El Interventor se saltó las frases siguientes, y cuando se disponía a volver la hoja en busca de algo más interesante y concreto, sus miradas fueron atraídas por una serie de frases completamente extraordinarias.
… aunque debo reconocer -leyó- que estoy de acuerdo con el Salvaje en juzgar el infantilismo civilizado demasiado fácil o, como dice él, no lo bastante costoso; y quisiera aprovechar esta oportunidad para llamar la atención de Su Fordería hacia…
La ira de Mustafá Mond cedió el paso casi inmediatamente al buen humor. La idea de que aquel individuo pretendiera solemnemente darle lecciones a él -a él- sobre el orden social, era realmente demasiado grotesca. El pobre tipo debía de haberse vuelto loco. Tengo que darle una buena lección, se dijo; después echó la cabeza hacia atrás y soltó una fuerte carcajada. Por el momento, en todo caso, la lección podía esperar.
Se trataba de una pequeña fábrica de alumbrado para helicópteros, filial de la Sociedad de Equipos Eléctricos. Les recibieron en la misma azotea (porque los efectos de la circular de recomendación del Interventor eran mágicos) el Jefe Técnico y el Director de Elementos Humanos bajaron a la fábrica.
– Cada proceso de fabricación -explicó el director de Elementos Humanos- es confiado, dentro de lo posible, a miembros de un mismo Grupo de Bokanovsky.
Y, en efecto, ochenta y tres Deltas braquicéfalos, negros y casi desprovistos de nariz, se hallaban trabajando en el estampado en frío. Los cincuenta y seis tornos y mandriles de cuatro brocas eran manejados por cincuenta y seis Gammas aguileños, color de jengibre. En la fundición trabajaban ciento siete Epsilones senegaleses especialmente condicionados para soportar el calor. Treinta y tres Deltas hembras, de cabeza alargada, rubias, de pelvis estrecha, y todas ellas de un metro sesenta y nueve centímetros de estatura, con diferencias máximas de veinte milímetros, cortaban tornillos. En la sala de montajes las dínamos eran acopladas por dos grupos de enanos Gamma-Más. Los dos bancos de trabajo, alargados, estaban situados uno frente al otro; entre ambos reptaba la cinta sin fin con su carga de piezas sueltas; cuarenta y siete cabezas rubias se alineaban frente a cuarenta y siete cabezas morenas. Cuarenta y siete machos frente a cuarenta y siete narigudos; cuarenta y siete mentones escurridos frente a cuarenta y siete mentones salientes. Los aparatos, una vez acoplados, eran inspeccionados por dieciocho muchachas idénticas, de pelo castaño rizado, vestidas del color verde de los Gammas, embalados en canastas por cuarenta y cuatro Delta-Menos pernicortos y zurdos, y cargados en los camiones y carros por sesenta y tres Epsilones semienanos, de ojos azules, pelirrojos y pecosos.
– ¡Oh maravilloso nuevo mundo…!
Por una especie de chanza de su memoria, el Salvaje se encontró repitiendo las palabras de Miranda:
– ¡Oh maravilloso nuevo mundo que alberga a tales seres!
– Y le aseguro -concluyó el director de Elementos Humanos, cuando salían de los talleres que apenas tenemos problema alguno con nuestros obreros. Siempre encontramos…
Pero el Salvaje, súbitamente, se había separado de sus acompañantes y, oculto tras un macizo de laureles, estaba sufriendo violentas arcadas, como si la tierra firme hubiese sido un helicóptero con una bolsa de aire.
En Eton, aterrizaron en la azotea de la Escuela Superior. Al otro lado del Patio de la Escuela, los cincuenta y dos pisos de la Torre de Lupton destellaban al sol. La Universidad a la izquierda y la Cantoría Comunal de la Escuela a la derecha, levantaban su venerable cúmulo de cemento armado y vita-cristal. En el centro del espacio cuadrangular se erguía la antigua estatua de acero cromado de Nuestro Ford.
El doctor Gaffney, el Preboste, y Miss Keate, la Maestra Jefe, les recibieron al bajar del aparato.
– ¿Tienen aquí muchos mellizos? -preguntó el Salvaje, con aprensión, en cuanto empezaron la vuelta de inspección.
