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– Bueno, pues ya lo has visto.

Bernard pensó que, a pesar de todos sus problemas, Helmoltz parecía intensamente feliz.

Helmholtz y el Salvaje hicieron buenas migas inmediatamente. Y con tal cordialidad que Bernard sintió el mordisco de los celos. En todas aquellas semanas no había logrado intimar con el Salvaje tanto como lo logró Helmholtz inmediatamente. Mirándoles, oyéndoles hablar, más de una vez deseó no haberles presentado. Sus celos le avergonzaban y hacía esfuerzos y tomaba soma para librarse de ellos. Pero sus esfuerzos resultaban inútiles; y las vacaciones de soma tenían sus intervalos inevitables. El odioso sentimiento volvía a él una y otra vez.

En su tercera entrevista con el Salvaje, Helmholtz le recitó sus versos sobre la Soledad.

– ¿Qué te parecen? -le preguntó luego.

El Salvaje movió la cabeza.

– Escucha esto -dijo por toda respuesta.

Y abriendo el cajón cerrado con llave donde guardaba su roído librote, lo abrió y leyó: Que el pájaro de voz más sonora pasado en el solitario árbol de Arabia sea el triste heraldo y trompeta…

Helmholtz lo escuchaba con creciente excitación. Al oír lo del solitario árbol de Arabia se sobresaltó; tras lo de tú, estridente heraldo sonrió con súbito placer; ante el verso toda ave de ala tiránica sus mejillas se arrebolaron; pero al oír lo de música mortuoria palideció y tembló con una emoción que jamás había sentido hasta entonces. El Salvaje siguió leyendo.

La propiedad se asustó al ver que el yo no era ya el mismo; dos nombres para una sola naturaleza, que ni dos ni una podía llamarse.

La razón, en sí misma confundida, veía unirse la división…

– ¡Orgía-Porfía! -gritó Bernard, interrumpiendo la lectura con una risa estruendosa, desagradable-. Parece exactamente un himno del Servicio de Solidaridad.

Así se vengaba de sus dos amigos por el hecho de apreciarse más entre sí de lo que le apreciaban a él.

Sin embargo, por extraño que pueda parecer, la siguiente interrupción, la más desafortunada de todas, procedió del propio Helmholtz.

El Salvaje leía Romeo y Julieta en voz alta, con pasión intensa y estremecida (porque no cesaba de verse a sí mismo como Romeo y a Lenina en el lugar de Julieta). Helmholtz había escuchado con interés y asombro la escena del primer encuentro de los dos amantes. La escena del huerto le había hechizado con su poesía; pero los sentimientos expresados habían provocado sus sonrisas. Se le antojaba sumamente ridículo ponerse de aquella manera por el solo hecho de desear a una chica. Pero, en conjunto, ¡cuán soberbia pieza de ingeniería emocional!

– Ese viejo escritor -dijo- hace aparecer a nuestros mejores técnicos en propaganda como unos solemnes mentecatos.

El Salvaje sonrió con expresión triunfal y reanudó la lectura. Todo marchó pasablemente bien hasta que, en la última escena del tercer acto, los padres Capuleto empezaban a aconsejar a Julieta que se casara con Paris. Helmholtz habíase mostrado inquieto durante toda la escena; pero cuando, patéticamente interpretada por el Salvaje, Julieta exclamaba:

¿Es que no hay compasión en lo alto de las nubes que lea en el fondo de mi dolor?

¡Oh, dulce madre mía, no me rechaces!

Aplaza esta boda por un mes, por una semana, o, si no quieres, prepara el lecho de bodas en el triste mausoleo donde yace Tibaldo…cuando Julieta dijo esto, Helmoltz soltó una explosión de risa irreprimible.

¡Una madre y un padre (grotesca obscenidad) obligando a su hija a unirse con quien ella no quería! ¿Y por qué aquella imbécil no les decía que ya estaba unida con otro a quien, por el momento al menos prefería? En su indecente absurdo, la situación resultaba irresistiblemente cómica. Helmholtz, con un esfuerzo heroíco, había logrado hasta entonces dominar la presión ascendente de su hilaridad; pero la expresión dulce madre (pronunciada en el tembloroso tono de angustia del Salvaje) y la referencia al Tibaldo muerto, pero evidentemente no incinerado y desperdiciando su fósforo en un triste mausoleo, fueron demasiado para él. Rió y siguió riendo hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas, rió interminablemente mientras el Salvaje, pálido y ultrajado, le miraba por encima del libro hasta que, viendo que las carcajadas proseguían, lo cerró indignado, se levantó, y con el gesto de quien aparta una perla de la presencia de un cerdo, lo encerró con llave en su cajón.

