Daphne se mordió el labio inferior. Lo cierto era que le apetecía confiar en alguien, pero…
– Vosotras estáis en posiciones diferentes.
– ¿Te refieres a que nosotras estamos enamoradas de nuestros maridos y tú no sabes si lo estás del tuyo? -le preguntó Billie.
– Exactamente.
– Murat no es tan malo, ¿no?
– No lo sé.
Lo cierto era que, aunque no le gustaba nada lo que le había hecho, cómo se había aprovechado de las circunstancias y la había manipulado, Daphne no estaba segura de lo que sentía por aquel hombre.
– En cualquier caso, también está el asunto de que algún día serás reina. ¿Eso qué te parece? -le preguntó Cleo.
– La otra vez que estuve aquí, era mucho más jovencita, solo tenía veinte años, y la idea de ser reina me aterrorizaba porque era una chica muy seria y sabía que ser reina era una responsabilidad enorme. No estaba segura de hacerlo bien.
– ¿Y ahora? -le preguntó Billie.
– Ahora, no lo sé. Por una parte, creo que podría ayudar a Murat porque no tiene a nadie en quién confiar.
– Sí, tienes toda la razón. Aunque sus hermanos lo ayudan siempre es mejor una esposa -opinó Cleo.
– Yo creo que podría venirle muy bien mi presencia – sonrió Daphne.
– Entonces, lo de ser reina no te plantea ningún problema. Eso quiere decir que los problemas los tienes con Murat y eso lo vas a tener que solucionar tú sola -intervino Billie.
– Sí, tienes razón -contestó Daphne bajando la cabeza.
Billie se sentó en el borde del sofá y se inclinó para aproximarse a Daphne.
– Te voy a decir una cosa que no debería decirte, pero lo voy a hacer porque me siento en la obligación moral. Cleo, no se lo digas a nadie. Ni a Zara ni a Sadik ni a nadie, ¿de acuerdo?
Cleo asintió.
– Si quieres irte, no tienes más que decírmelo -le dijo Billie a Daphne-. Te puedo llevar a Estados Unidos en cinco horas.
– ¿Cómo es posible? Se tarda mucho más normalmente.
Billie sonrió.
– Iríamos en un caza, sin equipaje. Esos aviones son increíblemente rápidos. Conque me avises con una hora de antelación, es suficiente. Si lo estás pasando muy mal y quieres volver a tu casa, dímelo.
Daphne sintió lágrimas en los ojos. Aquellas mujeres apenas la conocían pero estaban dispuestas a ayudarla en lo que fuera necesario.
– Muchas gracias por la oferta. No creo que las cosas se pongan tan feas, pero, si me quiero ir, sé dónde encontrarte.
Sus cuñadas se fueron después de comer y Daphne salió a los jardines a pasear. Al cabo de un rato caminando, se sentó en un banco al sol.
Ahora que estaba sola, podía admitir la verdad. Echaba de menos a Murat. A pesar de que era un hombre imperioso y de que la volvía loca, lo echaba de menos. Se moría por oír su voz y su risa, por verlo trabajar y saber que sus fuerzas serían un día heredadas por sus hijos.
Y, sobre todo, se moría por sentir sus manos sobre su cuerpo.
¿Cuándo había dejado de odiarlo y había empezado a sentir afecto por él? ¿O acaso jamás lo había odiado? ¿Y ahora qué debía hacer? ¿Debía olvidarse de lo que había sucedido y seguir adelante como si tal cosa?
Su corazón le decía que no, que aceptar lo que había sucedido significaría que pasaría toda su vida siendo un objeto en la vida de Murat y ella quería más, quería que Murat la mimara, la tuviera en cuenta y la amara.
Daphne se dio cuenta de que quería que la amara tanto que fuera a buscarla, que no la dejara irse tan fácilmente. En definitiva, lo que quería era saber si estaba a salvo enamorándose de él.
¿Y cómo convencer a un hombre que se creía invencible de que no pasaba nada por mostrarse vulnerable de vez en cuando? ¿Cómo conseguir que se abriera a ella y le entregara su corazón?
