me entran ganas de quedarme aquí. ¡Sesenta pistas móviles…!

– En la Reserva no habrá ni una sola -le advirtió Bernard-. Ni perfumes, ni televisión, ni siquiera agua caliente. Si crees que no podrás resistirlo quédate aquí hasta que yo vuelva.

Lenina se ofendió.

– Claro que puedo resistirlo. Sólo dije que esto es estupendo porque…, bueno, porque el progreso es estupendo, ¿no es verdad?

– Quinientas repeticiones una vez por semana desde los trece años a los dieciséis -dijo Bernard, aburrido, como para sí mismo. -¿Qué decías?

– Dije que el progreso es estupendo. Por esto no debes ir conmigo a la Reserva, a menos que lo desees de veras.

– Pues lo deseo.

– De acuerdo, entonces -dijo Bernard, casi en tono de amenaza.

Su permiso requería la firma del Guardán de la Reserva, a cuyo despacho acudieron debidamente a la mañana siguiente. Un portero negro Epsilon-Menos pasó la tarjeta de Bernard, y casi inmediatamente les hicieron pasar.

El Guardián era un Alfa-Menos, rubio y braquicéfalo, bajo, rubicundo, de cara redonda y anchos hombros, con una voz fuerte y sonora, muy adecuada para enunciar ciencia hipnopédica. Era una auténtica mina de informaciones innecesarias y de consejos que nadie le pedía. En cuanto empezaba, no acababa nunca, con su voz de trueno, resonante…

– …quinientos sesenta mil kilómetros cuadrados divididos en cuatro Sub-Reservas, cada una de ellas rodeada por una valla de cables de alta tensión.

En aquel instante, sin razón alguna, Bernard recordó de pronto que se había dejado abierto el grifo del agua de Colonia de su cuarto de baño, en Londres.

– …alimentada con corriente procedente de la central hidroeléctrica del Gran Cañón…

Me costará una fortuna cuando vuelva. Mentalmente, Bernard veía el indicador de su contador de perfume girando incansablemente. Debo telefonear inmediatamente a Helmholtz Watson. -…más de cinco mil kilómetros de valla a sesenta mil voltios.

– No me diga -dijo Lenina, cortésmente, sin tener la menor idea de lo que el Guardián decía, pero aprovechando la pausa teatral que el hombre acababa de hacer.

Cuando el Guardián había iniciado su retumbante peroración, Lenina, disimuladamente, había tragado medio gramo de soma, y gracias a ello podía permanecer sentada, serena, pero sin escuchar ni pensar en nada, fijos sus ojos azules en el rostro del Guardián, con una expresión de atención casi extática.

– Tocar la valla equivale a morir instantáneamente -decía el Guardián solemnemente-. No hay posibilidad alguna de fugarse de la Reserva para Salvajes.

La palabra fugarse era sugestiva.

– ¿Y si fuéramos allá? -sugirió, iniciando el ademán de levantarse.

La manecilla negra del contador seguía moviéndose, perforando el tiempo, devorando su dinero.

– No hay fuga posible -repitió el Guardián, indicándole que volviera a sentarse; y, como el permiso aún no estaba firmado, Bernard no tuvo más remedio que obedecer-. Los que han nacido en la Reserva… Porque, recuerde, mi querida señora -agregó, sonriendo obscenamente a Lenina y hablando en un murmullo indecente-, recuerde que en la Reserva los niños todavía nacen, sí, tal como se lo digo, nacen, por nauseabundo que pueda parecernos…

El hombre esperaba que su referencia a aquel tema vergonzoso obligara a Lenina a sonrojarse; pero ésta, estimulada por el soma, se limitó a sonreír con inteligencia y a decir:

– No me diga.

Decepcionado, el Guardián reanudó la peroración.

– Los que nacen en la Reserva, repito, están destinados a morir en ella.

Destinados a morir… Un decilitro de agua de Colonia por minuto. Seis litros por hora.

