– ¡Reparto de soma! -gritó una voz-. Con orden, por favor. Venga, de prisa.
Se había abierto una puerta, y alguien instalaba una mesa y una silla en el vestíbulo. La voz procedía de un dinámico joven Alfa, que había entrado llevando en brazos una pequeña arca de hierro, negra. Un murmullo de satisfacción brotó de labios de la multitud de mellizos que esperaban. Inmediatamente olvidaron al Salvaje. Su atención se hallaba ahora enteramente concentrada en la caja negra que el joven, tras haberla colocado encima de la mesa, la estaba abriendo.
Levantó la tapa.
– ¡Oooh…! -exclamaron los ciento sesenta y dos Deltas simultáneamente, como si presenciaran un castillo de fuegos artificiales.
El joven sacó de la caja negra un puñado de cajitas de hojalata.
– Y ahora -dijo el joven, perentoriamente-, acérquense, por favor. Uno por uno, y sin empujar.
Uno por uno, y sin empujar, los mellizos se acercaron a la mesa. Primero dos varones, después una hembra, después otro varón, después tres hembras, después…
El Salvaje seguía mirando. ¡Oh, maravilloso nuevo mundo! ¡Oh, maravilloso nuevo mundo! En su mente, la rítmicas palabras parecían cambiar de tono. Se habían mofado de él a través de su dolor y su remordimiento, con un horrible matiz de cínica irrisión. Riendo como malos espíritus, las palabras habían insistido en la abyección y la nauseabunda fealdad de aquella pesadilla. Y ahora, de pronto, sonaban como un clarín convocando a las armas. ¡Oh, maravilloso nuevo mundo!
– ¡No empujen! -grito el delegado del subadministrador, enfurecido. Cerró de golpe la tapa de la caja negra-
Dejaré de repartir soma si no se portan bien.
Los Deltas rezongaron, se dieron con el codo unos a otros, y al fin permanecieron inmóviles y en silencio.
La amenaza había sido eficaz. A aquellos seres, la sola idea de verse privados del soma se les antojaba horrible.
– ¡Eso ya está mejor! -dijo el joven.
Y volvió a abrir la caja.
Linda había sido una esclava; Linda había muerto; otros debían vivir en libertad y el mundo debía recobrar su belleza. Como una reparación, como un deber que cumplir. De pronto, el Salvaje vio luminosamente claro lo que debía hacer; fue como si hubiesen abierto de pronto un postigo o corrido una cortina.
– Vamos -dijo el delegado del subadministrador.
Otra mujer caqui dio un paso al frente. -¡Basta! -gritó el Salvaje, con sonora y potente voz-. ¡Basta!
Se abrió paso a codazos hasta la mesa; los Deltas lo miraban asombrados.
– ¡Ford! -dijo el delegado del subadministrador, en voz baja-. ¡Es el Salvaje!
Lo sobrecogió el temor.
– Oídme, por favor -gritó el Salvaje, con entusiasmo-. Prestadme oído… -Nunca había hablado en público hasta entonces, y le resultaba difícil expresar lo que quería decir-. No toméis esta sustancia horrible. Es veneno, veneno.
– Bueno, Mr. Salvaje -dijo el delegado del subadministrador, sonriendo amistosamente-. ¿Le importaría que…?
– Es un veneno tanto para el cuerpo como para el alma.
– Está bien, pero tenga la bondad de permitirme que siga con el reparto. Sea buen muchacho.
– ¡Jamás! -gritó el Salvaje.
– Pero, oiga, amigo…
– Tire inmediatamente ese horrible veneno.
Las palabras tire inmediatamente ese veneno se abrieron paso a través de las capas de incomprensión de los Deltas hasta alcanzar su conciencia. Un murmullo de enojo brotó de la multitud.
– He venido a traeros la paz -dijo el Salvaje, volviéndose hacia los mellizos-. He venido…
El delegado del subadministrador no oyó más; se había deslizado fuera del vestíbulo y buscaba un número de la guía telefónica.
– No está en sus habitaciones -resumió Bernard-. Ni en las mías, ni en las tuyas. Ni en el Aphroditcum; ni en el Centro, ni en la Universidad. ¿Adónde puede haber ido?