Daphne se tocó la tripa. Si estaba embarazada, tendría toda la vida para dilucidar las respuestas a sus preguntas. De no estarlo, le quedaba muy poco tiempo.
¿Y qué quería en realidad? Si tuviera que elegir, ¿qué elegiría? ¿Estar embarazada o no?
Murat no recordaba la última vez que se había emborrachado porque, normalmente, no se emborrachaba nunca.
Era el príncipe heredero y debía estar siempre alerta, pero aquella noche le importaba todo muy poco.
Llevaba todo el día esperando a que Daphne volviera, pero no había vuelto. Mientras avanzaba por el desierto con su gente, había ido pendiente por si aparecía un helicóptero, pero no había sido así.
Murat se daba cuenta ahora de que no debería habérselo puesto tan fácil. Si hubiera ignorado la explosión de cólera de Daphne, ella no se habría ido, seguiría a su lado.
El hecho de que Daphne no aceptara su matrimonio como algo irrevocable lo ponía furioso. ¿Cómo se atrevía a cuestionar su autoridad? Él, que le había hecho el honor de casarse con ella.
En lugar de mostrarse lógica y agradecida, no paraba de pelearse con él y le hacía la vida difícil mirándolo siempre con ojos acusadores.
Mientras se tomaba otra copa de coñac, Murat se dijo que Daphne necesitaba tiempo y, si estaba embarazada, lo tendría. De no ser así, volvería a irse. No quería ni pensar en ello. No quería que Daphne se fuera. No lo iba a permitir.
El sonido de unos pasos que se acercaban lo sacó de sus pensamientos y, al levantar la mirada, se encontró con varios ancianos, jefes de las tribus, que se inclinaban ante él junto a la chimenea.
Murat los invitó a sentarse y, tras las conversaciones sin importancia de costumbre, como la carrera de camellos que iba a tener lugar al día siguiente, uno de los ancianos se atrevió a ir directamente al grano.
– Alteza, nos hemos dado cuenta de que nuestra querida princesa Daphne se ha ido.
– Así es.
– ¿Se ha puesto enferma?
– No, Daphne tiene una salud excelente – contestó Murat.
– Menos mal.
Entonces, se hizo el silencio.
– Es estadounidense -comentó otro al cabo de un rato.
– De eso ya me he dado cuenta -contestó Murat.
– Las mujeres occidentales pueden resultar de lo más testarudas y difíciles. A veces, no entienden las sutilezas de nuestras costumbres. Claro que la princesa Daphne es un ángel.
– Sí, un ángel -afirmaron los demás.
– Yo no diría tanto -murmuró Murat.
Más bien, él habría dicho que era un diablo, un diablo que lo sacaba de quicio y que, si no tenía cuidado, pronto lo tendría atrapado.
– ¿Ha probado a pegarle? -le preguntó uno de los ancianos.
Murat se irguió y lo miró con furia. El anciano dio un paso atrás.
– Mil perdones, Alteza.
Murat se puso en pie y señaló la oscuridad.
– Fuera de aquí -le ordenó al anciano-. Vete y que no vuelva a verte en mi vida.
El hombre exclamó sorprendido pues no era normal que un príncipe tratara así a un anciano. El sabio, temblando, se puso en pie y se perdió en la noche.
Murat volvió a sentarse y miró a los seis hombres que tenía ante sí.
– ¿Alguien más me sugiere que pegue a mi mujer?
Nadie contestó.
– Sé qué habéis venido a ofrecerme ayuda y consejo y os lo agradezco, pero quiero que tengáis muy claro que la princesa Daphne es mi esposa, la mujer que yo he elegido para ser la madre de mis hijos y para compartir mi vida. Tenedlo en cuenta cuando habléis de ella.
Los ancianos asintieron.
Murat se quedó mirando las llamas. Aunque era cierto que Daphne lo sacaba de quicio, jamás había pensado en pegarle. ¿De qué servía pegar a una mujer? ¿Acaso para demostrar que uno era más fuerte físicamente? Murat creía que lo único que se demostraba pegando a la compañera de vida era que se era un cobarde y que no se sabía arreglar las cosas dialogando.