Daphne se imaginó a aquel niño cansado y nervioso al que obligaban a estudiar sin descanso cuando lo que él quería era salir a jugar con sus hermanos y sintió una tremenda compasión por él.
– Por cierto, me ha llamado tu padre. Por lo visto, quiere expandir vuestro negocio familiar a Bahania y, desde aquí, a El Bahar y a Oriente Medio.
Daphne no se lo podía creer. ¿Su propio padre? Al instante, se sonrojó de pies a cabeza.
– Lo siento. Ahora mismo lo llamo por teléfono.
Murat negó con la cabeza.
– No hace falta. Es mi suegro y le debo algún tipo de consideración, así que voy a poner a un par de mis ayudantes a su servicio.
– No me lo puedo creer -comentó Daphne enfadada.
Tan sólo hacía una semana que se había casado. Después de años ignorándola, su padre quería servirse de ella en su propio beneficio.
– Podía haber disimulado y haber esperado un poquito más, ¿no?
– Sí, pero te aconsejo que no te enfades con todo el mundo que viene buscando algo. Si lo haces, te vas a pasar la vida en un estado de terrible ansiedad. No significa nada, Daphne. Olvídate.
A lo mejor para Murat no significaba nada, pero para ella significaba mucho y, aunque quería odiar a Murat con todo su corazón, resultaba que precisamente él era la única persona que podía entender lo que le estaba sucediendo.
Daphne no quería vivir en un mundo en el que la gente la utilizara para conseguir lo que querían, pero siempre había sido ése el mundo en el que había habitado.
– ¿Has podido fiarte alguna vez de alguien? – le preguntó a Murat-. ¿Cómo sabes cuándo una persona está verdaderamente interesada en ti y no en lo que tienes?
– A veces la situación está muy clara y yo lo prefiero así. Cuando sé desde el principio lo que quiere una persona puedo decidir si se lo doy o no, pero cuando son buenos con esos jueguecitos… cuando era más joven, era más fácil engañarme. Cuando terminé la universidad, unas cuantas mujeres consiguieron convencerme de que su amor por mí era más grande que el universo y, en realidad, lo que querían era el título y el dinero.
Daphne hizo una mueca de disgusto.
– Supongo que lo pasarías mal.
– Sí, pero también había chicas sinceras a las que no les importaba o no sabía quién era. Por ejemplo, tú.
Daphne sonrió al recordarlo.
– Yo no tenía ni idea de quién eras.
– Ya lo sé. Yo creía que, cuando lo descubrieras, ibas a salir corriendo y jamás podría alcanzarte.
A Daphne se le borró la sonrisa de la cara.
– Cuando salí corriendo, no viniste a buscarme.
Murat bajó la mirada y le miró la mano izquierda.
– Ya veo que sigues negándote a llevar el anillo.
– ¿Te sorprende?
– No, simplemente me entristece.
– ¿Quieres que hablemos de cómo me siento yo?
– Si tú quieres.
– Vaya, eso es nuevo. ¿Desde cuándo te preocupas por mis sentimientos?
– Quiero que seas feliz.
Daphne no se lo podía creer.
– Me has tenido prisionera y te has casado conmigo en contra de mi voluntad. No me parece que eso sea querer que una persona sea feliz.
– Ahora estamos casados, somos marido y mujer y me gustaría que disfrutaras de la situación. A lo mejor resulta que te sorprende gratamente.
– Murat, ¿cuándo te vas a dar cuenta de que lo que has hecho no es correcto? ¿Por qué no lo admites por lo menos? Te digo en serio que me quiero ir.
– Y yo te digo que jamás nos divorciaremos porque el rey no lo permitirá.
Daphne se puso en pie con la idea de escapar, pero siendo consciente de que no tenía ningún sitio adonde ir, miró a su alrededor, a toda aquella ropa que tenía que probarse y recordó todas las entrevistas que tenía concertadas y la cantidad de libros de historia y protocolo que tenía que leer.
– ¿Se te ha ocurrido pensar que lo que has hecho ha dado al traste con cualquier posibilidad de ser felices que teníamos? -le preguntó con voz queda.
