Daphne le apartó la mano.
– No me toques. No vuelvas a hacerlo jamás. Te odio.
Aquello hizo que Murat se apartara de ella y se colocara a los pies de la cama.
– Si soy tu esposa -continuó Daphne-, puedo hacer lo que me dé la gana.
– Sí, pero no debes olvidar nunca cuál es tu lugar.
– ¿Te refieres a que debería comportarme como tu esclava? Vaya, maravilloso. Estoy encantada de ser el juguetito de un príncipe arrogante y egoísta.
Murat la miró estupefacto, pero a Daphne le importaba muy poco lo que pensara de ella. En cualquier caso, la medicación le estaba haciendo efecto y estaba dejando de dolerle la cabeza, así que Daphne se sentó en la cama.
– Eres una mujer imposible -se lamentó Murat.
– Me importa un bledo lo que opines de mí.
– Te quejas, pero todo esto lo he hecho por ti.
– Ya, claro. Será porque yo te estaba rogando que te casaras conmigo, ¿verdad?
– No, pero te habías hecho daño y alguien tenía que cuidar de ti.
– ¿Me estás diciendo que te has casado conmigo para protegerme de mí misma? Murat, deja de mentirte a ti mismo.
– Además, hemos hecho el amor -añadió Murat en el tono que un adulto emplea para explicarle algo delicado a un niño-. Y no eras virgen.
– ¿Y?
– Deberías haberlo sido.
– ¿Y te has casado conmigo para castigarme por ello?
– Por supuesto que no.
– ¿Entonces? Si hubiera sido virgen, habríamos seguido viéndonos y acostándonos y, al final, habríamos terminado igual.
– Correcto. Me habría casado contigo de todas maneras.
Aquello se llamaba estar entre la espada y la pared.
La sensación de estar atrapada dejó a Daphne sin energía, así que se tumbó y cerró los ojos.
– ¿No te encuentras bien? -le preguntó Murat.
– Vete.
Daphne lo oyó acercarse y sintió su mano en la frente.
– Me gustaría ayudarte.
Daphne abrió los ojos y lo miró fijamente.
– ¿Te crees que a mí me importa lo que tú quieras? Por favor, vete inmediatamente. No quiero volver a verte. Fuera. ¡Fuera!
Murat dudó, así que Daphne hizo ademán de agarrar el vaso vacío que había en la mesilla para lanzárselo.
– ¡Fuera!
– Vendré a verte mañana por la mañana.
– ¡Vete ya!
Dicho aquello, Murat se giró y abandonó la habitación.
Una vez a solas, Daphne dejó el vaso sobre la mesilla, se acurrucó en la cama y cerró los ojos. El dolor era insoportable, pero no el de la cabeza sino el de haber perdido su libertad.
La traición que Murat le había infligido le dolía sobremanera. Daphne volvió a sentir que le ardían los ojos y en aquella ocasión no reprimió las lágrimas aunque sabía que de poco le iban a servir.
Con la ayuda de los analgésicos, Daphne consiguió dormir toda la noche del tirón y, a la mañana siguiente, el médico pasó a verla. El doctor le dijo que debía permanecer acostada, por lo menos, veinticuatro horas más, y que no debía volver a su vida normal durante unos días.
Por razones que Daphne ignoraba, pero que agradecía, Murat no fue a visitarla. Al tercer día, Daphne le dijo a la enfermera que se encontraba bien, se levantó, se vistió y comenzó a caminar.
Seguía furiosa con él y decidió que, en lugar de permitir que aquel enfado acabara con su energía, tenía que apoyarse en él para sacar fuerzas de flaqueza y encontrar la manera de librarse de Murat y escapar de allí.
Después de desayunar, Daphne se acercó a las puertas doradas y comprobó que ya no estaban cerradas ni había guardias fuera.
Claro, ya no hacía falta vigilarla porque ya no podía escapar. Nadie se atrevería a ayudarla, ningún conductor llevaría a la futura reina a la frontera ni ningún piloto volaría fuera del país con ella.
