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– Intenta no hacerme enfadar -sonrió Daphne mirándolo desde arriba.

– Nunca es ésa mi intención.

– Pues se te da muy bien.

– Eso es porque soy un hombre de muchos talentos.

Algo brilló en los ojos de Daphne, algo oscuro y sensual que hizo que Murat sintiera que se le aceleraba el pulso.

– No vamos a hablar de eso. Que ni se te pase por la cabeza que va a haber entre nosotros nada divertido.

– Vaya, qué pena, porque a ti te encanta reírte, ¿no?

– No me refiero a eso y lo sabes perfectamente.

Murat asintió, pero en su fuero interno tenía la esperanza de que el desierto hiciera que Daphne cambiara de opinión. El desierto era un lugar romántico y Murat tenía la intención de valerse de ello en su provecho.

Para empezar, aunque la tienda de campaña estilo jaima en la que iban a dormir era muy grande y estaba amueblada, sólo tenía un dormitorio.

¡Y una cama!

– Dime adonde vamos -dijo Daphne al cabo de una hora cabalgando-. ¿Estamos siguiendo una ruta específica?

– Sí -contestó Murat-. Este camino lleva a hacia el norte, hacia la antigua Ruta de la Seda. No vamos a ir tan lejos, simplemente nos vamos a adentrar en el desierto.

La Ruta de la Seda. Daphne había oído hablar de ella y siempre le había apasionado. ¡Cuánta historia había en Bahania! ¡Cuántos tesoros por explorar!

– ¿Vamos a acampar en un oasis?

– Sí, todas las noches hasta que lleguemos a…

– ¿Adonde?

– Nos dirigimos a un lugar muy misterioso. He pensado que te gustaría volver a ver a mi hermana Sabrina.

– ¿Tu hermana vive en el desierto?

– Sí, con su marido. Mi otra hermana, Zara, también.

– Zara. Sí, sé que es la hija de la bailarina, la chica estadounidense que se enteró de que era hija de un rey hace unos años.

– Exacto. Está casada con un jeque americano que se llama Rafe y que es jefe de seguridad.

– ¿De qué?

– Eso es secreto. Me tienes que prometer que jamás se lo contarás a nadie -contestó muy serio.

– Sabes que me quiero ir.

– Hemos dicho que no íbamos a hablar de eso.

– El hecho de que no hablemos no quiere decir que no sea así, pero te prometo que jamás traicionaré al pueblo de Bahania ni a ti.

Murat asintió como si no esperara menos de ella.

– ¿Has oído hablar de la Ciudad de los Ladrones?

Daphne se quedó pensativa.

– Es un mito, como la Atlántida, una preciosa ciudad situada en mitad del desierto que sirve de santuario a las personas que roban. Se supone que allí están algunos de los tesoros más increíbles del mundo que nunca han aparecido. Joyas, cuadros, estatuas, tapices. Si un país ha perdido algo de gran valor en los últimos mil años, probablemente esté en la Ciudad de los Ladrones.

– Todo eso es cierto.

– ¿Cómo?

– Sí, la ciudad existe.

– ¿Me estás diciendo que es una ciudad de verdad con edificios y gente?

– Sí, es una ciudad asentada alrededor de un castillo que se construyó en el siglo XII. Las edificaciones son de arena del desierto, lo que les permite estar completamente camufladas en el entorno y no ser visibles desde el cielo ni desde una cierta distancia. Cuando nos estemos acercando, nos alejaremos del grupo.

– No me lo puedo creer -comentó Daphne emocionada.

– Sabrina es toda una experta en antigüedades. Gracias a su influencia, varias piezas han sido devueltas a los países de los que provenían. Si te apetece, te acompañará a dar una vuelta por ahí.

– Claro que me apetece. ¿Cuándo llegamos?

Aquello hizo reír a Murat.

– No tan rápido. Primero, tenemos que llegar al corazón del desierto y situarnos en el límite del mundo conocido.

– Nunca he estado en un lugar así.

– Te va a gustar.

