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Tras escuchar el caso de varios robos, Murat absolvió a dos de los acusados por creer que los habían acusado en falso y sentenció a un tercer hombre a seis meses de prisión por haber robado unas cabras.

A Daphne le pareció una medida desproporcionada, pero Murat le explicó que robarle a una familia del desierto su pequeño rebaño de cabras era como condenarlos a morir porque corrían el riesgo de morir de hambre antes de poder salir del desierto o de llegar a otro campamento. Además, no podrían acarrear sus posesiones y tendrían que dejarlas atrás. Los niños más pequeños no tendrían leche para comer. Robar era una cosa muy seria en el desierto y Daphne entendió a la perfección el castigo.

A continuación, llevaron a un hombre de casi treinta años acusado de haber robado junto con otros dos cómplices veinte camellos de una familia. Los dos cómplices era la primera vez que pasaban por el tribunal, pero el jefe era la tercera, así que tenía antecedentes. Para colmo, en la huida habían matado a uno de los animales que se había quedado rezagado, algo que entre la gente del desierto ya constituía en sí mismo un delito imperdonable.

Murat escuchó a ambas partes y se giró hacia el tribunal.

– Cadena perpetua -dijeron sus miembros.

El criminal dejó caer la cabeza sobre el pecho.

– Tengo dos hijos y soy viudo.

Murat asintió y mandó llevar a los niños a su presencia. Entraron en la estancia un chico de unos catorce años que llevaba de la mano a una niña mucho más pequeña. El chico lloraba sin parar mientras que la niña parecía confusa, como si no entendiera lo que estaba sucediendo.

– Aquí tenemos a los dos hijos del ladrón – dijo el príncipe mirando a los allí reunidos.

Se hizo un momento de silencio y, a continuación, un hombre alto de unos cuarenta y pocos años se puso en pie y avanzó hacia el estrado.

– Yo me hago cargo de ellos -anunció.

Murat permaneció en silencio.

– Doy mi palabra de que los trataré como si fueran mis propios hijos. El chico podrá ir a la universidad si quiere.

Daphne miró al hombre y enarcó las cejas.

– Y la chica también -prometió el hombre.

– Muy bien -murmuró Daphne.

Murat asintió complacido, pero todavía no había dado su beneplácito, así que el hombre llamó a alguien y una niña de unos once años se puso en pie y avanzó hacia ellos.

– Es mi hija pequeña, la hija a la que más quiero -explicó el hombre-. La entrego a la tutela del príncipe para asegurar el bienestar de los dos chicos que me llevo.

La niña lo miró horrorizada.

– Papá…

– No pasa nada, cariño. Todo irá bien -le aseguró su padre acariciándole la cabeza.

Murat se puso en pie.

– El acuerdo me parece bien. Los hijos del ladrón entrarán en una familia nueva y sus pasados serán olvidados. Su vida estará limpia y no cargarán con la culpa de su padre.

Dicho aquello, se acercó a Daphne, le tendió la mano, que ella aceptó, y ambos salieron de la carpa por la parte trasera.

– No entiendo por qué ese hombre ha entregado a su hija.

– Porque es el seguro de que tratará bien a los otros dos. El tribunal hace exámenes periódicos para asegurarse de que los hijos de ladrones entregados a otras familias son tratados bien. Si no fuera así, se los quitarían y también perdería a su hija. Es la manera de asegurarse de que ese hombre cuidará a esos niños como si fueran suyos de verdad, y lo digo muy en serio. Esos niños jamás tendrán el estigma de ser los hijos de un ladrón -le explicó Murat mientras iban hacia su tienda-. Solemos actuar así con los hijos de los delincuentes para darles una oportunidad ya que ellos no son culpables por las decisiones erróneas que tomaron sus padres. En cualquier caso, conozco al hombre que se va a quedar con los hijos de este delincuente y sé que es un buen hombre. Han tenido suerte.

Al entrar en su tienda, Daphne comprobó que la comida los estaba esperando. Murat la ayudó a sentarse y se sentó frente a ella. Al cabo de unos segundos, una chica joven les sirvió la comida.