Daphne avanzó por un pasillo hasta que se encontró con un viejo criado al que preguntó por el rey. El hombre la guió hasta un jardín donde Daphne vio al rey jugando con una de sus nietas en compañía de su madre, Cleo, la mujer de Sadik.
Daphne no supo qué hacer. Aunque tenía asuntos muy urgentes que tratar con el monarca, no quería interrumpir un momento familiar tan íntimo.
Daphne sabía que Cleo era adoptada y que trabajaba en una fotocopiadora antes de conocer al que habría de convertirse en su marido y le pareció genial que una chica tan normal fuera completamente aceptada en una familia real cuando a ella no la aceptaba ni su propia familia.
Aquello le dolió.
– Vaya, Daphne -dijo el rey al verla-. Tienes buen aspecto. Ven a sentarte con nosotros.
Daphne así lo hizo.
– Está empezando a andar -le explicó Cleo agarrando a su hija Calah-. No sé qué va a ser de nosotros cuando sepa correr -se lamentó riendo-. Bueno, de momento, me parece que tenemos que ir a cambiarle el pañal, ¿verdad, pequeña? -añadió tomando a la niña en brazos y alejándose.
– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó el rey una vez a solas, tomándole la mano derecha entre las suyas.
De haberle agarrado la izquierda, se habría dado cuenta de que no lucía el anillo que Murat le había entregado al hacerla su esposa porque lo había dejado en la habitación.
– Físicamente, me encuentro mucho mejor, pero, emocionalmente, estoy bastante mal -contestó Daphne sinceramente -. ¿De verdad que Murat se ha casado conmigo mientras estaba inconsciente?
– Sí.
Daphne sintió que el aire no le llegaba a los pulmones y temió desmayarse.
– ¿Estás bien? -le preguntó el rey Hassan.
– Sí, pero… no entiendo cómo ha permitido que hiciera esto. Lo que ha hecho su hijo es terrible.
– Mi hijo es incapaz de hacer nada terrible.
– No me puedo creer que lo apoye. Y tampoco me puedo creer que esté convencido de que vamos a ser felices porque de este matrimonio es imposible que salga nada bueno.
– Confío en que sabrás hacer feliz a mi hijo.
– Y yo confío en que entienda que necesito que este matrimonio se anule.
– Daphne, prefiero que no hablemos de esto. ¿Por qué no hablamos de lo bonito que es Bahania? Si no me equivoco, la última vez que estuviste por aquí te encantó el país. Ahora, podrás explorar hasta el último rincón, conocer a su gente. Por lo que me ha dicho Murat, eres veterinaria. Ejercer fuera del palacio va a ser un poco difícil, pero yo creo que podrías dar clases. Además, yo tengo un montón de gatos y me vendrá muy bien que te encargues de ellos.
Daphne se sintió como si estuviera hablando con un muro.
– Majestad, por favor, ayúdeme.
El rey sonrió.
– Daphne, yo creo que hay una razón por la que no te has casado. Te fuiste de Bahania hace diez años y no te has casado. ¿Por qué no compartiste tu vida con nadie?
– Porque no encontré al hombre adecuado. He estado muy ocupada estudiando y trabajando -le explicó Daphne-. Desde luego, no ha sido porque no me haya podido olvidar de Murat.
– Eso dices. Él dice lo mismo, pero él tampoco ha encontrado a una mujer. Ahora estáis juntos, como debería haber sido desde el principio.
Daphne no se podía creer lo que estaba sucediendo.
– Me ha engañado, me ha tendido una trampa y no me puedo creer que usted lo apoye.
– Dale tiempo, conoce a mi hijo. Te gustará, ya lo verás.
Daphne se puso en pie.
– Perdón, tengo cosas que hacer -se excusó alejándose.
Se encontraba rota de pies a cabeza. Nadie la escuchaba ni la quería ayudar. La situación era tan caótica que se sentía un pobre insecto atrapado en una red de araña. Al final, tendría que ceder y rendirse.
– Jamás. Seré fuerte.
Al doblar la esquina, se encontró con una joven doncella uniformada.
– Alteza, sus padres quieren hablar con usted – sonrió la mujer-. Por favor, sígame.
Claro, sus padres se habrían enterado de la boda y debían de estar encantados.