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Un rumor lo indujo a volverse.

– ¡Oh, Ford! -exclamó, en, otro tono-. He despertado a los niños.

CAPITULO IIl

Fuera, en el jardín, era la hora del recreo. Desnudos bajo el cálido sol de junio, seiscientos o setecientos niños y niñas corrían de acá para allá lanzando agudos chillidos y jugando a la pelota, o permanecían sentados silenciosamente, entre las matas floridas, en parejas o en grupos de tres. Los rosales estaban en flor, dos ruiseñores entonaban un soliloquio en la espesura, y un cuco desafinaba un poco entre los tilos. El aire vibraba con el zumbido de las abejas y los helicópteros.

El director y los alumnos permanecieron algún tiempo contemplando a un grupo de niños que jugaban a la Pelota Centrífuga. Veinte de ellos formaban círculo alrededor de una torre de acero cromado. Había que arrojar la pelota a una plataforma colocada en lo alto de la torre; entonces la pelota caía por el interior de la misma hasta llegar a un disco que giraba velozmente, y salía disparada al exterior por una de las numerosas aberturas practicadas en la armazón de la torre. Y los niños debían atraparla.

– Es curioso -musitó el director, cuando se apartaron del lugar-, es curioso pensar que hasta en los tiempos de Nuestro Ford la mayoría de los juegos se jugaban sin más aparatos que una o dos pelotas, unos pocos palos y a veces una red.

Imaginen la locura que representa permitir que la gente se entregue a juegos complicados que en nada aumentan el consumo. Pura locura. Actualmente los Interventores no aprueban ningún nuevo juego, a menos que pueda demostrarse que exige cuando menos tantos aparatos como el más complicado de los juegos ya existentes. -Se interrumpió espontáneamente-. He aquí un grupito encantador -dijo, señalando.

En una breve extensión de césped, entre altos grupos de brezos mediterráneos, dos chiquillos, un niño de unos siete años y una niña que quizá tendría un año más, jugaban -gravemente y con la atención concentrada de unos científicos empeñados en una labor de investigación- a un rudimentario juego sexual.

– ¡Encantador, encantador! -repitió el D.I.C., sentimentalmente.

– Encantador -convinieron los muchachos, cortésmente.

Pero su sonrisa tenía cierta expresión condescendiente: hacía muv poco tiempo que habían abandonado aquellas diversiones infantiles, demasiado poco para poder contemplarlas sin cierto desprecio. ¿Encantador? No eran más que un par de chiquillos haciendo el tonto; nada más. Chiquilladas.

– Siempre pienso… -empezó el director en el mismo tono sensiblero.

Pero lo interrumpió un llanto bastante agudo.

De unos matorrales cercanos emergió una enfermera que llevaba cogido de la mano un niño que lloraba. Una niña, con expresión ansiosa, trotaba pisándole los talones.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el director.

La enfermera se encogió de hombros.

– No tiene importancia -contestó-. Sólo que este chiquillo parece bastante reacio a unirse en el juego erótico corriente. Ya lo había observado dos o tres veces. Y ahora vuelve a las andadas.

Empezó a llorar y…

– Honradamente -intervino la chiquilla de aspecto ansioso-, yo no quise hacerle ningún daño. Es la pura verdad.

– Claro que no, querida -dijo la enfermera, tranquilizándola-. Por esto -prosiguió, dirigiéndose de nuevo al director- lo llevo a presencia del Superintendente Ayudante de Psicología. Para ver si hay en él alguna anormalidad.

– Perfectamente -dijo el director-. Llévelo allá. Tú te quedas aquí, chiquilla -agregó, mientras la enfermera se alejaba con el niño, que seguía llorando-. ¿Cómo te llamas?

– Polly Trotsky.

– Un nombre muy bonito, como tú -dijo el director-. Anda, ve a ver si encuentras a otro niño con quien jugar.

La niña echó a correr hacia los matorrales y se perdió de vista.