– ¿Y esta tarde? -preguntó Daphne.

– Esta tarde cualquier persona que lo desee podrá acercarse a nosotros para que mediemos en algún contencioso.

– Supongo que tardarás un montón de tiempo con eso.

– No te creas. Tengo fama de ser muy duro y solamente los más valientes se atreven a pedir mi consejo.

– ¿Eres un hombre justo?

– Cuando el destino de mi gente está en mis manos, te aseguro que no me tomo la responsabilidad a la ligera. Escuchó a ambas partes e intentó encontrar la mejor solución para todos los involucrados.

Daphne se dio cuenta de que Murat no era lo que ella creía, no era un hombre amable y compasivo sólo cuando las cosas fueran como él quería, sino que era un hombre que quería ser un buen líder y una buena persona.

¿Cómo reconciliaba Daphne eso con lo que le había hecho a ella? ¿Cuál era la solución a su dilema? ¿Cómo hacerle comprender que tenían que ser sinceros el uno con el otro si querían que aquella relación funcionara?

Después de comer, Murat se reunió con el tribunal tribal y Daphne se fue a dar un paseo hasta los establos, donde se paró a ver cómo un grupo de niños jugaba al fútbol.

En ese momento, una jovencita se acercó a ella.

– Buenas tardes, princesa -la saludó con una reverencia-. Me llamo Aisha. Es un enorme placer conocerla

– El honor es mío -contestó Daphne con una gran sonrisa.

La chica debía de tener unos dieciséis o diecisiete años y era increíblemente bella. Dentro del campamento, llevaba el pelo suelto y tenía unos preciosos ojos marrones llenos de vida.

– Confieso que me he acercado a usted para pedirle una cosa. Tengo una petición para el príncipe, pero no me atrevo a hacerlo en persona.

– ¿Porqué?

– Porque mi padre me lo ha prohibido -confesó la chica bajando la cabeza.

– ¿Tu padre te ha prohibido que busques justicia? -le preguntó Daphne.

La chica se encogió de hombros.

– Me ha ofrecido en matrimonio a un hombre de la tribu. Se trata de un hombre muy honorable y rico. En lugar de que mi padre tenga que pagar una dote por mí, ese hombre se ha ofrecido a pagarle a él el precio de cinco camellos.

Daphne se dijo que aquélla era la parte de las viejas tradiciones del desierto que no le gustaba nada.

– ¿Es ese hombre mucho mayor que tú?

Aisha asintió.

– Tiene casi cincuenta años y varios hijos mayores que yo. Jura y perjura que me ama y que yo seré su última mujer, pero…

– Pero tú no lo amas.

– Yo… -contestó la chica tragando saliva-. Yo le he entregado mi corazón a otro -añadió en un susurro-. Tal vez no debería haberlo hecho, pero casarme con alguien tan mayor me parece horrible. Por favor, princesa Daphne, como esposa del príncipe heredero, tiene usted derecho a interceder por mí. El príncipe la escuchará.

Daphne pensó en su reciente boda.

– Créeme si te digo que no soy la persona más indicada para hablarle de este asunto al príncipe.

– Es usted mi única esperanza -insistió la chica con lágrimas en los ojos-. Se lo ruego – imploró quitándose las pulseras de oro que llevaba-. Tome, quédese con mis joyas. Son todo lo que tengo.

Daphne negó con la cabeza.

– No hace falta que me des nada a cambio de mi ayuda -le dijo.

Lo cierto era que sentía lástima por la chica, pero no estaba segura de que Murat la fuera a escuchar. Por otra parte, le había dicho que se tomaba su responsabilidad muy en serio.

Obviamente, no le quedaba más remedio que fiarse de él.

– Está bien, lo haré, expondré tu caso ante el príncipe.

Murat escuchó a la mujer que estaba explicando por qué tenía derecho a que se le devolviera la dote. Su justificación era sólida y, al final, el príncipe estuvo de acuerdo con ella. El marido, que se había casado con ella única y exclusivamente para apoderarse de su dote, se quejó, pero Murat lo miró con severidad y el hombre aceptó finalmente la sentencia.