¡Oh, sí, cuántas cosas había esperado desde el momento que Lenina le había dicho confidencialmente que el Archichantre Comunal aceptaría una invitación si se la enviaba! ¡Es simpatiquísimo! Y había enseñado a Bernard la pequeña cremallera de oro, con el tirador en forma de T, que el Archichantre le había regalado en recuerdo del fin de semana que Lenina había pasado en la Cantoría Diocesana. Asistirán el Archichantre Comunal de Canterbury y Mr. Salvaje. Bernard había proclamado su triunfo en todas las invitaciones enviadas. Pero el Salvaje había elegido aquella noche, precisamente aquella noche, para encerrarse en su cuarto y gritar: Hání!, y hasta (menos mal que Bernard no entendía el zuñí) Sons éso tse-ná! Lo que había de ser el momento cumbre de toda la carrera de Bernard se había convertido en el momento de su máxima humillación.
– Había confiado tanto en que… -repetía Bernard, tartamudeando y alzando los ojos hacia el gran dignatario con expresión implorante y dolorida.
– Mi joven amigo -dijo el Archichantre Comunal en un tono de alta y solemne severidad; se hizo un silencio general-. Antes de que sea demasiado tarde. Un buen consejo. -Su voz se hizo sepulcral-. Enmiéndese, mi joven amigo, enmiéndese.
Hizo la señal de la T sobre su cabeza y se volvió.
– Lenina, querida -dijo en otro tono-. Ven conmigo.
Arriba, en su cuarto, el Salvaje leía Romeo y Julieta.
Lenina y el Archichantre Comunal se apearon en la azotea de la Cantoría.
– Date prisa, mi joven amiga…, quiero decir, Lenina -la llamó el Archichantre, impaciente, desde la puerta del ascensor.
Lenina, que se había demorado un momento para mirar la luna, bajó los ojos y cruzó rápidamente la azotea para reunirse con él.
Una nueva Teoria de Biología. Éste era el título del estudio que Mustafá Mond acababa de leer. Permaneció sentado algún tiempo, meditando, con el ceño fruncido, y después cogió la pluma y escribió en la portadilla: El tratamiento matemático que hace el autor del concepto de finalidad es nuevo y altamente ingenioso, pero herético y, con respecto al presente orden social, peligroso y potencialmente subversivo. Prohibida su publicación. Subrayó estas últimas palabras. Debe someterse a vigilancia al autor. Es posible que se imponga su traslado a la Estación Biológica Marítima de Santa Elena. Una verdadera lástima, pensó mientras firmaba. Era un trabajo excelente. Pero en cuanto se empezaba a admitir explicaciones finalistas… bueno, nadie sabía dónde podía llegarse.
Con los ojos cerrados y extasiado el rostro, John recitaba suavemente al vacío:
¡Ella enseña a las antorchas a arder con fulgor!
Y parece pender sobre la mejilla de la noche como una rica joya en la oreja de un etíope; belleza excesiva para ser usada; demasiada para la tierra.
La T de oro pendía, refulgente, sobre el pecho de Lenina. El Archichantre Comunal, juguetonamente, la cogió, y tiró de ella lentamente.
Rompiendo un largo silencio, Lenina dijo de pronto:
– Creo que será mejor que tome un par de gramos de soma.
A aquellas horas, Bernard dormía profundamente, sonriendo al paraíso particular de su sueños. Sonriendo, sonriendo. Pero, inexorablemente, cada treinta segundos, la manecilla del reloj eléctrico situado encima de su cama saltaba hacia delante, con un chasquido casi imperceptible. Clic, clic, clic, clic… Y llegó la mañana, Bernard estaba de vuelta, entre las miserias del espacio y del tiempo. Cuando se dirigió'en taxi a su trabajo en el Centro de Condicionamiento, se hallaba de muy mal humor. La embriaguez del éxito se había evaporado; volvía a ser él mismo, el de antes; y por contraste con el hinchado balón de las últimas semanas, su antiguo yo parecía muchísimo más pesado que la atmósfera que lo rodeaba.
El Salvaje, inesperadamente, se mostró muy comprensivo con aquel Bernard deshinchado.
– Te pareces más al Bernard que conocí en Malpaís -dijo, cuando Bernard, en tono quejumbroso, le hubo confiado su fracaso-. ¿Recuerdas la primera vez que hablamos? Fuera de la casucha. Ahora eres como entonces.