Capítulo 11

Aunque a Daphne no le hacía ninguna gracia la manera en la que Murat se había casado con ella y no le gustaba nada que la mantuviera en Bahania contra su voluntad, debía admitir que aquel hombre sabía viajar bien.

Junto a ellos, que iban a caballo acompañados de varios camellos, viajaban varios vehículos en los que se transportaba todo lo necesario para vivir de lujo en el desierto, desde muebles a alfombras y servicios de plata.

Aquel primer día comieron rápidamente mientras los caballos bebían agua y descansaban un poco, pero Murat le había prometido que aquella noche cenarían en condiciones en cuanto el campamento estuviera montado.

También le había dicho que, poco a poco, se les irían uniendo miembros de tribus nómadas y así fue. A media tarde, el número de viajeros se había triplicado y había familias con pequeños rebaños de camellos y cabras y varios jóvenes con carros.

– Es increíble la cantidad de gente que quiere viajar contigo -comentó Daphne.

– No es por mí sino por ti -sonrió Murat-. Yo he venido al desierto muchas veces y jamás se ha formado una caravana tan grande. Toda esta gente ha venido porque quiere conocer a su futura reina.

Daphne se sintió halagada y culpable a la vez. Estaba encantada de conocer a toda aquella gente interesada en ella, pero no le hacía ninguna gracia que pensaran que iba a ser la esposa de Murat para siempre.

– Tus ojos te delatan y en ellos veo que estás deseando conocer a aquellas personas que todavía no conoces y por las que ya sientes una inmensa ternura. ¿Por qué no te planteas abrir tu corazón también a tu marido?

– Lo haría si mi marido se hubiera molestado en ganarse mi afecto en lugar de haberme obligado a hacer algo que yo no quería hacer.

En lugar de mirarla apenado o enfadado, Murat sonrió encantado, algo que Daphne no entendió.

– Es la primera vez que me llamas así.

– ¿Cómo?

– Te has referido a mí llamándome «mi marido».

Qué típico de Murat oír única y exclusivamente lo que le interesaba.

– No te emociones tanto. No lo he dicho con buenas intenciones.

– Pero es la verdad. Estamos casados y puede que incluso mi hijo esté creciendo en estos momentos en tus entrañas.

– Yo no me haría demasiadas ilusiones.

Daphne aspiró el dulce aire del desierto. Los sonidos que la rodeaban la hacían feliz. Las risas de los niños, los cascabeles de los arneses de los caballos y de los camellos, el trino de los pájaros…

Como de costumbre, la inmensidad de la Naturaleza la hizo sentirse pequeña y, a la vez, parte de algo mucho más grande.

– Hace muchos años que mi gente no tiene reina -comentó Murat al cabo de un rato.

– Pues dile a tu padre que se vuelva a casar – contestó Daphne.

– Ha tenido cuatro esposas y varios grandes amores. Yo creo que él prefiere tener sus relaciones sin llegar a casarse.

– Como cualquier hombre, ¿no?

Murat la miró con dureza.

– ¿Tú crees que yo soy así? ¿Acaso no me aceptas porque temes que me vaya con otras? Te aseguro que no tengo interés en estar con otra mujer. Tú eres mi esposa y eres la única mujer con la que quiero compartir mi cama.

De haber sido diferentes las circunstancias, aquel dato la hubiera hecho muy feliz, pero Daphne no quería creerse nada de lo que Murat le dijera.

– De momento.

– Para siempre -rebatió Murat -. Soy el príncipe heredero Murat de Bahania y mi palabra es ley. Te prometo que cumpliré mi voto de lealtad hacia ti hasta el día de mi muerte.

Daphne se sintió de repente muy mal por dudar de él y por un momento se preguntó si estaba siendo imbécil por resistirse a él. Sí, era cierto que se había casado con ella en contra de su voluntad, pero no la estaba maltratando.

¡Un momento! ¿Es que acaso un matrimonio feliz era aquél en el que no había maltrato? ¿Y el amor y el respeto? ¿Y aquello de tratarse mutuamente con dignidad? Por no hablar de que, después de haber actuado así, lo más probable era que Murat continuara ignorando su opinión y sus deseos durante toda la vida.