– ¡Oh, no! -contestó el Preboste-. Eton está reservado exclusivamente para los muchachos y muchachas de las clases más altas. Un óvulo, un adulto. Desde luego, ello hace más difícil la instrucción. Pero como los alumnos están destinados a tomar sobre sí graves responsabilidades y a enfrentarse con contingencias inesperadas, no hay más remedio.
Y suspiró.
Bernard, entretanto, iniciaba la conquista de Miss Keate.
– Si está usted libre algún lunes, miércoles -a viernes por la noche -le decía-, puede venir a mi casa. -Y, señalando con el pulgar al Salvaje, añadió-: Es un tipo curioso, ¿sabe usted? Estrafalario.
Miss Keate sonrió (y su sonrisa le pareció a Bernard realmente encantadora).
– Gracias -dijo-. Me encantará asistir a una de sus fiestas.
El Preboste abrió la puerta.
Cinco minutos en el aula de los Alfa-Doble Más dejaron a John un tanto confuso.
– ¿Qué es la relatividad elemental? -susurró a Bernard.
Bernard intentó explicárselo, pero, cambiando de opinión, sugirió que pasaran a otra aula.
Tras de una puerta del corredor que conducía al aula de Geografía de los Beta-Menos, una voz de soprano, muy sonora, decía:
– Uno, dos, tres, cuatro. -Y después, con irritación fatigada-: Como antes.
– Ejercicios malthusianos -explicó la Maestra Jefe-. La mayoría de nuestras muchachas son hermafroditas, desde luego. Yo lo soy también. -Sonrió a Bernard-. Pero tenemos a unas ochocientas alumnas no estirilizadas que necesitan ejercicios constantes.
En el aula de Geografía de los Beta-Menos, John se enteró de que una Reserva para Salvajes es un lugar que, debido a sus condiciones climáticas o geológicas desfavorables, o por su pobreza en recursos naturales, no ha merecido la pena civilizar. Un breve chasquido, y de pronto el aula quedó a oscuras; en la pantalla situada encima de la cabeza del profesor, aparecieron los Penitentes de Acoma postrándose ante Nuestra Señora, gimiendo como John les había oído gemir, confesando sus pecados ante Jesús crucificado o ante la imagen del águila de Pukong. Los jóvenes etonianos reían estruendosamente. Sin dejar de gemir, los Penitentes se levantaron, se desnudaron hasta la cintura, y con látigos de nudos, empezaron a azotarse. Las carcajadas, más sonoras todavía, llegaron a ahogar los gemidos de los Penitentes.
– Pero ¿por qué se ríen? -preguntó el Salvaje, dolido y asombrado a un tiempo.
– ¿Por qué? -El Preboste volvió hacia él el rostro, en el que todavía retozaba una ancha sonrisa-. ¿Por qué? Pues… porque resulta extraordinariamente gracioso.
En la penumbra cinematográfica, Bernard aventuró un gesto que, en el pasado, ni siquiera en las más absolutas tinieblas hubiese osado intentar. Fortalecido por su nueva sensación de importancia, pasó un brazo por la cintura de la Maestra Jefe. La cintura cedió a su abrazo, doblándose como un junco. Bernard se disponía a esbozar un beso o dos, o quizás un pellizco, cuando se hizo de nuevo la luz.
– Tal vez será mejor que sigamos -dijo Miss Keatte.
Y se dirigió hacia la puerta.
Un momento más tarde, el Preboste dijo:
– Ésta es la sala de Control Hipnopédico.
Cientos de aparatos de música sintética, uno para cada dormitorio, aparecían alineados en estantes colocados en tres de los lados de la sala; en la cuarta pared se hallaban los agujeros donde debían colocarse los rollos de pista sonora en los que se imprimían las diversas lecciones hipnopédicas.
– Basta colocar el rollo aquí -explicó Bernard, interrumpiendo al doctor Gaffney-, pulsar este botón…
– No, este otro -le corrigió el Preboste, irritado.
– O este otro, da igual. El rollo se va desenrollando. Las células de selenio transforman los impulsos luminosos en ondas sonoras, y…
– Y ya está -concluyó el doctor Gaffney.
– ¿Leen a Shakespeare? -preguntó el Salvaje mientras se dirigían hacia los laboratorios Bioquímicos, al pasar por delante de la Biblioteca de la Escuela