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implantar métodos de reducción y ahorro de trabajo. Miles de ellos. -Mustafá hizo

un amplio ademán-. ¿Por qué no los ponemos en obra? Por el bien de los

trabajadores; sería una crueldad atormentarles con más horas de asueto. Lo

mismo ocurre con la agricultura. Si quisiéramos, podríamos producir sintéticamente todos los comestibles. Pero no queremos. Preferimos mantener a un tercio de la población a base de lo que producen los campos. Por su propio bien, porque ocupa más tiempo extraer productos comestibles del campo que de una fábrica. Además, debemos pensar en nuestra estabilidad. No deseamos cambios. Todo cambio constituye una amenaza para la estabilidad. Ésta es otra razón por la cual somos tan remisos en aplicar nuevos inventos. Todo descubrimiento de las ciencias puras es potencialmente subversivo; incluso hasta a la ciencia debemos tratar a veces como un enemigo. Sí, hasta a la ciencia.

– ¿Cómo? -dijo Helmholtz, asombrado-. ¡Pero si constantemente decimos que la ciencia lo es todo! ¡Si es un axioma hipnopédico!

– Tres veces por semana entre los trece años y los diecisiete -dijo Bernard.

– Y toda la propaganda en favor de la ciencia que hacemos en la Escuela…

– Sí, pero ¿qué clase de ciencia? -preguntó Mustafá Mond, con sarcasmo-. Ustedes no tienen una formación científica, y, por consiguiente, no pueden juzgar. Yo, en mis tiempos, fui un físico muy bueno. Demasiado bueno: lo bastante para comprender que toda nuestra ciencia no es más que un libro de cocina, con una teoría ortodoxa sobre el arte de cocinar que nadie puede poner en duda, y una lista de recetas a la cual no debe añadirse ni una sola sin un permiso especial del jefe de cocina. Yo soy actualmente el jefe de cocina. Pero antes fui un joven e inquisitivo pinche de cocina. Y empecé a hacer algunos guisados por mi propia cuenta. Cocina heterodoxo, cocina iícita. En realidad, un poco de auténtica ciencia.

Mustafá Mond guardó silencio.

– ¿Y qué pasó? -preguntó Helmholtz Watson.

El Interventor suspiró.

– Casi me ocurrió lo que va a ocurrirles a ustedes, jovencitos. Poco faltó para que me enviaran a una isla.

Estas palabras galvanizaron a Bernard, quien entró súbitamente en violenta actividad.

– ¿Que van a enviarme a mí a una isla?

Saltó de su asiento, cruzó el despacho a toda prisa y se detuvo, gesticulando, ante el Interventor.

– Usted no puede desterrarme a mí. Yo no he hecho nada. Fueron los otros. Juro que fueron los otros.

– Y señaló acusadoramente a Helmholtz y al Salvaje-. ¡Por favor, no me envíe a Islandia! Prometo que haré todo lo que quieran. Déme otra oportunidad. -Empezó a llorar-. Le digo que la culpa es de ellos -sollozó-. ¡A Islandia, no! Por favor, Su Fordería, por favor…

Y en un paroxismo de abyección cayó de rodillas ante el Interventor.

Mustafá Mond intentó obligarle a levantarse; pero Bernard insistía en su actitud rastrera; el flujo de sus palabras manaba, inagotable. Al fin, el Interventor tuvo que llamar a su cuarto secretario.

– Trae tres hombres -ordenó-, y que lleven a Mr. Marx a un dormitorio. Que le administren una buena vaporización de soma y luego lo acuesten y le dejen solo.

El cuarto secretario salió y volvió con tres criados mellizos, de uniforme verde.

Gritando y sollozando todavía, Bernard fue sacado del despacho.

