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Y como inmediatamente Lenina deshizo su abrazo y se apartó de él, John pensó por un momento que había comprendido su muda alusión.

Pero cuando Lenina se desabrochó la cartuchera de charol blanco y la colgó cuidadosamente del respaldo de una silla, John empezó a sospechar que se había equivocado.

– ¡Lenina! -repitió, con aprensión.

Lenina se llevó una mano al cuello y dio un fuerte tirón hacia abajo. La blanca blusa de marino se abrió por la costura; la sospecha se transformó en certidumbre.

– Lenina, ¿qué haces?

¡Zas, zas! La respuesta de Lenina fue muda. Emergió de sus pantalones acampanados. Su ropa interior, de una sola pieza, era como una leve cáscara rosada. La T de oro del Archichantre Comunal brillaba en su pecho.

Por esos senos que a través de las rejas de la ventana penetran en los ojos de los hombres… Las palabras cantarinas, tonantes, mágicas, la hacían aparecer doblemente peligrosa, doblemente seductora. ¡Suaves, suaves, pero cuán penetrantes! Horadando la razón, abriendo túneles en las más firmes decisiones… Los juramentos más poderosos son como paja ante el fuego de la sangre. Abstente, o de lo contrario…

¡Zas! La rosada redondez se abrió en dos, como una manzana limpiamente partida. Unos brazos que se agitaban, el pie derecho que se levanta; después el izquierdo, y la sutil prenda queda en el suelo, sin vida y como deshinchada.

Con los zapatos y las medias puestas y el gorrito ladeado en la cabeza, Lenina se acercó a éclass="underline"

– ¡Amor mío, si lo hubieses dicho antes!

Lenina abrió los brazos.

Pero en lugar de decir también: ¡Amor mío! y de abrir los brazos, el Salvaje retrocedió horrorizado, rechazándola con las manos abiertas, agitándolas como para ahuyentar a un animal intruso y peligroso.

Cuatro pasos hacia atrás, y se encontró acorralado contra la pared.

– ¡Cariño! -dijo Lenina; y, apoyando las manos en sus hombros, se arrimó a él-. Rodéame con tus brazos -le ordenó-. Abrázame hasta drogarme, amor mío.

– También ella tenía poesía a su disposición, conocía palabras que cantaban, que eran como fórmulas mágicas y batir de tambores-. Bésame. -Lenina cerró los ojos, y dejó que su voz se convirtiera en un murmullo soñoliento-. Bésame hasta que caiga en coma. Abrázame, amor mío…

El Salvaje la cogió por las muñecas, le arrancó las manos de sus hombros y la apartó de sí a la distancia cle un brazo.

– ¡Uy, me haces daño, me… oh!

Lenina calló súbitamente. El terror le había hecho olvidar el dolor. Al abrir los ojos, había visto el rostro de John; no, no el suyo, sino el de un feroz desconocido, pálido, contraído, retorcido por un furor demente.

– Pero, ¿qué te pasa, John? -susurró Lenina.

El Salvaje no contestó. Se limitó a seguir mirándola a la cara con sus ojos de loco. Las manos que sujetaban las muñecas de Lenina temblaban. John respiraba afanosamente, de manera irregular. Débil, casi imperceptiblemente, pero aterrador, Lenina oyó de pronto su crujir de dientes.

– ¿Qué te pasa? -dijo casi en un chillido.

Y, como si su grito lo hubiese despertado, John la cogió por los hombros y empezó a sacudirla.

– ¡Ramera! -gritó-. ¡Ramera! ¡Impúdica buscona!

– ¡Oh, no, no…! -protestó Lenina, con voz grotescamente entrecortado por las sacudidas.

– ¡Ramera!

– ¡Por favooor!

– ¡Maldita ramera!

– Un graamo es meejor… -empezó Lenina.

El Salvaje la arrojó lejos de sí con tal fuerza que Lenina vaciló y cayó.

– Vete -gritó John, de pie a su lado, amenazadoramente-. Fuera de aquí, si no quieres que te mate.

Y cerró los puños. Lenina levantó un brazo para protegerse la cara.

– No, por favor, no, John…

– ¡De prisa! ¡Rápido!

Con un brazo levantado todavía y siguiendo todos los movimientos de John con ojos de terror, Lenina se puso en pie, y semiagachada y protegiéndose la cabeza echó a correr hacia el cuarto de baño.

El ruido de la prodigiosa palmada con que John aceleró su marcha sonó como un disparo de pistola.

