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Bernard corrió a su encuentro, agitando los brazos; aquello era actuar, hacer algo. Gritó ¡Socorro! varias veces, cada vez más fuerte, como para hacerse la ilusión de que ayudaba en algo:

– ¡Socorro, socorro, socorro!

Los policías lo apartaron de su paso y se lanzaron a su tarea. Tres agentes, que llevaban sendos aparatos pulverizadores en la espalda, empezaron a esparcir vapores de soma por los aires. Otros dos se afanaron en torno del Aparato de Música Sintética portátil. Otros cuatro, armados con sendas pistolas de agua cargadas con un poderoso anestésico, se habían abierto paso entre la multitud, y derribaban metódicamente, a jeringazos, a los luchadores más encarnizados.

– ¡Rápido, rápido! -chillaba Bernard-. ¡Les matarán si no se dan prisa! Les… i Oh!

Irritado por sus chillidos, uno de los policías le lanzó un disparo de su pistola de agua. Bernard permaneció unos segundos tambaleándose sobre unas piernas que parecían haber perdido los huesos, los tendones y los músculos para convertirse en simples columnas de gelatina y al fin agua pura, y se desplomó en el suelo como un fardo.

Súbitamente, del aparato de Música Sintética surgió una Voz que empezó a hablar. La Voz de la Razón, la Voz de los Buenos Sentimientos. El rollo de pista sonora soltaba su Discurso Sintético Anti-Algazaras número 2 (segundo grado). Desde lo más profundo de un corazón no existente, la Voz clamaba: ¡Amigos míos, amigos míos!, tan patéticamente, con tal entonación de tierno reproche que, detrás de sus máscaras antigás, hasta, a los policías se les llenaron de lágrimas los ojos.

– ¿Qué significa eso? -proseguía la Voz-. ¿Por qué no sois felices y no sois buenos los unos para con los otros, todos juntos? Felices y buenos -repetía la Voz-. En paz, en paz.

– Tembló, descendió hasta convertirse en un susurro y expiró momentáneamente-. ¡Oh, cuánto deseo veros felices! -empezó de nuevo, con ardor-. ¡Cómo deseo que seáis buenos! Por favor, sed buenos y…

Dos minutos después, la Voz y el vapor de soma habían producido su efecto. Con los ojos anegados en lágrimas, los Deltas se besaban y abrazaban mutuamente, media docena de mellizos en un solo abrazo. Hasta Helmholtz y el Salvaje estaban a punto de llorar. De la Administración llegó una nueva carga de cajitas de soma; a toda prisa se procedió a repartirlas, y al son de las bendiciones cariñosas, abaritonadas, de la Voz, los mellizos se dispersaron, berreando, como si el corazón fuera a hacérseles pedazos.

– Adiós, adiós, mis queridísimos amigos. ¡Ford os salve! Adiós, adiós, mis queridísimos…

Cuando el último Delta hubo salido, el policía desconectó el aparato, y la Voz angélica enmudeció.

– ¿Seguirán ustedes sin ofrecer resistencia? -preguntó el sargento-. ¿O tendré que anestesiarles?

Y levantó amenazadoramente su pistola de agua.

– No ofreceremos resistencia -contestó el Salvaje, secándose alternativamente la sangre que brotaba de un corte que tenía en los labios, de un arañazo en el cuello y de un mordisco en la mano izquierda.

Sin retirar el pañuelo de la nariz, que sangraba en abundancia, Helmholtz asintió con la cabeza.

Bernard acababa de despertar, y, tras comprobar que había recobrado el movimiento de las piernas, eligió aquel momento para intentar escabullirse sin llamar la atención.

– ¡Eh, usted! -gritó el sargento.

Y un policía, con su máscara porcina, cruzó corriendo la sala y puso una mano en el hombro del joven.

Bernard se volvió, procurando asumir una expresión de inocencia indignada. ¿Que él escapaba? Ni siquiera lo había soñado.

– Aunque no acierto a imaginar qué puede desear de mí -dijo al sargento.