Helmholtz se encogió de hombros. Habían vuelto de su trabajo confiando que encontrarían al Salvaje esperándoles en alguno de sus habituales lugares de reunión; y no había ni rastro del muchacho. Lo cual era un fastidio, puesto que tenían el proyecto de llegarse hasta Biarritz en el deporticóptero de cuatro plazas de Helmholtz. Si el Salvaje no aparecía pronto, llegarían tarde a la cena.
– Le concederemos cinco minutos más -dijo Helmholtz-. Y si entonces no aparece…
El timbre del teléfono lo interrumpió. Descolgó el receptor.
– Diga.
Después, tras unos momentos de escucha, soltó un taco:
– ¡Ford en su carromato! Voy en seguida. -¿Qué ocurre? -preguntó Bernard. -Era un tipo del Hospital de Lane Park, al que conozco -dijo Helmholtz-. Dice que el Salvaje está allá. Al parecer, se ha vuelto loco. En todo caso, es urgente. ¿Me acompañas?
Juntos corrieron por el pasillo hacia el ascensor.
– ¿Cómo puede gustaros ser esclavos? -decía el Salvaje en el momento en que sus dos amigos entraron en el Hospital-. ¿Cómo puede gustaros ser niños? Sí, niños. Berreando y haciendo pucheros y vomitando -agregó, insultando, llevado por la exasperación ante su bestial estupidez, a quienes se proponía salvar.
Los Deltas le miraban con resentimiento.
– ¡Sí, vomitando! -gritó claramente. El dolor y el remordimiento parecían reabsorbidos en un intenso odio todopoderoso contra aquellos monstruos infrahumanos-. ¿No deseáis ser libres y ser hombres? ¿Acaso no entendéis siquiera lo que son la humanidad y la libertad? -El furor le prestaba elocuencia; las palabras acudían fácilmente a sus labios-. ¿No lo entendéis? -repitió; pero nadie contestó a su pregunta-. Bien, pues entonces -prosiguió, sonriendo- yo os lo ensefiaré; y os liberaré tanto si queréis como si no.
Y abriendo de par en par la ventana que daba al patio interior del Hospital empezó a arrojar a puñados las cajitas de tabletas de soma.
Por un momento, la multitud caqui permaneció silenciosa, petrificada, ante el espectáculo de aquel sacrilegio imperdonable, con asombro y horror.
– Está loco -susurró Bernard, con los ojos fuera de las órbitas-. Lo matarán. Lo…
Súbitamente se levantó un clamor de la multitud, y una ola en movimiento avanzó amenazadoramente hacia el Salvaje.
– ¡Ford le ayude! -dijo Bernard, y apartó los ojos.
– Ford ayuda a quien se ayuda.
Y, soltando una carcajada, una auténtica carcajada de exaltación, Helmholtz Watson se abrió paso entre la multitud.
– ¡Libres, libres! -gritaba el Salvaje.
Y con una mano seguía arrojando soma por la ventana, mientras con la otra pegaba puñetazos a las caras gemelas de sus atacantes.
– ¡Libres!
Y vio a Helmholtz a su lado -¡el bueno de Helmholtz!-, pegando puñetazos también.
– ¡Hombres al fin!
Y, en el intervalo, el Salvaje seguía arrojando puñados de cajitas de tabletas por la ventana abierta.
– ¡Sí, hombres, hombres!
Hasta que no quedó veneno. Entonces levantó en alto la caja y la mostró, vacía, a la multitud. -¡Sois libres!
Aullando, los Deltas cargaron con furor redoblado.
Vacilando, Bernard se dijo: Están perdidos, y llevado por un súbito impulso, corrió hacia delante para ayudarles; luego lo pensó mejor y se detuvo; después, avergonzado, avanzó otro paso; de nuevo cambió de parecer y se detuvo, en una agonía de indecisión humillante. Estaba pensando que sus amigos podían morir asesinados si él no los ayudaba, pero que también él podía morir si los ayudaba, cuando (¡alabado sea Ford!) hizo irrupción la policía con las máscaras puestas, que les prestaban el aspecto estrafalario de unos cerdos de ojos saltones.