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Kincaid se encogió de hombros y cambió de tema.

– Debo preguntarle acerca de sus movimientos del jueves por la noche. -Al ver que Sir Gerald arqueaba las cejas, añadió-: Es una mera formalidad, ¿comprende?

– No hay razón para no complacerlo, señor Kincaid. Todo el mundo lo sabe. Estaba en el Coliseum, dirigiendo una representación de Pelléas et Mélisande. -Les concedió una gran sonrisa que destacaba unas encías saludablemente rosadas-. Extremadamente visible. Nadie se podía haber hecho pasar por mí, se lo aseguro.

Gemma se lo imaginó enfrentándose a la orquesta y estuvo segura de que dominaba la sala tan fácilmente como dominaba este pequeño salón. Desde donde estaba sentada podía ver encima del piano una fotografía de él junto a otras en marcos de plata similares. La más cercana mostraba a Sir Gerald en esmoquin, batuta en mano, y con el aspecto de encontrarse igual de cómodo que cuando vestía la ropa de tweed. En otra fotografía rodeaba con su brazo a una pequeña mujer de cabello oscuro y belleza voluptuosa que sonreía a la cámara.

La fotografía de los niños estaba situada más al fondo, como si nadie tuviera interés en mirarla a menudo. El chico estaba más en primer plano, robusto y rubio, con una pícara sonrisa desdentada. La chica era varios centímetros más alta, con el pelo oscuro como su madre y la cara delgada tenía una expresión solemne. Era Julia, por supuesto. Julia y Matthew.

– ¿Y después? -oyó que decía Kincaid y regresó a la conversación algo avergonzada por el pequeño lapsus.

Sir Gerald se encogió de hombros.

– Después de una actuación tardo un poco en relajarme. Me quedé en mi camerino durante un rato, pero me temo que no controlé el tiempo. Luego conduje directamente a casa, lo que me debe situar aquí después de las doce.

– ¿Lo debe situar? -preguntó Kincaid. Su voz sonó algo escéptica.

Sir Gerald alargó su brazo derecho y mostró la muñeca peluda para que Kincaid la inspeccionara.

– No llevo reloj, señor Kincaid. Nunca los he encontrado cómodos. Y es una molestia sacárselo para cada ensayo o actuación. Siempre los perdía. Y el reloj del coche nunca ha funcionado bien.

– ¿No paró?

Sir Gerald negó con la cabeza y respondió con la firmeza de alguien acostumbrado a que su palabra sea la ley:

– No.

– ¿Habló con alguien al entrar en la casa? -preguntó Gemma, pensando que ya era hora de que metiera las narices.

– La casa estaba en silencio. Caro dormía y no la desperté. Sólo puedo suponer lo mismo de Vivian. De modo que si está buscando una coartada, joven -hizo una pausa y le guiñó un ojo-, supongo que no la tengo.

– ¿Y su hija? ¿Estaba dormida también?

– Me temo que no lo sé. No recuerdo haber visto el coche de Julia en la entrada, pero supongo que alguien la podía haber traído a casa.

Kincaid se levantó.

– Gracias Sir Gerald. Necesitaremos hablar de nuevo con Dame Caroline, cuando a ella le vaya bien, pero ahora nos gustaría ver a Julia.

– Creo que ya conoce el camino, señor Kincaid.

* * *

– Por Dios, siento como si me hubieran soltado en medio de una maldita comedia costumbrista. -Gemma se volvió para mirar a Kincaid, que subía las escaleras detrás de ella-. Todo modales y nada de substancia. ¿A qué juegan en esta casa? -Al llegar al primer rellano se paró y se volvió para tenerlo de frente-. Y por la manera en que Sir Gerald y la señora Plumley las miman uno diría que estas mujeres están hechas de cristal. «No hay que molestar a Caroline… No hay que molestar a Julia» -le dijo a Kincaid entre dientes, recordando un poco tarde que debía bajar la voz.

Kincaid se limitó a arquear una ceja de ese modo imperturbable que Gemma encontraba tan exasperante.

