Vista panorámica de diez o doce de los principales pueblos, y aterrizaje para almorzar en el Valle de Malpaís. El parador era cómodo, y en el pueblo los salvajes probablemente celebrarían su festival de verano. Sería el lugar más adecuado para pasar la noche.
Ocuparon sus asientos en el avión y despegaron. Diez minutos más tarde cruzaban la frontera que separaba la civilización del salvajismo. Subiendo y bajando por las colinas, cruzando los desiertos de sal o de arena, a través de los bosques y de las profundidades violeta de los caiíones, por encima de despeñaderos, picos y mesetas llanas, la valla seguía ininterrumpidamente la línea recta, el símbolo geométrico del propósito humano triunfante. Y al pie de la misma, aquí y allá, un mosaico de huesos blanqueados o una carroña oscura, todavía no corrompida en el atezado suelo, señalaba el lugar donde un cíervo o un voraz zopilote atraído por el tufo de la carroña y fulminado como por una especie de justicia poética, se habían acercado demasiado a los cables aniquiladores.
– Nunca escarmientan -dijo el piloto del uniforme verde, señalando los esqueletos que, debajo de ellos, cubrían el suelo-. Y nunca escarmentarán -agregó riendo.
Bernard también rió; gracias a los dos gramos de soma, el chiste, por alguna razón, se le antojó gracioso.
Rió y después, casi inmediatamente, quedó sumido en el sueño, y, durmiendo, fue llevado por encima de Taos y Tesuco; de Namba, Picores y Pojoaque, de Sía y Cochiti, de Laguna, Acoma y la Mesa Encantada, de Cibola y Ojo Caliente, y despertó al fin para encontrar el aparato posado ya en el suelo, Lenina trasladando las maletas a una casita cuadrada, y el ochavón Gamma verde hablando incomprensiblemente con un joven indio.
– Malpaís -anunció el piloto, cuando Bernard se apeó-. Ésta es la hospedería. Y por la tarde habrá danza en el pueblo. Este hombre los acompañará. -Y señaló al joven salvaje de aspecto adusto-. Espero que se diviertan -sonrió-. Todo lo que hacen es divertido. -Con estas palabras, subió de nuevo al aparato y puso en marcha los motores-. Mañana volveré. Y recuerde -agregó tranquilizadoramente, dirigiéndose a Lenina- que son completamente mansos; los salvajes no les harán daño alguno. Tienen la suficiente experiencia de las bombas de gas para saber que no deben hacerles ninguna jugarreta.
Riendo todavía, puso en marcha la hélice del autogiro, aceleró y partió.
CAPITULO VII
La altiplanicie era como un navío anclado en un estrecho de polvo leonado. El canal zigzagueaba entre orillas escarpadas, y de un muro a otro corría a través del valle una franja de verdor: el río y sus campos contiguos. En la proa de aquel navío de piedra, en el centro del estrecho, y como formando parte del mismo, se levantaba, como una excrecencia geométrica de la roca desnuda, el pueblo del Malpaís. Bloque sobre bloque, cada piso más pequeño que el inmediato inferior, las altas casas se levantaban como pirámides escalonadas y truncadas en el cielo azul. A sus pies yacía un batiburrillo de edificios bajos y una maraña de muros; en tres de sus lados se abrían pobre el llano sendos Precipicios Verticales. Unas pocas columnas de humo ascendían verticalmente en el aire inmóvil y se desvanecían en lo alto.
– ¡Qué raro es todo esto! -dijo Lenina-. Muy raro. -Era su expresión condenatoria favorita-. No me gusta. Y tampoco me gusta este hombre.
Señaló al guía indio que debía llevarles al pueblo. Tales sentimientos, evidentemente, eran recíprocos; el hombre les precedía y, por tanto, sólo le veían la espalda, pero aun ésta tenía algo de hostil.
– Además -agregó Lenina, bajando la voz-, apesta.
Bernard no intentó negarlo. Siguieron andando.
De pronto fue como si el aire todo hubiese cobrado ritmo, y latiera, latiera, con el movimiento incansable de la sangre. Allá arriba, en Malpaís, los tambores sonaban: involuntariamente, sus pies se adaptaron al ritmo de aquel misterioso corazón, y aceleraron el paso. El sendero que seguían los llevó al pie del precipicio. Los lados o costados de la gran altiplanicie torreaban por encima de ellos, casi a cien pies de altura.