– Cualquiera diría que van a degollarle -dijo el Interventor, cuando la puerta se hubo cerrado-. En realidad, si tuviera un poco de sentido común, comprendería que este castigo es más bien una recompensa. Le enviarán a una isla. Es decir, le enviarán a un lugar donde conocerá al grupo de hombres y mujeres más interesantes que cabe encontrar en el mundo. Todos ellos personas que, por una razón u otra, han adquirido excesiva consciencia de su propia individualidad para poder vivir en comunidad. Todas las personas que no se conforman con la ortodoxia, que tienen ideas propias. En una palabra, personas que son alguien. Casi le envidio, Mr. Watson.

Helmholtz se echó a reír.

– Entonces, ¿por qué no está también usted en una isla?

– Porque, a fin de cuentas, preferí esto -contestó el Interventor-. Me dieron a elegir o me enviaban a una isla, donde hubiese podido seguir con mi ciencia pura, o me incorporaban al Consejo del Interventor, con la perspectiva de llegar en su día a ocupar el cargo de tal. Me decidí por esto último, y abandoné la ciencia. -Tras un breve silencio agregó-: De vez en cuando echo mucho de menos la ciencia. La felicidad es un patrón muy duro, especialmente la felicidad de los demás. Un patrón mucho más severo, si uno no ha sido condicionado para aceptarla, que la verdad. -Suspiró, recayó en el silencio y después prosiguió, en tono más vivaz-: Bueno, el deber es el deber. No cabe prestar oído a las propias preferencias. Me interesa la verdad. Amo la ciencia. Pero la verdad es una amenaza, y la ciencia un peligro público. Tan peligroso como benéfico ha sido. Nos ha proporcionado el equilibrio más estable de la historia. El equilibrio de China fue ridículamente inseguro en comparación con el nuestro; ni siquiera el de los antiguos matriarcados fue tan firme como el nuestro. Gracias, repito, a la ciencia. Pero no podemos permitir que la ciencia destruya su propia obra. Por esto limitamos tan escrupulosamente el alcance de sus investigaciones; por esto estuve a punto de ser enviado a una isla. Sólo le permitimos tratar de los problemas más inmediatos del momento. Todas las demás investigaciones son condenadas a morir en ciernes. Es curioso -prosiguió tras breve pausa- leer lo que la gente que vivía en los tiempos de Nuestro Ford escribía acerca del progreso científico. Al parecer, creían que se podía permitir que siguiera desarrollándose indefinidamente, sin tener en cuenta nada más. El conocimiento era el bien supremo, la verdad el máximo valor; todo lo demás era secundario y subordinado. Cierto que las ideas ya empezaban a cambiar aun entonces. Nuestro Ford mismo hizo mucho por trasladar el énfasis de la verdad y la belleza a la comodidad y la felicidad. La producción en masa exigía este cambio fundamental de ideas. La felicidad universal mantiene en marcha constante las ruedas, los engranajes; la verdad y la belleza, no. Y, desde luego, siempre que las masas alcanzaban el poder político, lo que importaba era más la felicidad que la verdad y la belleza. A pesar de todo, todavía se permitía la investigación científica sin restricciones. La gente seguía hablando de la verdad y la belleza como si fueran los bienes supremos. Hasta que llegó la Guerra de los Nueve Años. Esto les hizo cambiar de estribillo. ¿De qué sirven la verdad, la belleza o el conocimiento cuando las bombas de ántrax llueven del cielo? Después de la Guerra de los Nueve Años se empezó a poner coto a la ciencia. A la sazón, la gente ya estaba dispuesta hasta a que pusieran coto y regularan sus apetitos. Cualquier cosa con tal de tener paz. Y desde entonces no ha cesado el control. La verdad ha salido perjudicada, desde luego. Pero no la felicidad. Las cosas hay que pagarlas. La felicidad tenía su precio. Y usted tendrá que pagarlo, Mr. Watson; tendrá que pagar porque le interesaba demasiado la belleza. A mí me interesaba demasiado la verdad; y tuve que pagar también.

– Pero usted no fue a una isla -dijo el Salvaje, rompiendo un largo silencio.