El soma no gastaba tales jugarretas. Las vacaciones que proporcionaba eran perfectas, y si la mañana siguiente resultaba desagradable, sólo era por comparación con el gozo de la víspera. La solución era fáciclass="underline" perpetuar aquellas vacaciones. Glotonamente, Linda exigía cada vez dosis más elevadas y más frecuentes.
Al principio, el doctor Shaw ponía objeciones; después le concedió todo el soma
que quisiera. Linda llegaba a tomar hasta veinte gramos diarios.
– Lo cual acabará con ella en un mes o dos -confió el doctor a Bernard-. El día menos pensado el centro respiratorio se paralizará. Dejará de respirar. Morirá. Y no me parece mal. Si pudiéramos rejuvenecerla, la cosa sería distinta. Pero no podemos.
Cosa sorprendente, en opinión de todos (porque cuando estaba bajo la influencia del soma, Linda dejaba de ser un estorbo), John puso objeciones.
– Pero ¿no le acorta usted la vida dándole tanto soma?
– En cierto sentido, sí -reconoció el doctor Shaw-. Pero, según como lo mire, se la alargamos.
El joven lo miró sin comprenderle.
– El soma puede hacernos perder algunos años de vida temporal -explicó el doctor-. Pero piense en la duración inmensa, enorme, de la vida que nos concede fuera del tiempo. Cada una de vuestras vacaciones de soma es un poco lo que nuestros antepasados llamaban eternidad.
John empezaba a comprender.
– La eternidad estaba en nuestros labios y nuestros ojos -murmuró.
– ¿Cómo?
– Nada.
– Desde luego -prosiguió el doctor Shaw-, no podemos permitir que la gente se nos marche a la eternidad a cada momento si tiene algún trabajo serio que hacer. Pero como Linda no tiene ningún trabajo serio…
– Sin embargo -insistió John-, no me parece justo.
El doctor se encogió de hombros.
– Bueno, si usted prefiere que esté chillando como una loca todo el tiempo…
Al fin, John se vio obligado a ceder. Linda consiguió el soma que deseaba. A partir de entonces permaneció en su cuartito de la planta treinta y siete de la casa de apartamentos de Bernard, en cama, con la radio y la televisión constantemente en marcha, el grifo de pachulí goteando, y las tabletas de soma al alcance de la mano; allá permaneció, y, sin embargo, no estaba allá, en absoluto; estaba siempre fuera, infinitamente lejos, de vacaciones; de vacaciones en algún otro mundo, donde la música de la radio era un laberinto de colores sonoros, un laberinto deslizante, palpitante, que conducía (a través de unos recodos inevitables, hermosos) a un centro brillante de convicción absoluta; un mundo en el cual las ímágenes danzantes de la televisión eran los actores de un sensorama cantado, indescriptiblemente delicioso; donde el pachulí que goteaba era algo más que un perfume: era el sol, era un millón de saxofones, era Popé haciendo el amor, y mucho más aún, incomparablemente más, y sin fin…
– No, no podemos rejuvenecer. Pero me alegro mucho de haber tenido esta oportunidad de ver un caso de senilidad del ser humano -concluyó el doctor Shaw-. Gracias por haberme llamado.
Y estrechó calurosamente la mano de Bernard.
Por consiguiente, era John a quien todos buscaban. Y como a John sólo cabía verle a través de Bernard, su guardián oficial, Bernard se vio tratado por primera vez en su vida no sólo normalmente, sino como una persona de importancia sobresaliente.
Ya no se hablaba de alcohol en su sucedáneo de la sangre, ni se lanzaban pullas a propósito de su aspecto físico.
– Bernard me ha invitado a ir a ver al Salvaje el próximo miércoles -anunció Fanny triunfalmente.
– Lo celebro -dijo Lenína-. Y ahora, reconoce que estabas equivocada en cuanto a Bernard. ¿No lo encuentras simpatiquísimo?
Fanny asintió con la cabeza.
– Y debo confesar -agregó- que me llevé una sorpresa muy agradable.