– ¡Oh! -exclamó Lenina, pegando un salto hacia delante.

Encerrada con llave en el cuarto de baño, y a salvo, Lenina pudo hacer inventario de sus contusiones. De pie, y de espaldas al espejo, volvió la cabeza. Mirando por encima del hombro pudo ver la huella de una mano abierta que destacaba muy clara, en tono escarlata, sobre su piel nacarada. Se frotó cuidadosamente la parte dolorida.

Fuera, en el otro cuarto, el Salvaje medía la estancia a grandes pasos, de un lado para otro, al compás de los tambores y la música de las palabras mágicas. El reyezuelo se lanza a ella, y la dorada mosquita se comporta impúdicamente ante mis ojos. Enloquecedoramente, las palabras resonaban en sus oídos. Ni el vaso ni el sucio caballo se lanzan a ello con apetito más desordenado. De cintura para abajo son centauros, aunque sean mujeres de cintura para arriba. Hasta el ceñidor, son herederas de los dioses. Más abajo, todo es de los diablos. Todo: infierno, tinieblas, abismo sulfuroso, ardiente, hirviente, corrompido, consumido; ¡uf! Dame una onza de algalia, buen boticario, para endulzar mi imaginación.

– ¡John! -osó decir una vocecilla que quería congraciarse al Salvaje, desde el baño-. ¡John! ¡Oh, tú, cizaña, que eres tan bella y hueles tan bien que los sentidos se perecen por ti! ¿Para escribir en él "ramera" fue hecho tan bello libro?

El cielo se tapa la nariz ante ella…

Pero el perfume de Lenina todavía flotaba a su alrededor, y la chaqueta de John aparecía blanca de los polvos que habían perfumado su aterciopelado cuerpo.

Impúdica zorra, impúdica zorra, impúdica zorra. El ritmo inexorable seguía martilleando por su cuenta. Impúdica…

– John, ¿no podrías darme mis ropas?

El Salvaje recogió del suelo los pantalones acampanados, la blusa y la prenda interior.

– ¡Abre! -ordenó, pegando un puntapié a la puerta.

– No, no quiero.

La voz sonaba asustada y desconfiada.

– Bueno, pues, ¿cómo podré darte la ropa?

– Pásala por el ventilador que está en lo alto de la puerta.

John así lo hizo, y después reanudó su impaciente paseo por la estancia. Impúdica zorra, impúdica zorra… El demonio de la Lujuria, con su redondo trasero y su dedo de patata…

– John.

El Salvaje no contestaba. Redondo trasero y dedo de patata.

– John…

– ¿Qué pasa? -preguntó John, ceñudo.

– ¿Te… te importaría darme mi cartuchera malthusiana?

Lenina permaneció sentada escuchando el rumor de los pasos en el cuarto contiguo y preguntándose cuánto tiempo podría seguir John andando de un lado pará otro, si tendría que esperar a que saliera de su piso, o si, dejándole un tiempo razonable para que se calmara un tanto su locura, podría abrir la puerta del lavabo y salir a toda prisa.

Sus inquietas especulaciones fueron interrumpidas por el sonido del teléfono en el cuarto contiguo. El paseo de John se interrumpió bruscamente. Lenina oyó la voz del Salvaje dialogando con el silencio.

– Diga…

– Sí…

– Si no me usurpo el título a mí mismo, yo soy…

– Sí, ¿no me oyó? Mr. Salvaje al habla…

– ¿Cómo? ¿Quién está enfermo? Claro que me interesa…

– Pero, ¿es grave? ¿Está mala de verdad? Iré inmediatamente…

– ¿Que ya no está en sus habitaciones? ¿Adónde la han llevado.

– ¡Oh, Dios mío: ¡Déme la dirección!

– Park Lane, tres, ¿no es eso? ¿Tres? Gracias.

Lenina oyó el ruido del receptor al ser colgado, y unos pasos apresurados. Una puerta se cerró de golpe.

Siguió un silencio. ¿Se habría marchado John?

Con infinitas precauciones, Lenina abrió la puerta medio centímetro y miró por la rendija; la visión del cuarto vacío la tranquilizó un tanto; abrió un poco más y asomó la cabeza; finalmente, entró de puntillas en el cuarto; se quedó escuchando atentamente, con el corazón desbocado; después echó a correr hacia la puerta de salida, la abrió, se deslizó al pasillo, la volvió a cerrar de golpe, y siguió corriendo. Y hasta que se encontró en el ascensor, bajando ya, no empezó a sentirse a salvo.