– Ojalá hubiésemos traído el helicóptero -dijo Lenina, levantando la mirada con enojo ante el muro de roca-. Me fastidia andar. ¡Y, en el suelo, uno se siente tan pequeño, a los pies de una colina!
Cuando estaban en mitad de la ascensión, un águila pasó volando tan cerca de ellos, que sintieron en el rostro la ráfaga de aire frío provocada por sus alas. En una grieta de la roca veíase un montón de huesos. El conjunto resultaba opresivamente extravagante, y el indio despedía un olor cada vez más intenso. Salieron por fin del fondo del barranco a plena luz del sol, la parte superior de la altiplanicie era un llano liso, rocoso.
– Como la Torre de Charing-T -comentó Lenina.
Pero no tuvo ocasión de gozar largo rato del descubrimiento de aquel tranquilizador parecido. El rumor aterciopelado de unos pasos los obligó a volverse. Desnudos desde el cuello hasta el ombligo, con sus cuerpos morenos pintados con líneas blancas (como pistas de tenis de asfalto, diría Lenina más tarde) y sus rostros inhumanos cubiertos de arabescos escarlata, negro y ocre, dos indios se acercaban corriendo por el sendero.
Llevaban los negros cabellos trenzados con pieles de zorro y franela roja. Pendían de sus hombros sendos mantos de plumas de pavo; y enormes diademas de pluma formaban alegres halos en torno a sus cabezas. A cada paso que daban, sus brazaletes de plata y sus pesados collares de hueso y de cuentas de turquesa entrechocaban y sonaban alegremente. Se aproximaron sin decir palabra, corriendo en silencio con sus pies descalzos con mocasines de piel de ciervo.
Uno de ellos empuñaba un cepillo de plumas, el otro llevaba en cada mano lo que a distancia parecían tres o cuatro trozos de cuerda gruesa. Una de las cuerdas se retorcía inquieta, y súbitamente Lenina comprendió que eran serpientes.
– No me gusta -exclamó Lenina-. No me gusta.
Todavía le gustó menos lo que le esperaba a la entrada del pueblo, en donde su guía los dejó solos para entrar a pedir instrucciones. Suciedad, montones de basura, polvo, perros, moscas… Con el rostro distorsionado en una mueca de asco, Lenina, se llevó un pañuelo a la nariz.
– Pero, ¿cómo pueden vivir así? -estalló.
En su voz sonaba un matiz de incredulidad indignada. Aquello no era posible.
Bernard se encogió filosóficamente de hombros.
– Piensa que llevan cinco o seis mil años viviendo así -dijo-. Supongo que a estas alturas ya estarán acostumbrados.
– Pero la limpieza nos acerca a la fordeza -insistió Lenina.
– Sí, y civilización es esterilización -prosiguió Bernard, completando así, en tono irónico, la segunda lección hipnopédica de higiene elemental-. Pero esta gente no ha oído hablar jamás de Nuestro Ford y no está civilizada. Por consiguiente, es inútil que…
– ¡Oh, mira! -exclamó Lenina, cogiéndose de su brazo.
Un indio casi desnudo descendía muy lentamente por la escalera de mano de una casa vecina, peldaño tras peldaño, con la temblorosa cautela de la vejez extrema. Su rostro era negro y aparecía muy arrugado, como una máscara de obsidiana. Su boca desdentada se hundía entre sus mejillas. En las comisuras de los labios y a ambos lados del mentón pendían, sobre la piel oscura, unos pocos pelos largos y casi blancos. Los cabellos largos y sueltos colgaban en mechones grises a ambos lados de su rostro. Su cuerpo aparecía encorvado y flaco hasta los huesos, casi descarnado. Bajaba lentamente, deteniéndose en cada peldaño antes de aventurarse a dar otro paso.
– Pero, ¿qué le pasa? -susurró Lenina.
En sus ojos se leía el horror y el asombro.
– Nada; sencillamente, es viejo -contestó Bernard, aparentando indiferencia, aunque no sentía tal.