El Salvaje obedeció con desconcertante exactitud. Sólo pronunció cinco palabras, ni una sola más; cinco palabras, las mismas que habían dicho a Bernard a propósito del Archichantre Comunal de Canterbury.
– Hánil, sons éso tse-ná!
Y agarrando al periodista por los hombros, le hizo dar media vuelta (el joven se reveló apetitosamente provisto de materia carnosa en el trasero), tomó puntería y, con toda la fuerza y la precisión de un campeón de fútbol, soltó un puntapié prodigioso.
Ocho minutos más tarde, una nueva edición de El Radio Horario aparecía en las calles de Londres. Un periodista de El Radio Horario recibe de Mr. Salvaje un puntapié en el coxis, decía el titular de la primera página. Sensación en Surrey.
Y sensación en Londres, también, pensó el periodista a su vuelta, cuando leyó estas palabras. Y, lo que era peor, una sensación muy dolorosa. Tuvo que tomar asiento con mucha cautela, a la hora de almorzar.
Sin dejarse amedrentar por la contusión preventiva en el coxis de su colega, otros cuatro periodistas, enviados por el Times de Nueva York, El Continuo de Cuatro dimensiones de Francfort, El Monitor Científico Fordiano y El Espejo Delta visitaron aquella tarde el faro y fueron recibidos con progresiva violencia.
Desde una distancia prudencial, y frotándose todavía las doloridas nalgas, el periodista de El Monitor Científico Fordiano gritó:
– ¡Pedazo de tonto! ¿Por qué no toma un poco de soma?
– ¡Fuera de aquí! -contestó el Salvaje.
El otro se alejó unos pasas, y se volvió.
– El mal se convierte en algo irreal con un par de gramos.
– Kohakwa iyathtokyai!
– El dolor es una ilusión.
– ¿Ah, sí? -dijo el Salvaje.
Y agarrando una gruesa vara avanzó un paso.
El enviado de El Monitor Científico Fordiano echó a correr hacia su helicóptero.
A partir de aquel momento el Salvaje gozó de paz por un tiempo. Llegaron unos cuantos helicópteros que volaron por encima de la torre, inquisitivamente. John disparó una flecha contra el que más se había acercado. La flecha traspasó el suelo de aluminio de la cabina; se oyó un agudo gemido, y el aparato ascendió como un cohete con toda la rapidez que el motor logró imprimirle. Los demás, desde aquel momento, mantuvieron respetuosamente las distancias. Sin hacer caso de su molesto zumbido (el Salvaje se veía a sí mismo como uno de los pretendientes de la Doncella de Mátsaki, tenaz y resistente entre los alados insectos), el Salvaje trabajaba en su futuro huerto. Al cabo de un tiempo los insectos, por lo visto, se cansaron, y se alejaron volando; durante unas horas, el cielo, sobre su cabeza, permaneció desierto, y, excepto por las alondras, silencioso.
Hacía un calor asfixiante, y había aires de tormenta. John se había pasado la mañana cavando y ahora descansaba tendido en el suelo. De pronto, el recuerdo de Lenina se transformó en una presencia real, desnuda y tangible, que le decía: ¡Cariño! y ¡Abrázame!, con sólo las medias y los zapatos puestos, perfumada… ¡Impúdica zorra! Pero… ioh, oh…! Sus brazos en torno de su cuello, los senos erguidos, sus labios… La eternidad estaba en nuestros labios y en nuestros ojos. Lenina… ¡No, no, no, no! El Salvaje saltó sobre sus pies, y, desnudo como iba, salió corriendo de la casa. Junto al límite donde empezaban los brezales crecían unas matas de enebro espinoso. John se arrojó a las matas, y estrechó, en lugar
del sedoso cuerpo de sus deseos, una brazada de espinas verdes. Agudas, con un millar de puntas, lo pincharon cruelmente. John se esforzó por pensar en la pobre Linda, sin palabra ni aliento, estrujándose las manos, y en el terror indecible que aparecía en sus ojos. La pobre Linda, que había jurado no olvidar. Pero la presencia de Lenina seguía acosándole. Lenina, a quien había jurado olvidar. Aun en medio de las heridas y los pinchazos de las agujas de los enebros, su carne recalcitrante seguía consciente de ella, inevitablemente real. Cariño, cariño… si también tú me deseabas, ¿por qué no lo decías?
