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Los ojos de Lenina y los del Salvaje coincidieron un instante. ¡Qué tesoros prometían los de ella! El Salvaje se apresuró a desviar los suyos, y soltó el brazo que ella le sujetaba.

– Creo que no deberías ver cosas como ésas -dijo al fin el muchacho, apresurándose a atribuir a las circunstancias ambientales todo reproche por cualquier pasado o futuro fallo en la perfección de Lenina.

– ¿Cosas como qué, John?

– Como esa horrible película.

– ¿Horrible? -Lenina estaba sinceramente asombrada-. Yo la he encontrado estupenda.

– Era abyecto -dijo el Salvaje, indignado-, innoble…

– No te entiendo -contestó Lenina.

¿Por qué era tan raro? ¿Por qué se empeñaba en estropearlo todo?

En el taxicóptero, el Salvaje apenas la miró. Atado por unos poderosos votos que jamás habían sido pronunciados, obedeciendo a leyes que habían prescrito desde hacía muchísimo tiempo, permanecía sentado, en silencio, con el rostro vuelto hacia otra parte. De vez en cuando, como si un dedo pulsara una cuerda tensa, a punto de romperse, todo su cuerpo se estremecía en un súbito sobresalto nervioso.

El taxicóptero aterrizó en la azotea de la casa de Lenina. Al fin -pensó ésta, llena de exultación, al apearse-. Al fin. A pesar de que hasta aquel momento el Salvaje se había comportado de manera muy extraña. De pie bajo un farol, Lenina se miró en el espejo de mano. Al fin. Sí, la nariz le brillaba un poco. Sacudió los polvos de su borla. Mientras el Salvaje pagaba el taxi tendría tiempo de arreglarse. Lenina se empolvó la nariz, pensando: Es guapísimo. No tiene por qué ser tímido como Bemard… Y sin embargo… Cualquier otro ya lo hubiese hecho hace tiempo. Pero ahora, al fin… El fragmento de su rostro que se reflejaba en el espejito redondo le sonrió.

– Buenas noches -dijo una voz ahogada detrás de ella.

Lenina se volvió en redondo. El Salvaje se hallaba de pie en la puerta del taxi, mirándola fijamente; era evidente que no había cesado de mirarla todo el rato, mientras ella se empolvaba, esperando -pero, ¿a qué?-, o vacilando, esforzándose por decidirse, y pensando todo el rato, pensando… Lenina no podía imaginar qué clase de extraños pensamientos.

– Buenas noches, Lenina -repitió el Salvaje. -Pero, John… Creí que ibas a… Quiero decir que, ¿no vas a…?

El Salvaje cerró la puerta y se inclinó para decir algo al piloto. El taxicóptero despegó.

Mirando hacia abajo por la ventanilla practicada en el suelo, del aparato, el Salvaje vio la cara de Lenina, levantada hacia arriba, pálida a la luz azulada de los faroles. Con la boca abierta, lo llamaba. Su figura, achaparrado por la perspectiva, se perdió en la distancia; el cuadro de la azotea, cada vez más pequeño, parecía hundirse en un océano de tinieblas.

Cinco minutos después, el Salvaje estaba en su habitación. Sacó de su escondrijo el libro roído por los ratones, volvió con cuidado religioso sus páginas manchadas y arrugadas, y empezó a leer Otelo. Recordaba que Otelo, como el protagonista de Tres semanas en helicóptero, era un negro.

CAPITULO XII

Bernard tuvo que gritar a través de la puerta cerrada; el Salvaje se negaba a abrirle.

– ¡Pero si están todos aquí, esperándote! -Que esperen -dijo la voz, ahogada por la puerta.

– Sabes de sobra, John -¡cuán difícil resulta ser persuasivo cuando hay que chillar a voz en grito!-, que los invité, que los invité precisamente para que te conocieran.

– Antes debiste preguntarme a mí si deseaba conocerles a ellos.

– Hasta ahora siempre viniste, John. -Precisamente por esto no quiero volver.

– Hazlo sólo por complacerme

– imploró Bernard.

– No.

– ¿Lo dices en serio?

– Sí.

Desesperado, Bernard baló:

– Pero, ¿qué voy a hacer?

– ¡Vete al infierno! -gruñó la voz exasperada desde dentro de la habitación.