Murat se puso en pie, se acercó a ella y le acarició la mejilla.
– Con el tiempo, te olvidarás del pasado y mirarás hacia el futuro. Soy un hombre paciente y sabré esperar. Mientras tanto, te tengo que dejar porque tengo una reunión y ya llego tarde.
– Seguro que nadie te lo echa en cara -se burló Daphne.
– No, no creo -sonrió Murat avanzando hacia la puerta-. ¿De verdad que todo esto te está resultando tan penoso?
– Sí.
– ¿Te gustaría olvidarte de la ropa durante unos días?
– ¿Sería posible?
– Sí, pero tendrías que volver a montar a caballo.
– No hay problema.
– Bien. Estáte preparada mañana al amanecer. Vístete de manera tradicional. Ya le diré a alguien que te lleve la ropa apropiada a tu habitación.
– ¿Adonde vamos?
– Es una sorpresa.
Daphne no durmió bien aquella noche. No podía dejar de pensar en Murat, algo que le sucedía muy a menudo últimamente, pero la diferencia ahora era que no estaba tan enfadada con él como en otras ocasiones.
El que le hubiera contado algo de su pasado, el que lo hubiera dejado entrar en su intimidad, había hecho que Daphne entendiera que, aunque era muy apetecible ser rey, crecer siendo el príncipe heredero no debía de haber sido fácil en absoluto para él.
¿Nadie lo había amado por ser quién era como ser humano? ¿Acaso ninguna mujer se había fijado en él como hombre a secas?
Daphne se preguntó qué habría sucedido diez años atrás si se hubiera casado con él. ¿Lo habría amado más que a nadie? Por supuesto que sí.
No lo había abandonado porque no lo amara sino porque él no la amaba a ella y Daphne, a los veinte años, necesitaba sentirse importante, necesitaba saber que era amada y, diez años después, le sucedía exactamente lo mismo.
Eso era lo que Murat no entendía. Por supuesto que estaba furiosa por haberla obligado a casarse con él de aquella manera, pero lo que parecía que a Murat no le entraba en la cabeza era que, si hubiera dicho que la quería, a lo mejor ella se habría planteado volver a intentarlo.
Claro que eso era como pedir imposibles porque Murat jamás admitiría haberse equivocado en nada y, mucho menos, pedía perdón.
Cuando sonó el despertador, Daphne se duchó y se vistió, poniéndose una camiseta y vaqueros bajo la ropa tradicional de las mujeres del desierto. Lo único que quedó al descubierto fueron sus preciosos ojos azules.
Al salir de la habitación, encontró a Murat esperándola en el salón. Tras saludarla, le entregó el anillo de diamantes.
– Estamos casados y no quiero que mi gente haga preguntas.
Daphne miró el anillo y luego a Murat a los ojos. Ella tampoco quería que nadie se metiera en su vida privada, así que se puso el anillo y siguió a Murat a los establos.
– Vaya, creía que íbamos a ser solamente tú y yo, un par de caballos y un camello con los víveres -comentó Daphne al ver que llevaban un séquito de unas cincuenta personas.
Murat sonrió y Daphne lo imitó.
Murat la prefería así. Feliz. La última semana había sido terrible. Verla triste y furiosa era horrible.
¿Por qué no entendía aquella mujer que lo que estaba hecho, hecho estaba, y que lo que tenían que hacer ahora era concentrarse en mirar hacia delante? ¿De verdad estar casada con él se le hacía tan cuesta arriba?
– Daphne, me gustaría que mientras estemos en el desierto hiciéramos una tregua.
– Muy bien. Accedo a firmar la paz contigo, pero que sepas que lo hago por tu gente, no por ti.
Murat asintió.
De momento, era suficiente. Si Daphne pasaba tiempo con él y se olvidaba de que estaba enfadada, Murat sabía que podría ganársela y, así, cuando volvieran a palacio, todo se habría solucionado.
– Ven -le dijo agarrándola de la mano y conduciéndola hacia una yegua blanca como la nieve-. Intenta no caerte esta vez.