– ¡Exquisita criatura! -dijo el director, mirando en la dirección por donde había desaparecido; y volviéndose después hacia los estudiantes, prosiguió-: Lo que ahora voy a decirles puede parecer increíble. Pero cuando no se está acostumbrado a la Historia, la mayoría de los hechos del pasado parecen increíbles.

Y les comunicó la asombrosa verdad. Durante un largo período de tiempo, antes de la época de Nuestro Ford, y aun durante algunas generaciones subsiguientes, los juegos eróticos entre chiquillos habían sido considerados como algo anormal (estallaron sonoras risas); y no sólo anormal, sino realmente inmoral (¡No!), y, en consecuencia, estaban rigurosamente prohibidos.

Una expresión de asombrosa incredulidad apareció en los rostros de sus oyentes. ¿Era posible que prohibieran a los pobres chiquillos divertirse? No podían creerlo.

– Hasta a los adolescentes se les prohibían -siguió el D.I.C.-; a los adolescentes como ustedes…

– ¡Es imposible!

– Dejando aparte un poco de autoerotismo subrepticio y la homosexualidad, nada estaba permitido.

– ¿Nada?

– En la mayoría de los casos, hasta que tenían más de veinte años.

– ¿Veinte años? -repitieron, como un eco, los estudiantes, en un coro de incredulidad.

– Veinte -repitió a su vez el director-. Ya les dije que les parecería increíble.

– Pero, ¿qué pasaba? -preguntaron los muchachos-. ¿Cuáles eran los resultados?

– Los resultados eran terribles.

Una voz grave y resonante había intervenido inesperadamente en la conversación.

Todos se volvieron. A la vera del pequeño grupo se hallaba un desconocido, un hombre de estatura media y cabellos negros, nariz ganchuda, labios rojos y regordetes, y ojos oscuros, que parecían taladrar.

– Terribles -repitió.

En aquel momento, el D.I.C. se hallaba sentado en uno de los bancos de acero y caucho convenientemente esparcidos por todo el jardín; pero a la vista del desconocido saltó sobre sus pies y corrió a su encuentro, con las manos abiertas, sonriendo con todos sus dientes, efusivo.

– ¡Interventor! ¡Qué inesperado placer! Muchachos, ¿en qué piensan ustedes? Les presento al interventor; es Su Fordería Mustafá Mond.

En las cuatro mil salas del Centro, los cuatro mil relojes eléctricos dieron simultáneamente las cuatro. Voces etéreas sonaban por los altavoces:

– Cesa el primer turno del día… Empieza el segundo turno del día… Cesa el primer turno del día…

En el ascensor, camino de los vestuarios, Henry Foster y el Director Ayudante de Predestinación daban la espalda intencionadamente a Bernard Marx, de la Oficina Psicológica, procurando evitar toda relación con aquel hombre de mala fama.

En el Almacén de Embriones, el débil zumbido y chirrido de las máquinas todavía estremecía el aire escarlata. Los turnos podían sucederse; una cara roja, luposa, podía ceder el lugar a otra; mayestáticamente y para siempre, los trenes seguían reptando con su carga de futuros hombres y mujeres.

Lenina Crowne se dirigió hacia la puerta.

¡Su Fordería Mustafá Mond! A los estudiantes casi se les salían los ojos de la cabeza. ¡Mustafá Mond! ¡El Interventor Residente de la Europa Occidental! ¡Uno de los Diez Interventores Mundiales! Uno de los Diez… y se sentó en el banco, con el D.I.C., e iba a quedarse, a quedarse, sí, y hasta a dirigirlos la palabra… ¡Directamente de labios del propio Ford!

Dos chiquillos morenos emergieron de unos matorrales cercanos, les miraron un momento con ojos muy abiertos y llenos de asombro, y luego volvieron a sus juegos entre las hojas.

– Todos ustedes recuerdan -dijo el Interventor; con su voz fuerte y grave-, todos ustedes recuerdan, supongo, aquella hermosa e inspirada frase de Nuestro Ford: La Historia es una patraña -repitió lentamente-, una patraña.