– Pero, ¡si esta noche ha venido el Archichantre Comunal de Canterbury!

Bernard casi lloraba.

– Ai yaa tákwa! -Sólo en lengua zuñí podía expresar adecuadamente el Salvaje lo que pensaba del Archíchantre de Canterbury-. Háni! -agregó, como pensándolo mejor; y después, con ferocidad burlona, agregó-: Sons éso tse-ná.

Y escupió en el suelo como hubiese podido hacerlo el mismo Popé.

Al fin Bernard tuvo que retirarse, abrumado, a sus habitaciones y comunicar a la impaciente asamblea que el Salvaje no aparecería aquella noche. La noticia fue recibida con indignación. Los hombres estaban furiosos por el hecho de haber sido inducidos a tratar con cortesía a aquel tipo insignificante, de mala fama y opiniones heréticas. Cuanto más elevada era su posición, más profundo era su resentimiento.

– ¡Jugarme a mí esta mala pasada! -repetía el Archichantre una y otra vez-. ¡A mí!

En cuanto a las mujeres, tenían la sensación de haber sido seducidas con engaños por aquel hombrecillo raquítico, en cuyo frasco alguien había echado alcohol por error, por aquel ser cuyo físico era el propio de un Gama-Menos. Era un ultraje, y lo decían asimismo, y cada vez con voz más fuerte.

Sólo Lenina no dijo nada. Pálida, con sus ojos azules nublados por una insólita melancolía, permanecía sentada en un rincón, aislada de cuantos la rodeaban por una emoción que ellos no compartían.

Había ido a la fiesta llena de un extraño sentimiento de ansiosa exultación. Dentro de pocos minutos -se había dicho, al entrar en la estancia -lo veré, le hablaré, le diré (porque estaba completamente decidida) que me gusta, más que nadie en el mundo. Y entonces tal vez él dirá…

¿Qué diría el Salvaje? La sangre había afluido a las mejillas de Lenina.

¿Por qué se comportó de manera tan extraña la otra noche, después del sensorama? ¡Qué raro estuvo! Y, sin embargo, estoy completamente cierta de que le gusto. Estoy segura…

En aquel momento Bernard había soltado la noticia: el Salvaje no asistiría a la fiesta.

Lenina experimentó súbitamente todas las sensaciones que se observan al principio de un tratamiento con sucedáneo de Pasión Violenta: un sentimiento de horrible vaciedad, de aprensión, casi de náuseas. Le pareció que el corazón dejaba de latirle.

– Realmente es un poco fuerte -decía la Maestra Jefe de Eton al director de Crematorios y Recuperación del Fósforo-. Cuando pienso que he llegado a…

– Sí -decía la voz de Fanny Crowne-, lo del alcohol es absolutamente cierto. Conozco a un tipo que conocía a uno que en aquella época trabajaba en el Almacén de Embriones. Éste se lo dijo a mi amigo, y mi amigo me lo dijo a mí…

– Una pena, una pena -decía Henry Foster, compadeciendo al Archichantre Comunal-. Puede que le interese a usted saber que nuestro ex director estaba a punto de trasladarle a Islandia.

Atravesado por todo lo que se decía en su presencia, el hinchado globo de la autoconfianza de Bernard perdía por mil heridas. Pálido, derrengado, abyecto y desolado, Bernard se agitaba entre sus invitados, tartamudeando excusas incoherentes, asegurándoles que la próxima vez el Salvaje asistiría, invitándoles a sentarse y a tomar un bocadillo de carotina, una rodaja de pâtè de vitamina A, o una copa de sucedáneo de champaña. Los invitados comían, sí, pero le ignoraban; bebían y lo trataban bruscamente o hablaban de él entre sí, en voz alta y ofensivamente, como si no se hallara presente.

– Y ahora, amigos -dijo el Archichantre de Canterbury, con su hermosa y sonora voz, la voz en que conducía los oficios de las celebraciones del Día de Ford-, ahora, amigos, creo que ha llegado el momento…

Se levantó, dejó la copa, se sacudió del chaleco de viscosa púrpura las migajas de una colación considerable, y se dirigió hacia la puerta.

Bernard se lanzó hacia delante para detenerle. -¿De verdad debe marcharse, Archichantre…? Es muy temprano todavía. Yo esperaba que…