– Tal vez -intervino de nuevo Bernard-, tal vez deberíamos…

Inclinándose hacia delante, el Guardián tamborileó en la mesa con el dedo índice.

– Si ustedes me preguntan cuánta gente vive en la Reserva, les diré que no lo sabemos. Sólo podemos suponerlo.

– No me diga.

– Pues sí se lo digo, mi querida señora.

Seis por veinticuatro… no, serían ya seis por treinta y seis… Bernard estaba pálido y tembloroso de impaciencia. Pero, inexorablemente, la disertación proseguía.

– … Unos sesenta mil indios y mestizos…, absolutamente salvajes… Nuestros inspectores los visitan de vez en cuando… aparte de esto, ninguna comunicación con el mundo civilizado… conservan todavía sus repugnantes hábitos y costumbres… matrimonio, suponiendo que ustedes sepan a qué me refiero; familias… nada de condicionamiento… monstruosas supersticiones… Cristianismo, totemismos y adoración de los antepasados… lenguas muertas, como el zuñí, el español y el atabascano… pumas, puerco-espines y otros animales feroces… enfermedades infecciosas… sacerdotes… lagartos venenosos…

– No me diga.

Por fin los soltó. Bemard se lanzó corriendo a un teléfono. De prisa, de prisa; pero le costó tres minutos encontrar a Helmholtz Watson.

– A estas horas ya podríamos estar entre los salvajes -se lamentó-. ¡Maldita

incompetencia!

– Toma un gramo -sugirió Lenina.

Bernard se negó a ello, prefería su ira. Y, por fin, gracias a Ford, lo logró; sí, allá estaba Helmholtz; Helmholtz, a quien explicó lo que ocurría, y quien prometió ir allá inmediatamente y cerrar el grifo; sí, inmediatamente, pero al mismo tiempo aprovechó la oportunidad para repetirle lo que D.I.C. había dicho en público la noche anterior. -¿Cómo? ¿Que busca un sustituto para mí? -La voz de Bernard era agónica-. ¿Así que está decidido? ¿Habló de Islandia? ¿Sí? ¡Ford! ¡Islandia…!

Colgó el receptor y se volvió hacia Lenina. Su rostro aparecía muy pálido, con una expresión abatida.

– ¿Qué ocurre? -preguntó la muchacha.

– ¿Qué ocurre? -Bernard se dejó caer pesadamente en una silla-. Van a enviarme a Islandia.

En el pasado, a menudo se había preguntado qué efecto debía de producir ser objeto (privado de soma y sin otros recursos que los interiores) de algún gran proceso, de algún castigo, de alguna persecución; y hasta había deseado el sufrimiento. Apenas hacía una semana, en el despacho del director, se había imaginado a sí mismo resistiendo valerosamente, aceptando estoicamente el sufrimiento sin una sola queja. En realidad, las amenazas del director lo habían exaltado, le habían inducido a sentirse grande, importante. Pero ello -ahora se daba perfecta cuenta- obedecía a que no las había tomado en serio; no había creído ni por un instante que, en el momento de la verdad, el D.I.C. tomara decisión alguna. Pero ahora que, al parecer, las amenazas iban a cumplirse, Bernard estaba aterrado. No quedaba ni rastro de su estoicismo imaginativo, de su valor puramente teórico.

Lenina movió la cabeza.

– Él fue y él será tanto me dan -citó-. Un gramo tomarás y sólo el es verás.

Al fin le convenció para que se tomara cuatro tabletas de soma. Al cabo de cinco minutos, raíces y frutos habían sido abolidos; sólo la flor del presente se abría, lozana. Un mensaje del portero les avisó que, siguiendo órdenes del Guardián, un vigilante de la Reserva había acudido en avión y les esperaba en la azotea. Bernard y Lenina subieron inmediatamente. Un ochavón de uniforme verde de Gamma les saludó y procedió a recitar el programa matinal.