– Y sin embargo -dijo Helmholtz cuando, habiendo recobrado el aliento suficiente para presentar excusas, logró que el Salvaje escuchara sus explicaciones-, sé perfectamente que uno necesita situaciones ridículas y locas como ésta; no se puede escribir realmente bien acerca de nada más. ¿Por qué ese viejo escritor resulta un técnico en propaganda tan maravilloso? Porque tenía santísimas cosas locas, extremadas, acerca de las cuales excitarse. Uno debe poder sentirse herido y trastornado; de lo contrario, no puede pensar frases realmente buenas, penetrantes como los rayos X. Pero…, ¡padres y madres! -Movió la cabeza-. No podías esperar que pusiera cara sería ante los padres y las madres. ¿Y quién va a apasionarse por si un muchacho consigue a una chica o no la consigue?

El Salvaje dio un respingo, pero Helmholtz, que miraba pensativamente el suelo, no se dio cuenta.

– No -concluyó-, no me sirve. Necesitamos otra clase de locura y de violencia. Pero, ¿qué? ¿Qué? ¿Dónde puedo encontrarla? -permaneció silencioso un momento y después, moviendo la cabeza, dijo, por fin-: No lo sé; no lo sé.

CAPITULO XIII

Henry Foster apareció a través de la luz crepuscular del Almacén de Embriones.

– ¿Quieres ir al sensorama esta noche? Lenina denegó con la cabeza, sin decir nada.

– ¿Sales con otro?

A Henry le interesaba siempre saber cómo se emparejaban sus amigos.

– ¿Con Benito, acaso? -preguntó.

Lenina volvió a denegar con la cabeza.

Henry observó la expresión fatigada de aquellos ojos purpúreos, la palidez de la piel bajo el brillo de lupus, y la tristeza que se revelaba en las comisuras de aquellos labios escarlata, que se esforzaban por sonreír.

– ¿No estarás enferma? -preguntó, un tanto preocupado, temiendo que Lenina sufriera alguna de las escasas enfermedades infecciosas que aún subsistían.

Por tercera vez Lenina negó con la cabeza.

– De todos modos, deberías ir a ver al médico -diio Henry-. Una visita al doctor libra de todo áolor -agregó, cordialmente, acompañando el dicho hipnopédico con una palmada en el hombro-. Tal vez necesites un Sucedáneo de Embarazo -sugirió-. O un fuerte tratamiento extra de S. P. V. Ya sabes que a veces la potencia del sucedáneo de Pasión Violenta no está a la altura de…

– ¡Oh, por el amor de Ford! -dijo Lenina, rompiendo su testarudo silencio-. ¡Cállate de una vez!

Y volviéndole la espalda ocupóse de nuevo en sus embriones.

¿Conque un tratamiento de S.V.P.? Lenina se hubiese echado a reír, de no haber sido porque estaba a punto de llorar. ¡Como si no tuviera bastante con su propia P.V.! Mientras llenaba una jeringuilla suspiró prohibidamente. John… -murmuró para sí-, John… Después se preguntó: ¡Ford! ¿Le habré dado a éste la inyección contra la enfermedad del sueño? ¿O no se la he dado todavía? No podía recordarlo. Al fin decidió no correr el riesgo de administrar una segunda dosis, y pasó al frasco siguiente de la hilera.

Veintidós años, ocho meses y cuatro días más tarde, un joven y prometedor administrador Alfa-Menos, en Muanza-Muanza, moriría de tripanosomiasis, el primer caso en más de medio siglo. Suspirando, Lenina siguió con su tarea.

Una hora después, en el Vestuario, Fanny protestaba enérgicamente:

– Es absurdo que te abandones a este estado. Sencillamente absurdo -repitió-. Y todo, ¿por qué? ¡Por un hombre, por un solo hombre!

– Pero es el único que quiero.

– Como si no hubiese millones de otros hombres en el mundo.