– No estoy seguro de que Julia Swann sea una buena candidata a ser mimada. -Empezó a subir el siguiente tramo, Gemma lo siguió y el resto del camino lo hizo sin comentarios.

La puerta se abrió tan pronto como los nudillos de Kincaid la hubieron rozado.

– Bendita seas, Plummy. Estoy muerta… -La sonrisa de Julia Swann desapareció de repente cuando los reconoció-. Vaya. Comisario Kincaid. ¿Tan pronto de vuelta?

– Hasta en la sopa -contestó Kincaid, dedicándole la mejor de sus sonrisas.

Julia Swann se colocó en la oreja el pincel que sostenía en la mano y se retiró lo suficiente para que pudieran pasar. Gemma, que la estaba estudiando, la comparó con la niña delgada y seria de la foto de abajo. Aquella Julia estaba desde luego presente en ésta, pero la niña desgarbada se había convertido en una mujer elegante, con estilo, y la inocencia de la mirada de la niña se había perdido hacía muchos años.

Los estores estaban levantados y una luz pálida, acuosa, iluminaba la habitación. La mesa de trabajo del centro, vacía excepto por la paleta y el papel blanco cuidadosamente pegado a una tabla, mitigaban la sensación de desorden general del estudio.

– Normalmente, a esta hora Plummy me trae un bocadillo, -dijo Julia, mientras cerraba la puerta y regresaba a la mesa. Se apoyó en ella, equilibrando con gracia su peso. Gemma tuvo la clara impresión de que el apoyo que recibía de la mesa era más que físico.

En el tablero había una pintura acabada de una flor. Gemma se dirigió a la pintura casi por instinto, con la mano estirada.

– Es preciosa -dijo en voz baja, a punto de tocar el papel. La pintura, que era un diseño sobrio y seguro, tenía un aire casi oriental. Los verdes y morados intensos de la planta brillaban sobre el papel blanco mate.

– Es para ganarme la vida -dijo Julia. Su sonrisa mostraba un esfuerzo obvio por ser cortés-. Tengo toda una serie que me han encargado para una colección de tarjetas. Ya sabe, en la línea de la National Trust, pero de lujo. Y voy retrasada. -Julia se frotó la cara dejando una mancha de pintura en la frente y Gemma vio de repente el cansancio que el elegante corte de pelo, el moderno jersey de cuello alto y las mallas no podían camuflar.

Gemma rozó con un dedo el rugoso borde del papel de acuarela.

– Pensé que las pinturas de abajo debían de ser suyas, pero éstas son muy distintas.

– ¿Los Flint? Ya me gustaría. -Los modales de Julia volvieron a ser un poco cortantes. Cogió un cigarrillo del paquete que había en una mesa auxiliar y lo encendió con una cerilla.

– También me lo preguntaba. -dijo Kincaid-. Algo en ellas me resulta familiar.

– Probablemente haya visto alguna de sus pinturas en libros de su infancia. William Flint no era tan conocido como Arthur Rackham, pero hizo algunas ilustraciones maravillosas. -Julia se apoyó contra la mesa de trabajo y entrecerró los ojos al subirle el humo del cigarrillo-. Luego llegaron los «pechajes». *

– ¿Pechajes? -repitió Kincaid, divertido.

– Técnicamente son brillantes si no te importa lo banal. Y desde luego esto le permitió vivir holgadamente en su vejez.

– ¿Y usted no lo aprueba? -La voz de Kincaid tenía un toque de burla.

Julia tocó la superficie de su propia pintura como comprobando su valor y luego se encogió de hombros.

– Supongo que resulto algo hipócrita. Estas pinturas me alimentan, y mantenían el estilo de vida al cual Connor se había acostumbrado.

Para sorpresa de Gemma, Kincaid no picó y preguntó:

– Si no le gustan las acuarelas de Flint ¿por qué están colgadas en casi todas las habitaciones de la casa?

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* En inglés breastscapes, palabra formada por breast (pecho) y scape (representación de un paisaje). (N. del E.)