– Porque vuelvo a ser desdichado; he aquí el porqué.
– Bueno, pues yo preferiría ser desdichado antes que gozar de esa felicidad falsa, embustera, que tenéis aquí.
– ¡Hombre, me gusta eso! -dijo Bernard con amargura-. ¡Cuando tú tienes la culpa de todo! Al negarte a asistir a mi fiesta lograste que todos se revolvieran contra mí.
Bernard sabía que lo que decía era absurdo e injusto; admitía en su interior, y hasta en voz alta, la verdad de todo lo que el Salvaje le decía acerca del poco valor de unos amigos que, ante tan leve provocación, podían trocarse en feroces enemigos. Pero, a pesar de saber todo esto y de reconocerlo, a pesar del hecho de que el consuelo y el apoyo de su amigo eran ahora su único sostén, Bernard siguió alimentando, simultáneamente con su sincero pesar, un secreto agravio contra el Salvaje, y no cesó de meditar un plan de pequeñas venganzas a desarrollar contra él mismo. Alimentar un agravio contra el Archichantre comunal hubiese sido inútil; y no había posibilidad alguna de vengarse del Envasador Jefe o del Presidente Ayudante. Como víctima, el Salvaje poseía, para Bernard, una gran cualidad por encima de los demás: era vulnerable, era accesible. Una de las principales funciones de nuestros amigos estriba en sufrir (en formas más suaves y simbólicas) los castigos que querríamos infligir, y no podemos, a nuestros enemigos.
El otro amigo-víctima de Bernard era Helmholtz. Cuando, derrotado, Bernard acudió a él e imploró de nuevo su amistad, que en sus días de prosperidad había juzgado inútil conservar, Helmholtz se la concedió.
En su primera entrevista después de la reconciliación, Bernard le soltó toda la historia de sus desdichas y aceptó sus consuelos. Pocos días después se enteró, con sorpresa y no sin cierto bochorno, de que él no era el único en hallarse en apuros. También Helmholtz había entrado en conflicto con la Autoridad.
– Fue por unos versos -le explicó Helmholtz-. Yo daba mi curso habitual de Ingeniería Emocional Superior para alumnos de tercer año. Doce lecciones, la séptima de las cuales trata de los versos. Sobre el uso de versos rimados en Propaganda Moral, para ser exactos. Siempre ilustro mis clases con numerosos ejemplos técnicos. Esta vez se me ocurrió ofrecerles como ejemplo algo que acababa de escribir. Puro desatino, desde luego; pero no pude resistir la tentación. -Se echó a reír-. Sentía curiosidad por ver cuáles serían las reacciones. Además -agregó, con más gravedad-, quería hacer un poco de propaganda; intentaba inducirles a sentir lo mismo que yo sentí al escribir aquellos versos. ¡Fordi -Volvió a reír-. ¡El escándalo que se armó! El Principal me llamó y me amenazó con expulsarme inmediatamente. Soy un hombre marcado.
– Pero, ¿qué decían tus versos? -preguntó Bernard.
– Eran sobre la soledad. Bernard arqueó las cejas. -Si quieres, te los recito. Y Helmholtz empezó:
El comité de ayer, bastones, pero un tambor roto, medianoche en la City, flautas en el vacío labios cerrados, caras dormidas, todas las máquinas paradas, mudos los lugares donde se apiñaba la gente… Todos los silencios se regocijan, lloran (en voz alta o baja) hablan, pero ignoro con la voz de quién. La ausencia de los brazos. los senos y los labios y los traseros de Susan y de Egeria forman lentamente una presencia. ¿Cuál? Y, pregunto, ¿de qué esencia tan absurda que algo que no es puebla, sin embargo, la noche desierta más sólidamente que esotra con la cual copulamos y que tan escuálida nos parece?
– Bueno -prosiguió Helmholtz-, les puse estos versos como ejemplo, y ellos me denunciaron al Principal.
– No me sorprende -dijo Bernard-. Van en contra de todas las enseñanzas hipnopédicas. Recuerda que han recibido al menos doscientas cincuenta mil advertencias contra la soledad.
– Lo sé. Pero pensé que me gustaría ver qué efecto producía.