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– ¡Lenina! -susurró-. ¡Lenina!

Un ruido lo sobresaltó; se volvió con expresión culpable. Guardó apresuradamente en la maleta todo lo que había sacado de ella, y cerró la tapa; volvió a escuchar, mirando con los ojos muy abiertos. Ni una sola señal de vida; ni un sonido. Y, sin embargo, estaba seguro de haber oído algo, algo así como un suspiro, o como el crujir de una madera. Se acercó de puntillas a la puerta, y, abriéndola con cautela, se encontró ante un vasto descansillo. Al otro lado de la meseta había otra puerta, entornada. Se acercó a ella, la empujó, y asomó la cabeza.

Allá, en una cama baja, con el cobertor bajado, vestida con un breve pijama de una sola pieza, yacía Lenina, profundamente dormida y tan hermosa entre sus rizos, tan conmovedoramente infantil con sus rosados dedos de los pies y su grave cara sumida en el sueño, tan confiada en la indefensión de sus manos suaves y sus miembros relajados, que las lágrimas acudieron a los ojos de John.

Con una infinidad de precauciones completamente innecesarias -por cuanto sólo un disparo de pistola hubiera podido obligar a Lenina a volver de sus vacaciones de soma antes de la hora fijada-, John entró en el cuarto, se arrodilló en el suelo, al lado de la cama, miró, juntó las manos, y sus labios se movieron.

– Sus ojos -murmuró.

Sus ojos, sus cabellos, su mejilla, su andar, su voz; los manejas en tu discurso; ioh, esa mano a cuyo lado son los blancos tinta cuyos propios reproches escribe; ante cuyo suave tacto parece áspero el plumón de los cisnes…!

Una mosca revoloteaba cerca de ella; John la ahuyentó.

– Moscas -recordó.

En el milagro blanco de la mano de mi querida Julieta pueden detenerse y robar gracia inmortal de sus labios, que, en su pura modestia de vestal, se sonrojan creyendo pecaminosos sus propios besos.

Muy lentamente, con el gesto vacilante de quien se dispone a acariciar un ave asustadiza y posiblemente peligrosa, John avanzó una mano.

Ésta permaneció suspendida, temblorosa, a dos centímetros de aquellos dedos inmóviles, al mismo borde del contacto. ¿Se atrevería? ¿Se atrevería a profanar con su indignísima mano aquella…? No, no se atrevió. El ave era demasiado peligrosa. La mano retrocedió, y cayó, lacia. ¡Cuán hermosa era Lenina! ¡Cuán bella!

Luego, de pronto, John se encontró pensando que le bastaría coger el tirador de la cremallera, a la altura del cuello, y tirar de él hacia abajo, de un solo golpe… Cerró los ojos y movió con fuerza la cabeza, como un perro que se sacude las orejas al salir del agua. ¡Detestable pensamiento! John se sintió avergonzado de sí mismo. Pura modestia de vestal…

Oyóse un zumbido en el aire. ¿Otra mosca que pretendía robar gracias inmortales? ¿Una avispa, acaso? John miró a su alrededor, y no vio nada. El zumbido fue en aumento, y pronto resultó evidente que se oía en el exterior. ¡El helicóptero! Presa de pánico, John saltó sobre sus pies y corrió al otro cuarto, saltó por la ventana abierta y corriendo por el sendero que discurría entre las altas pitas llegó a tiempo de recibir a Bernard Marx en el momento en que éste bajaba del helicóptero.

CAPITULO X

Las manecillas de los cuatro mil relojes eléctricos de las cuatro mil salas del Centro de Blomsbury señalaban las dos y veintisiete minutos. La industriosa colmena, como el director se complacía en llamarlo, se hallaba en plena fiebre de trabajo. Todo el mundo estaba atareado, todo se movía ordenadamente. Bajo los microscopios, agitando furiosamente sus largas colas, los espermatozoos penetraban de cabeza dentro de los óvulos, y fertilizados, los óvulos crecían, se dividían, o bien, bokanovskificados, echaban brotes y constituían poblaciones enteras de embriones. Desde la Sala de Predestinación Social las cintas sin fin bajaban al sótano, y allá, en la penumbra escarlata, calientes, cociéndose sobre su almohada de peritoneo y ahítos de sucedáneo de la sangre y de hormonas, los fetos crecían, o bien, envenenados, languidecían hasta convertirse en futuros Epsilones. Con un débil zumbido los estantes móviles reptaban imperceptiblemente, semana tras semana, hacia donde, en la Sala de Decantación, los niños recién desenfrascados exhalaban su primer gemido de horror y sorpresa.

Las dínamos jadeaban en el subsótano, y los ascensores subían y bajaban. En los once pisos de las Guarderías era la hora de comer. Mil ochocientos niños, cuidadosamente etiquetados, extraían, simultáneamente, de mil ochocientos biberones, su medio litro de secreción externa pasteurizada.

Más arriba, en las diez plantas sucesivas destinadas a dormitorios, los niños y niñas que todavía eran lo bastante pequeños para necesitar una siesta, se hallaban tan atareados como todo el mundo, aunque ellos no lo sabían, escuchando inconscientemente las lecciones hipnopédicas de higiene y sociabilidad, de conciencia de clases y de vida erótica. Y más arriba aún, había las salas de juego, donde, por ser un día lluvioso, novecientos niños un poco mayores se divertían jugando con ladrillos, modelando con ladrillos, modelando con arcilla, o dedicándose a jugar al escondite o a los corrientes juegos eróticos.

¡Zummm…! La colmena zumbaba, atareada, alegremente. ¡Alegres eran las canciones que tarareaban las muchachas inclinadas sobre los tubos de ensayo! Los predestinadores silboteaban mientras trabajaban, y en la Sala de Decantación se contaban chistes estupendos por encima de los frascos vacíos. Pero el rostro del director, cuando entró en la Sala de Fecundación con Henry Foster, aparecía grave, severo, petrificado.

– Un escarmiento público -decía-. Y en esta sala, porque en ella hay más trabajadores de casta alta que en ninguna otra de las del Centro. Le he dicho que viniera a verme aquí a las dos y media.

– Cumple su tarea admirablemente -dijo Henry, con hipócrita generosidad.

– Lo sé. Razón de más para mostrarme severo con él. Su eminencia intelectual entraña las correspondientes responsabilidades morales. cuanto mayores son los talentos de un hombre más grande es su poder de corromper a los demás. Y es mejor que sufra uno solo a que se corrompan muchos. Considere el caso desapasionadamente, Mr. Foster, y verá que no existe ofensa tan odiosa como la heterodoxia en el comportamiento. El asesino sólo mata al individuo, y, al fin y al cabo, ¿qué es un individuo? -Con un amplio ademán señaló las hileras de microscopios, los tubos de ensayo, las incubadoras-. Podemos fabricar otro nuevo con la mayor facilidad; tantos como queramos. La heterodoxia amenaza algo mucho más importante que la vida de un individuo; amenaza a la propia Sociedad. Sí, a la propia Sociedad -repitió-. Pero, aquí viene.

Bernard había entrado en la sala y se a cercaba a ellos pasando por entre lashileras de fecundadores. Su expresión jactancioso, de confianza en sí mismo, apenas lograba disimular su nerviosismo. La voz con que dijo: Buenos días, director sonó demasiado fuerte, absurdamente alta; y cuando, para corregir su error, dijo: Me pidió usted que acudiera aquí para hablarme, lo hizo con voz ridículamente débil.