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– Claro que no -dijo la Maestra Jefe, sonrojándose.

– Nuestra Biblioteca -explicó el doctor Gaffney- contiene sólo libros de referencia. Si nuestros jóvenes necesitan distracción pueden ir al sensorama. Por principio, no los animamos a dedicarse a diversiones solitarias.

Cinco autocares llenos de muchachos y muchachas que cantaban o permanecían silenciosamente abrazados pasaron por su lado, por la pista vitrificada.

– Vuelven del Crematorio de Slough -explicó el doctor Gaffney, mientras Bernard, en susurros, se citaba con la Maestra Jefe para aquella misma noche-. El condicionamiento ante la muerte empieza a los dieciocho meses. Todo crío pasa dos mañanas cada semana en un Hospital de Moribundos. En estos hospitales encuentran los mejores juguetes, y se les obsequia con helado de chocolate los días que hay defunción. Así aprenden a aceptar la muerte como algo completamente corriente.

– Como cualquier otro proceso fisiológico -exclamó la Maestra Jefe, profesionalmente.

Ya estaba decidido: a las ocho en el Savoy.

De vuelta a Londres, se detuvieron en la fábrica de la Sociedad de Televisión de Brentford.

– ¿Te importa esperarme aquí mientras voy a telefonear? -preguntó Bernard.

El Salvaje esperó, sin dejar de mirar a su alrededor. En aquel momento cesaba en su trabajo el Turno Diurno Principal. Una muchedumbre de obreros de casta inferior formaban cola ante la estación del monorraíclass="underline" setecientos u ochocientos Gammas, Deltas y Epsilones, hombres y mujeres, entre los cuales sólo había una docena de rostros y de estaturas diferentes. A cada uno de ellos, junto con el billete, el cobrador le entregaba una cajita de píldoras. El largo ciempiés humano avanzaba lentamente.

Recordando El mercader de Venecia, el Salvaje preguntó a Bernard, cuando éste se le reunió:

– ¿Qué hay en esas cajitas?

– La ración diaria de soma Contesto Bernard, un tanto confusamente, porque en aquel momento masticaba una pastilla de goma de mascar de las que le había regalado Benito Hoover-. Se las dan cuando han terminado su trabajo cotidiano. Cuatro tabletas de medio gramo. Y seis los sábados.

Cogió afectuosamente del brazo a John, y así, juntos, se dirigieron hacia el helicóptero.

Lenina entró canturreando en el Vestuario.

– Pareces encantada de la vida -dijo Fanny. -Lo estoy -contestó Lenina. ¡Zas!-. Bernard me llamó hace media hora-. ¡Zas! ¡Zas! Se quitó los pantalones cortos-. Tiene un compromiso inesperado. -¡Zas!-. Me ha preguntado si esta noche quiero llevar al Salvaje al sensorama. Debo darme prisa.

Y se dirigió corriendo hacia el baño.

Es una chica con suerte, se dijo Fanny, viéndola alejarse.

El Segundo Secretario del Interventor Mundial Residente la había invitado a cenar y a desayunar. Lenina había pasado un fin de semana con el Ford Juez Supremo, y otro con el Archiduque Comunal de Canterbury. El Presidente de la Sociedad de Secreciones Internas y Externas la llamaba constantemente por teléfono, y Lenina había ido a Deauville con el Gobernador-Diputado del Banco de Europa.

– Es maravilloso, desde luego. Y, sin embargo, en cierto modo -había confesado Lenina a Fanny- tengo la sensación de conseguir todo esto haciendo trampa. Porque, naturalmente, lo primero que quieren saber todos es qué tal resulta hacer el amor con un Salvaje. Y tengo que decirles que no lo sé. -Lenina movió la cabeza-. La mayoría de ellos no me creen, desde luego. Pero es la pura verdad. Ojalá no lo fuera -agregó, tristemente; y suspiró-. Es guapísimo, ¿no te parece?

– Pero ¿es que no le gustas? -preguntó Fanny. -A veces creo que sí, y otras creo que no. Siempre procura evitarme; sale de su estancia cuando yo entro en ella; no quiere tocarme; ni siquiera mirarme. Pero a veces me vuelvo súbitamente, y lo pillo mirándome; y entonces…, bueno, ya sabes cómo te miran los hombres cuando les gustas.

Sí, Fanny lo sabía.

– No llego a entenderlo -dijo Lenina.

No lo entendía, y ello no sólo la turbaba, sino que la trastornaba profundamente.