– Usted es amigo de los prisioneros, ¿no es cierto?

– Bueno… -dijo Bernard; y vaciló. No, no podía negarlo-. ¿Por qué no había de serlo? -preguntó.

– Pues sígame -dijo el sargento.

Y abrió la marcha hacia la puerta y hacia el coche celular que esperaba ante la misma.

CAPITULO XVI

Los hicieron entrar en el despacho del Interventor.

– Su Fordería bajará en seguida -dijo el mayordomo Gamma.

Y los dejó solos.

Helmoltz se echó a reír.

– Esto parece más una recepción social que un juicio -dijo. Y se dejó caer en el más confortable de los sillones neumáticos-. Ánimo, Bernard -agregó, al advertir el rostro preocupado de su amigo.

Pero Bernard no quería animarse; sin contestar, sin mirar siquiera a Helmholtz, se sentó en la silla más incómoda de la estancia, elegida cuidadosamente con la oscura esperanza de aplacar así las iras de los altos poderes.

Entretanto, el Salvaje no cesaba de agitarse; iba de un lado para otro del despacho, curioseándolo todo, sin demasiado interés: los libros de los estantes, los rollos de cinta sonora y las bobinas de las máquinas de leer colocadas en sus orificios numerados. Encima de la mesa, junto a la ventana, había un grueso volumen encuadernado en sucedáneo de piel negra, en cuya tapa aparecía una T muy grande estampada en oro. John lo cogió y lo abrió. Mi vida y mi obra, por Nuestro Ford.

El libro había sido publicado en Detroit por la Sociedad para la Propagación del Conocimiento Fordiano. Distraídamente, lo ojeó, leyendo una frase acá y un párrafo acullá, y apenas había llegado a la conclusión de que el libro no le interesaba cuando la puerta se abrió, y el interventor Mundial Residente para la Europa Occidental entró en la estancia, con paso vivo.

Mustafá Mond estrechó la mano a los tres hombres; pero se dirigió al Salvaje:

– De modo que nuestra civilización no le gusta mucho, Mr. Salvaje -dijo.

El Salvaje lo miró. Previamente, había tomado la decisión de mentir, de bravuconear o de guardar un silencio obstinado. Pero, tranquilizado por la expresión comprensiva y de buen humor del Interventor, decidió decir la verdad, honradamente:

– No.

Y movió la cabeza.

Bernard se sobresaltó y lo miró, horrorizado. ¿Qué pensaría el Interventor? Ser etiquetado como amigo de un hombre que decía que no le gustaba la civilización -que lo decía abiertamente y nada menos que al propio Interventorera algo terrible.

– Pero, John… -empezó.

Una mirada de Mustafá Mond lo redujo a un silencio abyecto.

– Desde luego -prosiguió el Salvaje-, admito que hay algunas cosas excelentes. Toda esta música en el aire, por ejemplo…

– A veces un millar de instrumentos sonoros zumban en mis oídos; otros veces son voces… El rostro del Salvaje se iluminó con súbito placer.

– ¿También usted lo ha leído? -preguntó-. Yo creía que aquí, en Inglaterra, nadie conocía este libro.

– Casi nadie. Yo soy uno de los poquísimos. Está prohibido, ¿comprende? Pero como yo soy quien hace las leyes, también puedo quebrantarlas. Con impunidad, Mr. Marx -agregó, volviéndose hacia Bernard-, cosa que me temo usted no pueda hacer.

Bernard se hundió todavía más en su desdicha.

– Pero, ¿por qué está prohibido? -preguntó el Salvaje.

En la excitación que le producía el hecho de conocer a un hombre que había leído a Shakespeare, había olvidado momentáneamente todo lo demás.

El Interventor se encogió de hombros. -Porque es antiguo; ésta es la razón principal. Aquí las cosas antiguas no nos son útiles.

– ¿Aunque sean bellas?

– Especialmente cuando son bellas. La belleza ejerce una atracción, y nosotros no queremos que la gente se sienta atraída por cosas antiguas. Queremos que les gusten las nuevas.