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– Pero yo no los quiero.

– ¿Cómo lo sabes si no lo has intentado? -Lo he intentado.

– Pero, ¿con cuántos? -preguntó Fanny, encogiéndose despectivamente de hombros-. ¿Con uno? ¿Con dos?

– Con docenas de ellos. Y fue inútil -dijo Lenina, movíendo la cabeza.

– Pues debes perseverar -le aconsejó Fanny, sentenciosamente. Pero era evidente que su confianza en sus propias prescripciones había sido un tanto socavada-. Sin perseverancia no se consigue nada.

– Pero entretanto…

– No pienses en él.

– No puedo evitarlo.

– Pues toma un poco de soma. -Ya lo tomo.

– Pues sigue haciéndolo.

– Pero en los intervalos sigo queriéndole. Siempre le querré.

– Bueno, pues si es así -dijo Fanny con decisión-, ¿por qué no vas y te haces con él? Tanto si quiere como si no.

– ¡Si supieras cuán terriblemente raro estuvo!

– Razón de más para adoptar una línea cle conducta firme.

– Es muy fácil decirlo.

– No te quedes pensando tonterías. Actúa. -La voz de Fanny sonaba como una trompeta; parecía una conferenciante de la A. M. F. dando una charla nocturna a un grupo de Beta-Menos adolescente-. Sí, actúa, inmediatamente. Hazlo ahora mismo.

– Me daría vergüenza -díjo Lenina.

– Basta que tomes medio gramo de soma antes de hacerlo. Y ahora voy a darme un baño.

El timbre sonó, y el Salvaje, que esperaba con impaciencia que Helmholtz fuese a verle aquella tarde (porque, habiendo decidido por fin hablarle a Helmholtz de Lenina, no podía aplazar ni un momento más sus confidencias), saltó sobre sus pies y corrió hacia la puerta.

– Presentía que eras tú, Helmholtz -gritó, al tiempo que abría.

En el umbral, con un vestido de marinera blanco, de satén al acetato, y un gorrito redondo, blanco también, ladeado picaronamente hacia la izquierda, se hallaba Lenina.

– ¡Ohl -exclamó el Salvaje, como si alguien acabara de asestarle un fuerte porrazo.

Medio gramo había bastado para que Lenina olvidara sus temores y su turbación.

– Hola, John -dijo, sonriendo.

Y entró en el cuarto. Maquinalmente, John cerró la puerta y la siguió. Lenina se sentó. Sobrevino un largo silencio.

– Tengo la impresión de que no te alegras mucho de verme, John -dijo Lenina al fin.

– ¿Que no me alegro?

El Salvaje la miró con expresión de reproche; después, súbitamente, cayó de rodillas ante ella y, cogiendo la mano de Lenina, la besó reverentemente.

– ¿Que no me alegro? ¡Oh, si tú supieras! -susurró; y arriesgándose a levantar los ojos hasta su rostro, prosiguió-: Admirada Lenina, ciertamente la cumbre de lo admirable, digna de lo mejor que hay en el mundo.

Lenina le sonrió con almibarada ternura.

– ¡Oh, tú, tan perfecta -Lenina se inclinaba hacia él con los labios entreabiertos-, tan perfecta y sin par fuiste creada -Lenina se acercaba más y más a él- con lo mejor de cada una de las criaturas! -Más cerca todavía.

Pero el Salvaje se levantó bruscamente-. Por eso -dijo, hablando sin mirarla-, quisiera hacer algo primero…

– Quiero decir, demostrarte que soy digno de ti. Ya sé que no puedo serlo, en realidad. Pero, al menos, demostrarte que no soy completamente indigno. Quisiera hacer algo.

– Pero, ¿por qué consideras necesarios…? -empezó Lenina.

Mas no acabó la frase. En su voz había sonado cierto matiz de irritación. Cuando una mujer se ha inclinado hacia delante, acercándose más y más, con los labios entreabiertos, para encontrarse de pronto, porque un zoquete se pone de pie, inclinada sobre la nada… bueno, tiene todos los motivos para sentirse molesta, aun con medio gramo de soma en la sangre.

– En Malpaís -murmuraba incoherentemente el Salvaje-, había que llevar a la novia la piel de un león de las montañas… Quiero decir cuando uno desea casarse. O de un lobo.

– En Inglaterra no hay leones -dijo Lenina en tono casi ofensivo.