El Envasador Jefe, el director de Predestinación, tres Delegados Auxiliares de Fecundación, el Profesor de Sensoramas del Colegio de Ingeniería Emocional, el Deán de la Cantoría Comunal de Westminster, el Supervisor de Bokanovskificación… La lista de personajes que frecuentaba a Bernard era interminable.
– Y la semana pasada fui con seis chicas -confió Bernard a Helmholtz Watson-. Una el lunes, dos el martes, otras dos el viernes y una el sábado. Y si hubiese tenido tiempo o ganas, había al menos una docena más de ellas que sólo estaban deseando…
Helmholtz escuchaba sus jactancias en un silencio tan sombrío y desaprobador, que Bernard se sintió ofendido.
– Me envidias -dijo.
Helmholtz denegó con la cabeza.
– No, pero estoy muy triste; esto es todo -contestó.
Bernard se marchó irritado, y se dijo que no volvería a dirigir la palabra a
Helmholtz.
Pasaron los días. El éxito se le subió a Bernard a la cabeza y le reconcilió casi completamente (como lo hubiese conseguido cualquier otro intoxicante) con un mundo que, hasta entonces, había juzgado poco satisfactorio. Desde el momento en que le reconocía a él como un ser importante, el orden de cosas era bueno. Pero, aun reconciliado con él por el éxito. Bernard se negaba a renunciar al privilegio de criticar este orden. Porque el hecho de ejercer la crítica aumentaba la sensación de su propia importancia, le hacía sentirse más grande. Además, creía de verdad que había cosas criticables. (Al mismo tiempo, gozaba de veras de su éxito y del hecho de poder conseguir todas las chicas que deseaba.) En presencia de quienes, con vistas al Salvaje, le hacían la corte, Bernard hacía una asquerosa exhibición de heterodoxia. Todos le escuchaban cortésmente. Pero, a sus espaldas, la gente movía la cabeza. Este joven acabará mal, decían, y formulaban esta profecía confiadamente porque se proponían poner todo de su parte para que se cumpliera. La próxima vez no encontrará otro Salvaje que lo salve por los pelos, decían. Pero, por el momento, había el primer Salvaje; valía la pena mostrarse corteses con Bernard.
– Más liviano que el aire -dijo Bernard, señalando hacia arriba.
Como una perla en el cielo, alto, muy alto por encima de ellos, el globo cautivo del Departamento Meteorológico brillaba, rosado, a la luz del sol.
… es preciso mostrar a dicho Salvaje la vida civilizada en todos sus aspectos, decían las instrucciones de Bernard.
En aquel momento le estaba enseñando una vista panorámica de la misma, desde la plataforma de la Torre de Charing-T. El Jefe de la Estación y el Meteorólogo Residente actuaban en calidad de guías. Pero Bernard llevaba casi todo el peso de la conversación. Embriagado, se comportaba exactamente igual que si hubiese sido, como mínimo, un Interventor Mundial en visita. Más liviano que el aire.
El Cohete Verde de Bombay cayó del cielo. Los pasajeros se apearon. Ocho mellizos dravídicos idénticos, vestidos de color caqui, asomaron por las ocho portillas de la cabina: los camareros.
– Mil doscientos cincuenta kilómetros por hora -dijo solemnemente el Jefe de la Estación-. ¿Qué le parece, Mr. Salvaje?
John lo encontró magnífico.
– Sin embargo -dijo- Ariel podía poner un cinturón a la tierra en cuarenta minutos.
El Salvaje -escribió Bernard en su informe a Mustafá Mond- muestra, sorprendentemente, escaso asombro o terror ante los inventos de la civilización.
Ello se debe en parte, sin duda, al hecho de que había oído hablar de ellos a esa mujer llamada Linda, su m…
Mustafá frunció el ceño. ¿Creerá ese imbécil que soy demasiado ñoño para no poder ver escrita la palabra entera?
En parte porque su interés se halla concentrado en lo que él llama "el alma", que insiste en considerar como algo enteramente independiente del ambiente físico; por consiguiente, cuando intenté señalarle que…