El látigo estaba colgado de un clavo, detrás de la puerta, siempre a mano ante la posible llegada de periodistas. En un acceso de furor, el Salvaje volvió corriendo a la casa, lo cogió y lo levantó en el aire. Las cuerdas de nudos mordieron su carne.
– ¡Zorra! ¡Zorra! -gritaba, a cada latigazo, como si fuese a Lenina (¡y con qué frecuencia, aun sin saberlo, deseaba que lo fuera!), blanca, cálida, perfumada, infame, a quien así azotaba-. ¡Zorra! -Y después, con voz de desesperación-: ¡Oh, Linda, perdóname! ¡Perdóname, Dios mío! Soy malo. Soy pérfido. Soy… ¡No, no, zorra, zorra!
Desde su escondrijo cuidadosamente construido en el bosque, a trescientos metros de distancia, Darwin Bonaparte, el fotógrafo de caza mayor más experto de la Sociedad Productora de Films para los sensoramas, había observado todos los movimientos del Salvaje. La paciencia y la habilidad habían obtenido su recompensa. Darwin Bonaparte se había pasado tres días sentado en el interior del tronco de un roble artificial, tres noches reptando sobre el vientre a través de los brezos, ocultando micrófonos en las matas de aliaga, enterrándo cables en la blanda arena gris. Setenta y dos horas de suprema incomodidad. Pero ahora había llegado el gran momento, el más grande desde que había tomado las espeluznantes vistas estereoscópicas de la boda de unos gorilas. Espléndido -se dijo, cuando el Salvaje empezó su número-. ¡Espléndido!
Mantuvo sus cámaras telescópicas cuidadosamente enfocadas, como pegadas con cola a su móvil objetivo; les aplicó un telescopio más potente para captar un primer plano del rostro frenético y contorsionado (¡admirable!); filmó unos instantes a cámara lenta (un efecto cómico exquisito, se prometió a sí mismo)-, y, entretanto, escuchó con deleite los golpes, los gruñidos y las palabras furiosas que iban grabándose en la pista sonora del film; probó el efecto de una ligera amplificación (así, decididamente, resultaba mejor); le encantó oír, en un breve momento de pausa, el agudo canto de una alondra; deseó que el Salvaje se volviera para poder tomar un buen primer plano de la sangre en su espalda… y casi inmediatamente (¡vaya suerte!) el complaciente muchacho se volvió, y el fotógrafo pudo tomar a la perfección la vista que deseaba.
¡Bueno, ha sido estupendo! -se dijo, cuande todo hubo acabado-. ¡De primera calidad! Se secó el rostro empapado en sudor. Cuando en Ios estudios le hubiesen añadido los efectos táctiles, resultaría una película perfecta. Casi tan buena, pensó Darwin Bonaparte, como La vida amorosa del cachalote. ¡Lo cual, por Ford, no era poco decir!
Doce días más tarde, El Salvaje de Surrey se había estrenado ya y podía verse, oírse y palparse en todos los palacios de sensorama de primera categoría de la Europa occidental.
El efecto del film de Darwin Bonaparte fue inmediato y enorme. La tarde que siguió a la noche del estreno, la rústica soledad de John fue interrumpida bruscamente por la llegada de un vasto enjambre de helicópteros.
John estaba cavando en su huerto; y cavando también en su propia mente, revolviendo la sustancia de sus pensamientos. La muerte… E hincaba su azada una y otra vez… Y todos nuestros ayeres han iluminado para los necios el camino hacia la polvorienta muerte. Un trueno convincente rugía a través de estas palabras. John levantó una palada de tierra. ¿Por qué había muerto Linda? ¿Por qué la había dejado perder progresivamente su condición humana, y al fin…? El Salvaje sintió un escalofrío… Y al fin se había convertido en… una buena carroña para besar… Apoyó el pie en el borde de la pala y la hincó profundamente en el suelo. Somos para los dioses como moscas en manos de chiquillos caprichosos; nos matan como en un juego. Otro trueno; palabras que por sí mismas se proclamaban verdaderas; más verdaderas, en cierto modo, que la misma verdad. Y, sin embargo, el mismo Gloucester los había llamado dioses eternamente amables. Además, el mejor de los descansos es el sueño; y tú a menudo lo buscas; sin embargo, temes torpemente la muerte, que es la misma cosa.