– Y aunque los hubiera -agregó el Salvaje con súbito resentimiento y despecho-, supongo que los matarían desde los helicópteros o con gas venenoso. Y esto no es lo que yo quiero, Lenina. -Se cuadró, se aventuró a mirarla y descubrió en el rostro de ella una expresión de incomprensión irritada. Turbado, siguió, cada vez con menos coherencia-. Haré algo. Lo que tú quieras. Hay deportes que son penosos, ya lo sabes.

Pero el placer que proporcionan compensa sobradamente. Esto es lo que me pasa. Barrería los suelos por ti, si lo descaras.

– ¡Pero, si aquí tenemos aspiradoras! -dijo Lenina, asombrada-. No es necesario.

– Ya, ya sé que no es necesario. Pero se puede ejecutar ciertas bajezas con nobleza. Me gustaría soportar algo con nobleza. ¿Me entiendes?

– Pero si hay aspiradoras…

– No, no es esto.

– … y semienanos Epsilones que las manejan -prosiguió Lenina-, ¿por qué…?

– ¿Por qué? Pues… ¡por ti! ¡Por ti! Sólo para demostrarte que yo…

– ¿Y qué tienen que ver las aspiradoras con los leones…?

– Para demostrarte cuánto…

– … o con el hecho de que los leones se alegren de verme?

Lenina se exasperaba progresivamente.

– …para demostrarte cuánto te quiero, Lenina -estalló John, casi desesperadamente.

Como símbolo de la marea ascendente de exaltación interior, la sangre subió a las mejillas de Lenina.

– ¿Lo dices de veras, John?

– Pero no quería decirlo -exclamó el Salvaje, uniendo con fuerza las manos en una especie de agonía-. No quería decirlo hasta que… Escucha, Lenina; en Malpaís la gente se casa.

– ¿Se qué?

De nuevo la irritacióri se había deslizado en el tono de su voz. ¿Con qué le salía ahora?

– Se unen para siempre. Prometen vivir juntos para siempre.

– ¡Qué horrible idea!

Lenina se sentía sinceramente disgustada.

– Sobreviviendo a la belleza exterior, con un alma que se renueva más rápidamente de lo que la sangre decae…

– ¿Cómo?

– También así lo dice Shakespeare. Si rompes su nudo virginal antes de que todas las ceremonias santificadoras puedan con pleno y solemne rito…

– ¡Por el amor de Ford, John, no digas cosas raras! No entiendo una palabra de lo que dices. Primero me hablas de aspiradoras; ahora de nudos. Me volverás loca. -Lenina saltó sobre sus pies, y, como temiendo que John huyera de ella físicamente, como le huía mentalmente, lo cogió por la muñeca-. Contéstame a esta pregunta: ¿me quieres realmente? ¿Sí o no?

Se hizo un breve silencio; después, en voz muy baja, John dijo:

– Te quiero más que a nada en el mundo.

– Entonces, ¿por qué demonios no me lo decías -exclamó Lenina; y, su exasperación era tan intensa que clavó las uñas en la muñeca de John en lugar de divagar acerca de nudos, aspiradoras y leones y de hacerme desdichada durante semanas enteras?

Le soltó la mano y lo apartó de sí violentamente.

– Si no te quisiera tanto -dijo-, estaría furiosa contigo.

Y, de pronto, le rodeó el cuello con los brazos; John sintió sus labios suaves contra los suyos. Tan deliciosamente suaves, cálidos y eléctricos que inevitablemente recordó los besos de Tres semanas en helicóptero. ¡Oooh! ¡Oooh!, la estereoscópica rubia, y ¡Aaah!, iaaah!, el negro super-real. Horror, horror, horror… John intentó zafarse del abrazo, pero Lenina lo estrechó con más fuerza.

– ¿Por qué no me lo decías? -susurró, apartando la cara para poder verle.

Sus ojos aparecían llenos de tiernos reproches.

Ni la mazmorra más lóbrega, ni el lugar más adecuado -tronaba poéticamente la

voz de la conciencia-, ni la más poderosa sugestión de nuestro deseo. ¡Jamás,

jamás!, decidió John.

– ¡Tontuelol -decía Lenina-. ¡Con lo que yo te deseaba! Y si tú me deseabas también, ¿por qué no…?

– Pero, Lenina… -empezó a protestar John.