– Porque, ¿sabes, Fanny?, me gusta mucho.

Le gustaba cada vez más. Bueno, hoy se me ofrece una excelente ocasión, pensaba, mientras se perfumaba, después del baño. Unas gotas más de perfume; un poco más. Una ocasión excelente. Su buen humor se vertió en una canción:

Abrázame hasta embriagarme de amor, bésame hasta dejarme en coma; abrázame, amor, arrímate a mí; el amor es tan bueno como el soma.

Arrellanados en sus butacas neumáticas, Lenina y el Salvaje, olían y escuchaban. Hasta que llegó el momento de ver y palpar también.

Las luces se apagaron; y en las tinieblas surgieron unas letras llameantes, sólidas, que parecían flotar en el aire. Tres semanas en helicóptero. Un film sensible, supercantado, hablado sintéticamente, en color y estereoscópico, con acompañamiento sincronizado de órgano de perfumes.

– Agarra esos pomos metálicos de los brazos de tu butaca -susurró Lenina-. De lo contrario no notarás los efectos táctiles.

El salvaje obedeció sus instrucciones.

Entretanto, las letras llameantes habían desaparecido; siguieron diez segundos de oscuridad total; después, súbitamente, cegadoras e incomparablemente más reales de lo que hubiesen podido parecer de haber sido de carne y hueso, más reales que la misma realidad, aparecieron las imágenes estereoscópicas, abrazadas, de un negro gigantesco y una hembra Beta-Más rubia y braquicéfala.

El Salvaje se sobresaltó. ¡Aquella sensación en sus propios labios! Se llevó una mano a la boca; las cosquillas cesaron; volvió a poner la mano izquierda en el pomo metálico y volvió a sentirlas. Entretanto, el órgano de perfumes, exhalaba almizcle puro. Agónica, una superpaloma zureaba en la pista sonora: ¡Oh…, oooh…! Y, vibrando a sólo treinta y dos veces por segundo, una voz más grave que el bajo africano contestaba: ¡Ah…, aaah! ¡Oh, oooh! ¡Ah…, aaah!, los labios estereoscópicos se unieron nuevamente, y una vez más las zonas erógenas faciales de los seis mil espectadores del Alhambra se estremecieron con un placer galvánico casi intolerable. ¡Ohhh…!

El argumento de la cinta era sumamente sencillo. Pocos minutos después de los primeros -Ooooh y Aaaah (tras el canto de un dúo y una escena de amor en la famosa piel de oso, cada uno de cuyos pelos -el Predestinador Ayudante tenía toda la razón- podía palparse separadamente), el negro sufría un accidente de helicóptero y caía de cabeza. ¡Plas! ¡Oué golpe en la frente! Un coro de ayes se levantó del público.

El golpe hizo añicos todo el condicionamiento del negro, quien sentía a partir de aquel momento una pasión exclusiva y demente por la rubia Beta. La muchacha protestaba. Él insistía. Había luchas, persecuciones, un ataque a un rival, y, finalmente, un rapto sensacional. La Beta rubia era arrebatada por los aires y debía pasar tres semanas suspendida en el cielo, en un tête-à-tête completamente antisocial con el negro loco. Finalmente, tras un sinfín de aventuras y de acrobacias aéreas, tres guapos jóvenes Alfas lograban rescatarla.

El negro era enviado a un Centro de Recondicionamiento de Adultos, y la cinta terminaba feliz y decentemente cuando la Beta rubia se convertía en la amante de sus tres salvadores. Después la alfombra de piel de oso hacía su aparición final y, entre el estridor de los saxofones, el último beso estereoscópico se desvanecía en la oscuridad y la última titilación eléctrica moría en los labios como una mosca moribunda que se estremece una y otra vez, cada vez más débilmente, hasta que al fin se inmoviliza definitivamente.

Pero, en Lenina, la mosca no murió del todo. Aun después de encendidas las luces, mientras se dirigían con la muchedumbre, arrastrando los pies, hacia los ascensores, su fantasma seguía cosquilleándole en los labios, seguía trazando surcos estremecidos de ansiedad y placer en su piel. Sus mejillas estaban arreboladas, sus ojos brillaban, y respiraban afanosamente. Lenina cogió el brazo del Salvaje y lo apretó contra su costado. El Salvaje la miró un momento, pálido, dolorido, lleno de deseo y al mismo tiempo avergonzado de su propio deseo. Él no era digno, no…